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El miedo ya estaba aquí
De pequeña recuerdo que si mis hermanas me dejaban sola en el salón, me escondía detrás del sofá cuando aparecía la Bruja Avería y Javier Gurruchaga. Me daban miedo. También tenía miedo al salto de potro en gimnasia, por si me partía los dientes. Luego, empecé a temer a la muerte. Primero con mi canaria, cuando su cuerpecillo se redujo a una bola de plumas, con la cabeza escondida y la respiración agitada. Segundo, cuando mi compañera de pupitre, la más lista y guapa de la clase, falleció por leucemia. Más tarde, con la muerte de mi abuelo. Saber que no lo vería más.
Con el tiempo, los he tratado de más cerca. A la muerte (y a la enfermedad), y al miedo. La primera como algo inevitable, donde ese temor se ha sustituido por conciencia plena de que estamos aquí para tres días y que lo doloroso no es la muerte en sí, sino la ausencia y el hueco enorme que conlleva. La segunda, el miedo, como algo que se puede gestionar en menor o mayor medida.
A esto se sumó el miedo a determinadas preguntas, donde sabías que después de conocer las respuestas nada volvería a ser igual. Desde un infantil “¿existen los Reyes Magos?” a un adolescente “¿me quieres?”. Y ahora te puedes reír del alcance de esas preguntas en comparación con las que te has hecho (o has escuchado) en estos últimos años. Y la media sonrisa se te corta cuando la incertidumbre fue (y es) la única respuesta:
¿Llegaré este mes para la cuota del autónomo?
¿Me llegará para pagar la luz?
¿Qué me voy a encontrar en la cola del paro?
¿Si se me agota la ayuda, qué hago?
¿Me responderán con un sí de esta entrevista de trabajo?
¿Leerán mi email y mi carta de presentación?
¿Cómo decir a los niños que nosotros no tenemos vacaciones?
¿Nos echarán de la casa?
¿Tendré que cerrar el negocio?
¿Me voy de España?
¿Le llegará a tiempo a mi madre la medicación que le deniegan?
¿Negociará conmigo el banco?
¿Tendré que ir al banco de alimentos este mes?
La cuestión, como sociedad, es… ¿No da miedo tener que hacerse estas preguntas? Este artículo no viene a hacer estadísticas, ni sumas ni restas de escaños, ni a sentar cátedra. No soy politóloga, ni socióloga. Ni me juego plaza en ningún partido. Solo soy una periodista que tampoco es especialista en política, sino en sociedad. Y eso, en muchas ocasiones, me lleva a moderar los discursos. A entender que hay gente que no puede esperar cuatro años más. Que entre la espada y la pared, optan por emigrar. Otros para los que su salud depende de lo que ocurra en este tiempo.
Mujeres que fueron despedidas con 28 años, que ahora tienen 36 y que cuando acaben los cuatro años de PP, tendrán 40… que acumulan una cadena de altas y bajas de trabajos precarios a cada cual peor.
¿Se le puede pedir que espere a una persona cuya mayor etapa de expansión profesional y personal (la edad entre los 30-40) ha sido arrojada por la borda? ¿Se puede decir que espere o ‘ya mismo vendrá tu momento’ a quien lleva casi 10 años escuchando lo mismo? ¿Se puede decir a esas personas que aguanten mientras se habla con un bolsillo lleno, con un sueldo decente, cada mes garantizado y no vivimos lo de ellos? Yo no me atrevo a hacerlo. Conforme más conozco la vida de muchos afectados, menos me atrevo a hablar. No quiero decir que no se pueda, que fustiguemos al personal y que lo hundamos; sino ponernos en su lugar.
Dicen que perdimos estas elecciones por el discurso del miedo… la doctrina del shock en estado puro. Pero quizás, aunque yo de estas cosas sé poco, ocurrió porque no supimos dar a entender que el miedo estaba YA aquí. Que no iba a venir. Que se padece en cada esquina. Que no era fruto de la crisis. Que se debía a la gestión e ideas de un partido. De su aumento de déficit y de que Europa nos dará un castigo ejemplar, que no tendremos dinero para las pensiones y que la desigualdad crecerá. Es probable que el reto esté en convencer de esto a quienes sí reconocen el miedo, pero que no reconocen quién lo ocasiona, porque se disfraza.
Porque el miedo, al igual que los temores infantiles y la amenaza de que venía el coco, se difumina conforme creces y compruebas la realidad. Hasta que asumes con plenas facultades quién es quién en toda esta historia.
Quizás, hasta que de puerta en puerta y casa por casa no se consiga quitar la venda de los ojos, seguiremos así. Igual que nuestras madres cuando nos explicaban las moralejas de la vida con los cuentos, y veíamos con claridad quiénes eran los buenos y los malos. Cuando nos decían la auténtica verdad si llorábamos con desconsuelo para que no nos volvieran a tomar el pelo. Cuando nos venían a calmar y a despertarnos de las pesadillas. Igual que la mía me contó que la Bruja Avería era sólo una muñeca, que el lobo iba disfrazado de Caperucita y que, conforme crecía, muchas cosas que me daban miedo eran un cuento que frenaba lo que deseaba hacer. Tal vez ahí esté la llave, en convertir esas pesadillas en sueños. Y los sueños, en verdad. O, en cambio, vendrá algo peor: el miedo a dejar de ser lo que fuimos y que nos hizo únicos.
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