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Pórtate bien y aprende

Muñecas expuestas en una juguetería. EFE/Ángel Díaz

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A los tres le regalaron la primera muñeca, un bebé regordete e hiperrealista con el que aprender a dispensar los cuidados aparentemente innatos que luego alguien le solicitará en nombre de la maternidad y la crianza. La imagino cambiándole los pañales, acunándola en el hueco de su brazo derecho –ea, ea, ea–, dándole el bibi ensimismada y propinándole suaves golpes en la espalda para extraerle el flato luego. “Vamos, hija, tú pórtate bien”, le decía su madre. La niña mecía la muñeca con el sigilo de la que esconde un secreto, el secreto impronunciable de no querer ser madre, de no querer ser esposa, de no querer ser princesa. A los tres, comenzó a aprender a querer. 

Los antiguos egipcios hacían sus muñecas con trozos de madera. Los japoneses con papel plegado. Los antiguos pobladores americanos con lana o tela. Los alemanes del siglo XIX con porcelana. Los esquimales con piel de foca. Mi abuela jugaba con una de cartón piedra. Mi madre, de trapo. Las mías, de plástico. 

A los seis, los siete quizás, pidió por Reyes una Barbie, a ver si aquel secreto de no querer ser cuidadora se esfumaba. Antes, tuvo que aprender a creer en los Reyes Magos, claro está. Tú pórtate bien que seguro que te la traen, le dijeron, y al poco tuvo entre sus manos a una joven con cien profesiones, una chica de goma soñando por primera vez con ser astronauta, presidenta, doctora, cirujana, con vivir sola, con conducir. Una joven con novio, con tres hermanas menores, con mascotas variadas. La cintura quebradiza, eso sí, pero de pechos firmes y piernas largas. A los siete miró por primera vez su cuerpo con extrañeza y sus ojos se llenaron de piedras. Alcanza esos 91-46-84 era el nuevo “Vamos, chica, pórtate bien”. A los seis, los siete quizás, aprendió a querer ser astronauta, presidenta, cirujana, a querer tener una cintura minúscula y las piernas eternas. 

A los ocho años tocaba la comunión y como premio por su prematura madurez, sus padres le regalaron un móvil y con él, el abismo a las redes sociales, a las plataformas pobladas de Barbies influencers en una realidad cada día más grumosa. Vamos, chiquilla, pórtate bien. Ella se portaba. A los ocho también aprendió. También se portó. Para entonces ya había probado los bikinis con relleno, las minifaldas de cuero y alguna media de rejilla. De esta forma, alcanzó en poco tiempo los 40.000 seguidores en TikTok haciendo lo que algunos llaman generación de contenido. Su madre recordaba a veces cuando de niña le cantaban Así lavaba, así, así y entonces se decía que mucho mejor esto, claro, mucho mejor otros pulgares hacia arriba que su cabeza inclinada hacia abajo.

A los nueve, se ilustró junto a miles de adolescentes en el arte del ‘skin care’. Mi niña, tan graciosa, qué artistaza, con lo mala estudiante que parecía ella, que era yo. Aprendió, pues.

Lo cierto es que esta escuela en la que aprobamos a fuerza de ponernos en fila india y repetir incansablemente la tabla de multiplicar, la construyeron otros. Nunca nosotros. Nosotros no

Con diez recita ya los mejores tratamientos faciales para cada tipo de piel. Le regalan su primera sesión en un salón de estética para menores: mascarillas faciales, tratamientos hidratantes y todo un rosario de marcas de la industria cosmética. Su madre observa el circo de bailes sensuales, morritos a cámara, poses sugerentes y maquillajes excesivos. Hay días en los que no sabe cómo sentirse. Otros, sencillamente, se pregunta cómo, cómo su hija de tan solo doce años conoce los entresijos de una preocupación estética sobre la que ella nunca supo, cómo se hace, cómo.

Una tarde la hija llega del instituto disgustada y se encierra en su cuarto. El padre no encuentra la forma de que le explique, de que le cuente cuál es el motivo de ese profundo disgusto que ya le dura varios días. Cuando finalmente sale de la habitación, le dice: “Delulu is the solulu”. En español, “autoengañarse es la solución” para conseguir lo que quieres en la vida. Para entonces ya hace algún tiempo que los padres sospechan que su hija está intentando enseñarles algo. A saber.

A los quince, quizás sean dieciséis, se enamora del guaperas del instituto que una noche de botellona le pregunta que por qué no se depila el pubis como las otras (él no usa la palabra pubis, claro; ella no indaga en esas “otras”, claro) y ya en la camilla, aguantando los tirones de la cera fría, se pregunta por qué siendo una chiquilla la querían vestida de adolescente y ahora le sacan lustre al cuerpo de niña. Recuerda entonces su primera muñeca y las piedras de los ojos se desplazan y le obstruyen la garganta cuando vislumbra que quizás la muñeca haya sido siempre ella. ¿Es eso posible? ¿Y qué sentido tiene aferrarse a una creencia que hará menos llevadera la vida?

Es más que probable que alguna de estas estampas le resulte familiar o la haya presenciado o la haya temido o le haya repugnado. Si no es así, tiene usted mucha suerte. Aprendo, aprendes, aprende. Aprendemos todos y decimos: “Hija, tú pórtate bien”. Luego, por cada lección, mil lamentos. Y afirmamos: lo cierto es que esta escuela en la que aprobamos a fuerza de ponernos en fila india y repetir incansablemente la tabla de multiplicar, la construyeron otros. Nunca nosotros. Nosotros no. Nosotros, como mucho, nos limitamos a amueblarla y darle, de tanto en tanto, una manita de pintura. Apuntalamos sus muros.

Y así, también, nosotros nos portamos.

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