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¿Por qué odiamos la política?
El título lo tomo prestado de un trabajo de investigación realizado por Ernesto Ganuza, vicedirector académico del Instituto de Estudios Sociales Avanzados (CSIC), y Joan Font, director del mismo Instituto. Un trabajo enmarcado dentro de las líneas de investigación que promueve y financia la Fundación Centro de Estudios Andaluces. Solo empresto el título, lo que sigue es mi metabolización personal de un trabajo tan excelente como reflexivo.
El solo título ya provoca debate, pero me adelanto a decir que el propio Font lo considera una provocación y reconoce, en una escala media, situarse más cerca del no. Del “no odiamos”.
Lo más llamativo del estudio en sus conclusiones es la paradoja que nos presenta. Los miembros de los grupos de discusión, técnica empleada, manifiestan aversión por la política pero, al mismo tiempo, muestran un interés por la política muy alto, lo cual, en palabras de Vallespín evocando a Aristóteles, los sitúa en la zona más elevada de la condición humana, es decir, la de hombre político.
Fernando Vallespín, que participó en un debate de presentación del trabajo, llamó a ese odio desencanto, desempolvando tesoros de la literatura en castellano. Desencanto. En esto coincidimos todos, que no es negativo, sino una muestra de la vivacidad, de la energía, de nuestro sistema democrático.
La razón más importante por la que los ciudadanos muestran ese desencanto tiene que ver con el sistema de partidos y con sus tripas orgánicas, si me permiten la expresión. Piensan, pensamos, que los políticos ofrecen más lealtad a sus estructuras de partido que a la propia sociedad de la que traen razón de ser, la que los elige, a la que representan, y a la que defraudan, añado yo. Por ahí empieza a fallar esto: la endogamia en términos de reclutamiento, la lealtad en términos de obligación con la ciudadanía, quebrada en favor de sus organizaciones partidarias y detrimento del pueblo, son el elemento nuclear del rechazo a la política. Bueno, no a la política, a esta política, la de ahora.
La presentación del trabajo coincidió con una mañana, madrugada previa, plagada de detenciones con motivo de la corrupción galopante, yo creo que sistémica que desangra nuestro sistema democrático. ¿Cómo vamos a querer esta política?, cuando un partido o una facción de un partido se constituye en banda criminal organizada, cuando su actividad delictiva consiste en robar y expoliar la cosa pública, es decir, lo de todos que no lo de nadie. Pero es sistémica, insisto. No es una corrupción ni una actitud epidérmica, está llegando al tuétano. A las bandas organizadas se suman empresas y empresarios, policías, medios de comunicación y periodistas regados con dinero público, abonados con nutritivos piensos para defender a los donantes y atacar y difamar a sus adversarios.
Pero no sólo. La fiscalía anticorrupción está en una situación insostenible que alcanza al mismísimo Ministerio de Justicia y a su titular.
Me detengo una línea más en la prensa. Un medio corrompido, dependiente del poder para su supervivencia o para servirse de influencias y ganar privilegios, personales o empresariales, es la mayor de las corrupciones en democracia .
Las lealtades a los partidos, en la medida en que éstos o facciones de éstos mutan en bandas criminales, adquieren maneras de fidelidad observadas en estructuras mafiosas como la Cosa Nostra, la Camorra, la Ndragheta o cualesquiera otras de las estructuras delictivas fundadas de clientes y jerarquías. La familia protege, -de ella no sale uno fácil, ni por las buenas, aunque a veces sí por las malas-, no tiene reparo en corromper al propio sistema democrático.
Pero falta una pata. ¿Es compatible odiar la política, querer otros políticos y votar una y otra vez a los mismos? Fernando Vallespín sitúa esta contradicción en el ámbito del conservadurismo, de derecha o de izquierda; es decir, tememos perder lo que ya tenemos. Puedo entender lo que afirma mi respetado amigo, pero en el Estado español se está dando un fenómeno regresivo, no sólo conservador: no se trata de conservar lo conseguido en democracia, que sería hasta comprensible en una sociedad poco experimentada en sistemas democráticos. Es que la ocasión de debilidad de los antiguos partidos, su vicio, y el desgaste institucional están siendo aprovechados no para conservar sino para recuperar los viejos hábitos y privilegios del franquismo .
Los ciudadanos quieren mejor política y quieren mejores políticos, piden participar y los politólogos recomiendan, además, hacerlo participando en instancias de deliberación. Todo ello en un sistema representativo reformado en donde los expertos deben tener un lugar, así como los intelectuales, como recomendaba Pierre Bourdieu. Y mejoras institucionales, solo los que colonizan actualmente el poder para utilizarlo en beneficio propio no quieren reformas de calado. Quieren ser inamovibles en sus partidos primero, y luego que éstos los hagan inamovibles en las instituciones. Por eso, una reforma institucional profunda parece absolutamente necesaria y en ella la revocación de mandatos debería ser una herramienta democrática interna, orgánica e institucional que conviene practicar.