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Penúltima residencia

Dos ancianos paseando

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En estos días, por los respiraderos que deja la guerra en la programación, las redes y los periódicos, se ha colado una de esas noticias que son en apariencia carne de mentidero, pero que albergan en la reacción a la misma las opiniones más herrumbrosas de nuestro país. La noticia a la que hago referencia es la de que la gran Concha Velasco se ha ido a vivir a una residencia de ancianos. No han tardado en salir a degüello contra los hijos de la artista las hordas de desocupados moralistas, esas gentes que comienzan sus juicios sumarísimos con un “Lo que es yo…”, “Una buena hija jamás…”, “Opino de que…”, “El día que a mí…” y “Desde luego que es que…”. El resumen condenatorio es el que sigue: son malos hijos los de la actriz porque han llevado a su madre a una residencia.

Esta circunstancia, en apariencia anecdótica y alusiva al ámbito personal y familiar, encierra variadas e interesantes perspectivas. La más llamativa es quizá la de la ligereza y agresividad con la que cada vez más personas, custodias de una especie de verdad universal, pontifican sobre cualquier cosa y expían con virulencia las miserias propias sobre el reflejo que les llega de cualquiera. España es un país que en sus corrientes de opinión más tradicionales muestra reticencias a recurrir a las residencias de mayores. Hay quienes combaten el concepto en sí, como si acaso fuera malo, en vez de analizar las causas demográficas, económicas y sociales que las hacen tantas veces necesarias, y la casuística de cada persona y familia. Hay quienes combaten el concepto en sí en vez de exigir que tales residencias -las públicas las primeras- dispongan de plazas suficientes y reúnan las mejores condiciones. Aquí está el quid del asunto. La pandemia ha dejado en clara evidencia las deficiencias en la gestión y en la inspección de las residencias, y las evidentes desigualdades de un modelo altamente privatizado.

Educar en los cuidados, en el respeto a la libertad de decisión y en la reverencia a la vida y a la muerte no se lleva bien con la prisa y el culto a una vida hiperproductiva, ensimismada y consumista

Solemos decir, con razón, que vivimos en una sociedad que desprecia a sus mayores. Yo he visto tratar con displicencia a la abuela, y a yernos sobradísimos gritarles a suegros que les dan sesenta vueltas en decencia y sabiduría. Mala gente que camina. Y también he visto a personas que, acogidas a su estatus de anciana madre, despliegan chantajes emocionales insondables, o a padres juguetear en vida con la posible herencia como herramienta de control de sus vástagos, o a personas que alimentan la dependencia de la hija escogida para su futuro cuidado… La España más negra sabe bien de todas estas maneras y argucias. También, por supuesto, abundan los vínculos sanos y el respeto mutuo. Pero la prosperidad verdadera de una sociedad sucede cuando avanza en su mentalidad y se sensibiliza contra todo abuso, incluidos los emocionales. Aún nos falta trecho. Educar en los cuidados, en el respeto a la libertad de decisión y en la reverencia a la vida y a la muerte no se lleva bien con la prisa y el culto a una vida hiperproductiva, ensimismada y consumista.

Sé de la tranquilidad del amigo que acaba de ayudar a su anciano padre a mudarse a un cohousing. Sé de la señora que tiene clarísimo que quiere irse a una residencia cuando no pueda valerse por sí misma. Sé de mi abuela, a la que llevársela de su patio sería como arrancar una flor de una maceta. Sé del esfuerzo de sus hijos para pagar el sueldo de una cuidadora que pueda completar el servicio de ayuda a domicilio, que en muchos sitios ni está municipalizado. Sé de quien jamás recibe la visita de sus nietos. Sé de la jornalera a la que no le llega el jornal para pagar una residencia que le dé la suficiente confianza de que su madre, que sufre demencia, va a estar cuidada mientras ella está en la uva, en la naranja o en la aceituna.

Sé de la amiga que se ha tenido que quedar en el pueblo a cargo de sus padres, y de sus dos hermanos varones que siguen su vida porque saben que tradicionalmente se ha endosado esta misión no retribuida a las mujeres de la familia

Sé de la amiga que se ha tenido que quedar en el pueblo a cargo de sus padres, y de sus dos hermanos varones que siguen su vida porque saben que tradicionalmente se ha endosado esta misión no retribuida a las mujeres de la familia. Sé de jóvenes venidas de otros países más pobres en los que han dejado a sus hijos para trabajar en el cuidado de mayores. Sé que se trata de un trabajo altamente feminizado. Sé de ancianos que se sienten morir porque sus familiares no les dan la libertad de decidir dónde, cómo y con quién estar.

Y sobre todo sé que no hay plazas residenciales públicas para tantos mayores como hay. Según la OMS, se necesitan cinco plazas por cada 100 personas mayores de 65 años. Leo que para llegar a esa cifra necesitaríamos en España unas 75.000. También leo que los precios de las residencias de ancianos privadas rozan en Andalucía los 2.000 euros mensuales, y que nuestra comunidad no se encuentra entre las de mayor cobertura de plazas de financiación pública. Es hora de revisar de cabo a rabo el modelo de residencias y ayudas para personas mayores. Ello ha de pasar necesariamente por un cambio de mentalidad y por un sistema público que garantice a cualquier persona mayor, sea cual sea su renta y la de su familia, el derecho a una penúltima residencia digna. De lo contrario, qué mala vejez nos espera. Solo será buena para pocos. A ello habrá quien también se empeñe en llamarlo libertad.

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