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Oración para el desahucio de Queipo de Llano
Te rezaré, Esperanza Macarena, con una canción de Silvio y Sacramento, para acallar la voz de radio con paño de cretona que sigue emergiendo de tus profundidades: “Se les perseguirá como a fieras, hasta hacerlos desaparecer a todos”, sigue aún oyéndose en tu basílica, desde la sicofonía de la historia. Ahora, la Ley de Memoria Democrática parece que va a lograr desahuciar al general Queipo de Llano, enterrado a tus pies; quitarte de encima a ese molesto inquilino, tú que eres paz y él que era guerra y posguerra más cruel que la guerra, cuando los vencedores se empeñaban en vencer a los vencidos.
Y tú recordarás, Virgen de San Gil, la tortura padecida por tu primogénito, el juicio sumarísimo, sin garantías, el sonido de los latigazos sin ningún teléfono de Amnistía Internacional al que pedir ayuda; tan en tu memoria, seguro, como las cabañuelas de agosto de Antonio Burgos y las lágrimas de San Pedro corriendo por tu rostro y el de aquel verano que también trajo –Alicia Domínguez dixit— un largo invierno con 14.000 asesinatos, al menos, solo en Sevilla; cuánto via crucis para tan escasa resistencia: “Por cada uno de orden que caiga, yo mataré a diez extremistas por lo menos, y a los dirigentes que huyan, no crean que se librarán con ello: les sacaré de debajo de la tierra si hace falta, y si están muertos los volveré matar”, ladraba su ronquera de speaker peleón como el vino, general de galena, 600 charlas como otras tantas tumbas por el mapa feroz de Andalucía; o como escupitajos en las madrugadas de miedo y de batallones de ejecución.
Perdona que te hable como si fuera de los tuyos, Esperancita mía, pero en realidad lo hago con el desparpajo de los descreídos
Hay todavía una cantina chusquera bajo tu altar, donde los centuriones se juegan a las cartas las ropas de Cristo y Queipo de Llano llega con su voz de tómbola y aguardiente a pregonar el odio contra una República que lo encumbró, como al generalísimo de toda esa masacre, a las más altas dignidades de su Ejército: “Hay que borrar del diccionario las palabras perdón y amnistía”, carraspea el postmarqués y la imagen de Augusto Pinochet se refleja, años más tarde, en el mismo azogue del mismo espejo.
Perdona que te hable como si fuera de los tuyos, Esperancita mía, pero en realidad lo hago con el desparpajo de los descreídos: aunque debo decirte que prefiero una y mil veces tus cinco mariquillas art-decó que te regalara Joselito El Gallo, a todas las faenas que hizo El Algabeño fuera de las plazas, cuando a la República le clavaron un rejón de muerte y el cadáver de media España salió fuera del ruedo de la vida arrastrado por las mulillas de la intransigencia: sacas nocturnas del cine Jaúregui, muertos vivientes camino de la carretera de Carmona. Y Queipo, medio matando con las palabras, induciendo al terrorismo,
“Sevillanos: ¡A las armas! La Patria está en peligro y, para salvarla, unos cuantos hombres de corazón, unos cuantos generales, hemos asumido la responsabilidad de ponernos al frente de un Movimiento Salvador que triunfa por todas partes. El Ejército de África se apresta a trasladarse a España para tomar parte en la tarea de aplastar a ese Gobierno indigno que se había propuesto destruir a España para convertirla en una colonia de Moscú”, tronaba desde los micrófonos de Unión Radio Sevilla EAJ-5, emitiendo para una Andalucía a la que vaticinaba otros 40.000 tiros de gracia, otras 700 fosas comunes, la lluvia de fuego estilo Caín sobre los civiles que huían por la carretera de Málaga a Almería, en aquella célebre desbandá de plomo.
Qué distinta toda esa palabrería en la larga noche de España, frente al “Dios te salve Macarena,/Madre de los sevillanos, paz y vida!”, que te escribieran los Álvarez Quintero con música de Turina: “¡La que alivia toda pena;/la que cura con sus manos toda herida!”. Te faltarían manos para curar las heridas de muerte de la vieja muralla, manchada por los estigmas de la libertad y aquellos que la defendieron, cuando el Guadalquivir era también el río de sangre de Violeta Parra.
Tú sabes de lo que hablo porque tu nombre también estuvo prohibido por otras censuras eclesiales, anteriores a la de Queipo y Franco cuando en 1929, el rector del Seminario calificaba el epíteto de Macarena como "muy impropio de la seriedad del culto"
Tú sabes de lo que hablo porque –muchos lo ignoran-- tu nombre también estuvo prohibido por otras censuras eclesiales, anteriores a la que impusieron Queipo y Franco –Paquita la Culona le llamaba el genocida Gonzalo--, cuando ya en 1929, el rector del Seminario, don Modesto Abín, calificaba el epíteto de Macarena como “muy impropio de la seriedad del culto y depresivo de la altísima dignidad de la Santísima Virgen”, ya que lo hacía “descender al estilo pedestre y vulgarote del propio callejero y ofrecer ocasión a las censuras de los detractores de la religiosidad del pueblo sevillano y de sus renombradas cofradías, es, en una palabra, empequeñecer la grandeza de aquella incomparable criatura que Dios escogió para ser su Madre”. ¿Quién mejor que tú, para compadecerse de las niñas violadas y asesinadas en el cortijo del Aguaucho, de las 17 rosas de Guillena o las flores cortadas en la Fuente Vieja de Puebla de Guzmán? Bendito hubiera sido, quizá también, el fruto del vientre de Matilde Suárez Trigueros “La gitana”, de 30 años, fusilada en pleno embarazo en Dos Hermanas, después de que los guardias y los falangistas dispusieran de ella.
“Nuestros valientes legionarios y regulares han demostrado a los rojos cobardes lo que significa ser hombres de verdad. Y de paso también a sus mujeres. Esto está totalmente justificado porque estas comunistas y anarquistas predican el amor libre. Ahora por lo menos sabrán lo que son hombres y no milicianos maricones. No se van a librar por mucho que berreen y pataleen”, rezongan sus restos llenos de condecoraciones oxidadas; y tú vuelves al Gólgota, a la muchedumbre lapidando a Jesús, sin un abogado que reclame un habeas corpus, sin un San José de Arimatea que ayude a esos otros hombres heridos por las garrochas del despotismo, que amparen a esas otras mujeres que tal vez también se llamen Macarena y estén condenadas a morir en la cruz de los paredones de Utrera, a ser rapadas y humilladas hasta la muerte como también fue la sangre de tu sangre, el hijo de Dios que dicen pero, desde luego, hijo tuyo.
Enhorabuena, Maca, de malo vas a librarte. Y aunque, según la fe de los católicos, tú no le harías nunca caso a Queipo y siempre creerías en el perdón y en la amnistía, de víctimas y verdugos, de justos y de pecadores, ¿te imaginas que alguien hubiera decidido enterrar a Poncio Pilatos o a Herodes en alguna de las futuras iglesias de Jerusalén? Pues, eso, con tu santo permiso desde mi laicismo barriobajero, adiós Queipo de Llano, así se pudra.
Ahora, si no te importa, voy a rezarle a San Cucufato para que reaparezcan de una vez por todas las grabaciones perdidas del locutor de la muerte, las que oyó Manuel Barrios y transcribió Juan Ortiz Villalba, las que documentaron José García Márquez y Francisco Espinosa. Convendría oírlas de tarde en tarde para que no vuelva nunca ni bajo ninguna bandera ese Getsemaní de luto, ese Gólgota de llanto, esa Sevilla roja, no por el color de las ideas sino por el de los miles de cadáveres enterrados en Pico Reja.
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