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Un, dos, papa y arroz
Cuando a los niñatos del baby boom nos hacían desfilar en los colegios, coreábamos, como si fuéramos marines a marcha cochinera, un recio y gastronómico estribillo: “Un, dos, papa y arroz”. Como la música militar nunca nos hizo levantar ni a Georges Brassens, ni a Paco Ibáñez ni a mí, cada vez que asisto a los desfiles marciales de cualquier fiesta patria imagino a la soldadesca e incluso a la cabra de la legión tarareando ese mismo mantra por las calles de Madrid, rompeolas de todas las Españas.
Ocurrió el 2 de mayo, cuando desposeída de los tres ejércitos por parte de la pérfida Margarita Robles al frente del ministerio de Defensa, la presidenta IDA tuvo que pasar revista a los bomberos y a los guripas locales. Siempre me pregunté por qué, en los fastos nacionales, sólo desfilaban los funcionarios de uniforme. Solían decirme que porque estaban más entrenados; como demuestran en nuestro estado laico, cada vez que tocan procesiones y los bravos legionarios no sólo ejercen de novios de la muerte sino del Cristo malagueño de la Buena Muerte, como los regulares se aprestan a escoltar al Ecce Homo, de Algeciras.
Siempre me hizo ilusión que se colaran entre los bravos artilleros los maestros de escuela o los ATS, pero, claro, sería difícil encontrarlos en Madrid para ponerlos en fila porque, con tanto recorte, probablemente no dieran para el Paseo de la Castellana sino, en todo caso, para Callao. Resulta igualmente singular, como suele restregar Nieves Concostrina, que el 2 de mayo se le rinda homenaje al Ejército, cuando permaneció acuartelado y dejó, salvo excepciones honrosas pero excepcionales, que el pueblo plano se las entendiera con los dragones franceses y con los mamelucos.
Como no cabe más gente en el camarote de los hermanos Marx de los acontecimientos históricos, no se me ocurre, en cambio, cómo rendirle tributo a los trabajadores de Renfe o de Altadis que se las vieron y se las desearon la pasada madrugada para restablecer las conexiones ferroviarias tras el atentado que el ministro Oscar Puente estará a punto de atribuir al Grinch de la Feria de Sevilla
Después del gran apagón hubiera sido oportuno que la marcha la abriesen los electricistas, con sus monos de trabajo o sus viejas indumentarias de boy-scouts, para verse aplaudidos por la turbamulta, como si fueran sanitarios en tiempos de pandemia. Pero me temo que, antes, veríamos trotar por la Gran Via a la caballería de Santiago Abascal, con su reata de rambos que nunca hicieron la mili.
Como no cabe más gente en el camarote de los hermanos Marx de los acontecimientos históricos, no se me ocurre, en cambio, cómo rendirle tributo a los trabajadores de Renfe o de Altadis que se las vieron y se las desearon la pasada madrugada para restablecer las conexiones ferroviarias tras el atentado que el ministro Oscar Puente estará a punto de atribuir al Grinch de la Feria de Sevilla.
No vendría mal, en cualquier caso y ante el aluvión de acontecimientos, un esfuerzo de síntesis: ¿qué tal una formidable fiesta colectiva de moros y cristianos, a disputar entre técnicos de las catenarias y saboteadores perfectamente entrenados para joderle la marrana a los viajeros y al pérfido Gobierno de Salvador Allende, digo, de Pedro Sánchez?.
Echo de menos a Luis García Berlanga y a Rafael Azcona, aunque los telediarios supongan un buen sucedáneo de sus viejas películas, de aquellos tiempos en que, niños del desarrollismo, canturreásemos "un, dos, papa y arroz" como si nos estuvieran entrenando con suficiente margen para defender a Ucrania o a Polonia de los rusos. Tiempo al tiempo
A poder ser, tan magna celebración podría tener lugar en Paiporta, por ejemplo, con una falla en forma de volcán de La Palma y Carlos Mazón, presidente valenciano, fumando puros y vendiendo turrones con un megáfono de feria. Y el oso perjudicado de la cabalgata gaditana de los Reyes Magos, ahogándose en una riada de incompetencia.
Ya sólo falta que José Sazatornil “Saza” logre que un ministro del Opus le compre la idea de imponer los porteros electrónicos por decreto ley. Hoy en día, nada me extrañaría que, como la naturaleza imita al arte, prospere la idea de exigir que se pongan alarmas en las VPO, sobre todo al precio que las ha establecido el Ayuntamiento de Sevilla.
Sí, lo confieso, echo de menos a Luis García Berlanga y a Rafael Azcona, aunque los telediarios supongan un buen sucedáneo de sus viejas películas, de aquellos tiempos en que, niños del desarrollismo, canturreásemos “un, dos, papa y arroz” como si nos estuvieran entrenando con suficiente margen para defender a Ucrania o a Polonia de los rusos. Tiempo al tiempo.