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¿Quién mató a Ilias Tahiris en el reformatorio?

Centro de menores de Oria donde murió un joven

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A mediados de los años noventa un amigo mío fue ingresado en la unidad psiquiátrica de un hospital público de Madrid. Casi todas las tardes, al salir de la facultad, cogía el metro y le visitaba durante una media hora. Para entrar en esa unidad había que llamar a un interfono y, solo cuando te identificabas, un chasquido abría la puerta. Recuerdo caminar por el pasillo hasta la habitación de mi amigo y ver, con bastante frecuencia, a un niño de diez o doce años amarrado con correas a su cama. Era hiperactivo, fue todo cuanto saqué en claro, pero nadie me dijo nunca el diagnóstico concreto. Mi amigo, por su parte, pertenecía a otro tipo de paciente, el que más abundaba: gente, muy joven por lo general, completamente narcotizada, adormecida o que languidece en sus camas o vaga con aire fantasmal por los pasillos. Era la época del haloperidol, un medicamento, aún hoy muy usado, que conoce de sobra cualquiera familiarizado con las esquizofrenias, paranoias u otras categorías diagnósticas tan esquivas como el propio concepto de salud mental.

Con todo, y aún lo tengo vívido, lo que más me descorazonó en mi primera visita no fue ese interfono que convertía la unidad en algo parecido a una prisión, ni esas correas para controlar a un niño que no lograba estarse quieto un segundo, ni siquiera que el tratamiento al que sometían a mi amigo y tantos otros se redujera al mero ensayo farmacológico (semanas de prueba con diferentes dosis de haloperidol hasta dar con la correcta para que el abotargamiento no resultara incapacitante). Lo que realmente me espantó fue que en aquella unidad todos los pacientes estuvieran obligados a vestir pijama. Tenían su sala de televisión y de juegos, podían caminar por los pasillos. No esperaban, en definitiva, ninguna intervención quirúrgica ¿Por qué, entonces, debían pasar todas las horas de todos los días sin vestirse a su antojo, ataviados con aquellos pijamas de hospital que humillaban su dignidad, que les estigmatizaban como enfermos, ingresados al otro lado de una puerta infranqueable, sin posibilidad de tomar el aire una sola hora y sin el derecho elemental a mirarse a un espejo y reconocerse con la mínima decencia que les podrían proporcionar sus propias ropas? He estado a punto de comenzar esta columna diciendo que la verdadera enfermedad es la de una sociedad que permite ese trato a los pacientes mentales, pero sé que es un lugar común y que, en consecuencia, apenas significa nada.  

Morir en el reformatorio

Ilias Tahiris murió con solo 18 años en un centro de Almería, de titularidad autonómica. Sucedió el año pasado, pero fundamentalmente gracias a este diario y a la familia del joven, el caso, archivado en un primer momento y cuajado de mentiras, se ha reabierto. Una visita sorpresa del Defensor del Pueblo ha constatado que en este centro para la “reforma juvenil” se usa el “castigo” y el “dolor” como medios disciplinarios con los jóvenes, aunque no haya mediado previamente ningún comportamiento violento. Ese dolor, ese castigo, se lo aplicaron a Ilias durante hora y media, sin que en un principio apareciera ningún médico y cuando la actitud del joven, pasados unos minutos, no era en absoluto agresiva: bocabajo y amarrado a su cama, recibiendo durante largos minutos la presión en su espalda del personal de seguridad y luego abandonado en esa postura hasta que, finalmente, murió. La versión que posteriormente ofreció el vicepresidente de la Junta ha resultado falsa hasta límites vergonzosos, como se aprecia en el vídeo que, por respeto a la familia, este diario ha preferido no publicar. En ese centro, como ha informado el Defensor del Pueblo, “se constató la aplicación reiterada de sujeciones mecánicas a menores que se encuentran en el centro con una medida de internamiento terapéutico en salud mental, y que estaban en el centro en el momento del fallecimiento de su compañero en la Unidad de Salud Mental”.

Ese párrafo me trajo de vuelta a la unidad psiquiátrica de aquel hospital madrileño. No parece que hayan cambiado mucho las cosas. La enfermedad mental asusta, nos hace enfrentarnos a nuestros mayores miedos, al temor de vernos un día enajenados, fuera de todo agarre con la realidad, presos de delirios y arrebatos, a veces violentos, convertidos en ocasiones en un peligro para nosotros mismos y para quienes nos rodean. Desde la sanidad pública resulta casi imposible hacer un seguimiento personalizado de cada caso, acompañar los tratamientos farmacológicos con terapias de otro orden, profundizar e investigar en la verdadera causa de estos trastornos que, las más de las veces, se revelan únicamente por sus manifestaciones y síntomas, sin que la ciencia haya terminado de dar una explicación razonable a sus causas ni por tanto pueda prever su aparición.

Estamos impotentes, es cierto, pero nada justifica que en España aún se apliquen protocolos que atentan contra dignidades elementales, cuando precisamente la dignidad humana es el último agarre con la cordura. Aunque en el caso de Ilias Tahiris no hablemos de trastornos mentales, su muerte ha puesto al descubierto cómo en ese mismo centro también se aplica la “sujeción mecánica” a chavales con ese tipo de patologías. Mirar a otro lado, mentir sin vergüenza como hizo el despiadado vicepresidente Marín, solo conduce, década a década, a agrandar un infierno que, como ha ocurrido, puede llevar a la muerte, a la muerte violenta.

En el reformatorio Tierras de Oria se han vivido unos particulares idus de marzo: nadie admite haber sido la mano causante de la muerte. Y puede que sea cierto. Nunca hay una sola mano, pero entre todos vamos dando forma al puño ejecutor.

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