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Hablan los supervivientes del bombardeo fascista de La Desbandá: “En mi casa esto no se comentaba”

Fotografía de Hazen Sise

Néstor Cenizo

2 de febrero de 2022 20:34 h

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Hace 85 años se perpetró en la carretera de Málaga a Almería una masacre que el franquismo consiguió ocultar y los vencidos apenas contaban, por miedo o por vergüenza. De La Desbandá no se habló, o se habló “bajito” durante décadas. La dictadura había incrustado en las víctimas el miedo al estigma. En las casas, el tema era tabú, no fuera que el niño escuchara, luego dijera y, finalmente, alguien apuntara con el dedo: rojos.

Tampoco la democracia descorrió las cortinas, al menos de inmediato. Pero poco a poco los niños de entonces fueron perdiendo el miedo o la vergüenza. Un movimiento civil y académico lo rescató del olvido, y La Desbandá (o, como prefieren muchos malagueños, la juía) es hoy un episodio histórico a conmemorar.

Las cifras hacen palidecer a otros episodios lamentables: cientos de miles de desplazados, de los que al menos unos 5.000 murieron: bombardeados por los buques Cervera, Baleares y Canarias, ametrallados en vuelo rasante por los Heinkel que aportó la Luftwaffe o los Fiat CR32 de la aviación italiana, muertos de hambre. Siguen existiendo incógnitas (¿fueron 5.000 o 10.000 muertos? ¿150.000 o 300.000 los desplazados? ¿Por qué la República entregó Málaga?), pero hay consenso entre los historiadores: fue una de las peores masacres de los vencedores de la guerra.

Este jueves, cuando se cumplen 85 años de la masacre, arranca la VI Marcha integral en recuerdo de aquel episodio. Tres supervivientes participarán en esta ocasión. Apenas eran unos niños, pero algunos recuerdan un vaso roto, un muerto en el camino, el llanto de otros niños. Estas son sus historias.

Luisa Vecino, el recuerdo en un vaso roto

Aunque la memoria de Luisa Vecino retiene con facilidad fechas y nombres, no le alcanza para recordar los días que ella y sus padres pasaron bajo las bombas en la carretera de Málaga a Almería, porque apenas era un bebé. Sí se acuerda muy bien de un vaso roto.

“Nosotros salimos el 7 de febrero de 1937. Yo cumplía cuatro meses, así que tengo los recuerdos de lo que me contó mi madre”, comienza. “Con lo puesto, me cogieron en brazos y se unieron a los que huían a Almería, huyendo de la avanzada de los franquistas que llegaban de Málaga”. Su destino, a pie, era Almería, a 55 kilómetros. Si la salud se lo permite, allí recordará su odisea el próximo 13 de febrero.

Luisa y sus padres vivían entonces en Adra. Su madre, Luigia Bardini, era una distinguida catedrática de la Facultad Agraria de la Universidad de Milán; su padre, José María Vecino Martín, un profesor extremeño (y escritor, poeta y periodista) que pronto se sumó a la reforma educativa que impulsó la República. Se conocieron en 1932, durante un viaje a Europa con el que algunos profesores querían instruirse en los nuevos modelos educativos. Bardini organizó la visita a Milán. “Se conocieron hablando francés, y así hablaron siempre entre ellos el poco tiempo que vivieron juntos”, recuerda Luisa.

Socialista convencida, Luigia Bardini había huido del fascismo antes de que Mussolini, a quien había conocido en sus tiempos de maestro, obligara a los docentes a militar en el partido para ejercer. Su pasaporte le serviría luego de irónico salvoconducto: “Usted, como italiana, sabemos que es fascista”. “Cuando mi madre casi desde su nacimiento había sido antifascista…”, comenta Luisa con sorna.

Luigia y José María recalaron primero en León, pero pronto buscaron el sol del sur. En Adra estaban cuando la guerra llamó a las puertas de su casa. Sin más sustento que la leche materna, Luisa vivió un episodio que marcó profundamente a su madre. Exhausta y mal alimentada, su pecho se secó. Entonces un muchacho del camino se fue a buscar una cabra para ordeñarla. “En un vaso roto me dieron la leche. Mi madre siempre conservó ese vaso roto y sucio. Era una joya para ella”.  

Luisa recuerda haber oído hablar a su madre de los bombardeos de los Fiat italianos a la altura de Aguadulce. También los cañonazos del Baleares, nuevamente de actualidad por la recuperación de una calle madrileña en su memoria. “Ella me decía que aquello fue una carneficina, una matanza”.

Luisa y Luigia no recorrieron a pie todo el camino. Un médico extranjero que se desplazaba con una ambulancia desde Almería las recogió. “Mi madre pudo hablar con él en francés. Me contó que la hizo subir conmigo en brazos a la ambulancia, y mi padre se quedó”. Años después, supo que se trataba de Norman Bethune, leyendo por casualidad su biografía The scalpel, the sword, publicada a comienzos de los 50. “Mi madre lo recordaba como un médico extraordinario, sin saber ni siquiera su nombre”.

Bethune las dejó en el Paseo de Almería, y allí se las encontró un profesor conocido de la familia, que las acogió en su casa. “Don José García Pérez. Estaba casado con Micaela Fiol”, detalla Luisa. “Murió hace no mucho, con cien años, y toda la vida -a pesar de tener ideas políticas diferentes- fue una excelente persona, y excelente amigo de mis padres”.

Pasada la guerra, la vida no fue fácil para Luisa y sus padres, que regresaron a Adra. José María Vecino fue encarcelado y puesto en libertad en 1944. “A mi madre le dijeron que lo consideraban más peligroso que un delincuente común, porque ”abría las mentes“. Tampoco ella estaba bien vista: ”Una vez una niña, Araceli, me levantó la falda por detrás. Me dijo que iba buscando el rabo, porque al ser hija de rojos yo era un diablo con rabo. Eso lo recuerdo yo“.

Su madre vendió las pocas joyas que conservaba para alimentar a su hija y llevar algún sustento a la cárcel. “Hacía abrigos de punto, día y noche, para que le dieran comida a cambio”. Finalmente, ambos consiguieron trabajo como profesores particulares de los hijos de los vencedores, pero en 1947, su padre falleció de un infarto, y en enero de 1948 regresaron a Milán, donde Luisa se convirtió en traductora e intérprete, y su madre logró colocarse en una escuela superior. También conservó un vaso roto en el que guardó, hasta su muerte, el recuerdo de la guerra.

Ana Pomares, la travesía del Mediterráneo en la bodega de un pesquero

Ana Pomares vio cosas que su madre no quería que viera. Apretada a los pies de los asientos de un coche, viajó por la carretera con sus padres, dos hermanos, y un matrimonio y sus dos hijos. Nueve desde Colmenar, donde se habían refugiado inicialmente, hasta Almería. Tenía nueve años y de vez en cuando se asomaba por la ventanilla: “Recuerdo gente subida en los burros, niños llorando, otros que salían de los cortijos. Se escuchaban los aviones y te ponías que no veas. Veíamos a la gente tirada. Cuando pasaban todos nos quedábamos agachados y callados, y luego veías a los niños perdidos cuando se iban los aviones”.

Del viaje, Pomares recuerda que estaba asustada, pero que más lo estaban sus padres. También, la ratonera de una carretera que en su tramo entre Algarrobo (Málaga) y Adra (Almería) discurre encajonada entre monte y mar. Los barcos tiraban al monte: “De allí caían las piedras y a mucha gente la mataban así”.

Poco después de llegar a Almería la familia Pomares decidió huir de España. Cruzaron el Mediterráneo en un barco pesquero hasta llegar a Orán (Argelia). Los niños hicieron la travesía en la bodega, pero su madre quiso mirar el peligro de frente: “Hizo toda la travesía en cubierta con una manta liada”. Cada vez que veía el reflejo de la luz de un barco de guerra se echaba a temblar.

Tampoco en Orán pasaron mucho tiempo, y pronto regresaron a España: Barcelona, Alicante, Almería y, finalmente, a Algeciras, donde rehicieron su vida. Juan Pomares Sánchez faenó el resto de su vida en el Estrecho. María Ruiz Mira fue ama de casa.

La historia de Ana Pomares se cuenta en el libro La guerra en mis ojos. Los cuatro exilios de Ana (Editorial Círculo Rojo). La mujer viajó este miércoles de Algeciras a Málaga, donde participará en el acto inicial de la marcha de La Desbandá.

“Cuarenta años hemos estado callados. Mis hijos hace pocos años que se han enterado. En mi casa esto no se hablaba, porque cualquiera te podía denunciar. Hablaban mis padres entre ellos, y una lo escuchaba”, recuerda hoy. “¿Tú te puedes creer que un historiador, catedrático de Málaga [se refiere a Antonio Nadal], puede decir que esto es mentira? ¿Que los que fueron eran milicianos, que se llevaron a sus mujeres y niños? Vino gente de los pueblos de Málaga y Cádiz. Mi padre era pescador y no tenía nada que ver con la guerra”.

Manuel Triano, el silencio para proteger a los niños

“Mis padres me contaron muchos horrores, mucho desastre, mucho padecer. Me contaban los bombardeos por tierra, mar y aire, que no podíamos ni comer. Nada más que huir del fascismo”, dice Manuel Triano desde Algeciras. “Éramos miles de criaturas, entre ellos pequeños como yo”.

Nacido en agosto del 36, apenas contaba seis meses cuando tuvo que huir de Rincón de la Victoria (Málaga) con sus padres, sus abuelos maternos y tres hermanos. Llegaron hasta Alicante, donde se refugiaron hasta 1939. Su padre, Salvador Triano Arias, era comercial. Su madre, María Simón de la Torre, se dedicaba a “sus labores”. Durante años, en su casa no se habló del tema. “Después lo he comprendido. Era una forma de protegernos a nosotros”.

Ya mayor, su madre le contó alguna vez las penurias que pasaron para alimentarle. “No me podían ni dar de comer. Mi madre me daba el pecho, pero del susto la leche se le secó”. “Y no te pusiste ni malo”, le recordaba ella a veces, orgullosa. Menos mal que en algún pueblo les dieron leche en polvo. Al llegar a Alicante se refugiaron en una cueva junto al castillo, hasta que encontraron una casa.  

Otros no corrieron la misma suerte. “Muchos murieron y tuvieron que dejarlos en las cunetas tapados con piedras”, recuerda Triano, que pide al menos el reconocimiento de lo que ocurrió. “Fue un crimen terrible y no debería quedar oculto. Pero están los herederos del fascismo, que son fascistas también. Parece mentira que se puedan cometer crímenes tan atroces y se fueran de rositas, y que algunos estén enterrados en las iglesias”.

Tiene una placa que le reconoce como superviviente de La Desbandá. “La tengo en primera fila”.

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