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Vídeo dron

Vecino localizado orinando en una de las calles de Écija a vista de dron

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Leo: La policía local de Écija usa drones para pillar a quienes orinan en la calle. “Este fin de semana no te la juegues”, advierten en Twitter los municipales. Han echado a volar sobre las once torres a “nuestro dron, el EVA_01”, al que “no se le escapa una”. Muy alegórico, EVA a la caza de adanes que se la sacan al revolver una esquina para regar los quicios con sus meadas. 27 multas al canto en el fin de semana de Nochebuena y Navidad. Ilustran los datos con la publicación de un vídeo superbién editado, con su música así en plan tribal incluida, donde podemos disfrutar de unas imágenes a vista de pájaro del pueblo en fiestas y, en un callejón, un meón en el punto de mira, momentos antes de que la pestañí le eche el guante en un ¡Arriba las manos! ¡Y la bragueta!

Ya he escrito en alguna ocasión lo que pienso acerca de lo que denomino la comunidad de meantes, de esos hombres –aquí puedo aplicar a mis anchas la perspectiva de género- de cualquier edad, clase y nivel cultural, que no tienen ningún tipo de problema en abrirse la portañuela para desaguar mientras contemplan el claro luna, ni en fraguar y lanzar un colorido gargajo en las calles que transitamos. Miren a ver cuántas mujeres, jóvenes o maduras, han visto orinar en la vía pública, y si ello les ha llamado la atención, y cuántos hombres, tanto jóvenes como maduros, y si ello les ha parecido casi normal.

Comportamientos incívicos e insalubres, tan frecuentes en la actualidad como propios de otro siglo (como infestar las esquinas de orín, escupir o lanzar colillas y basura al suelo), no se erradican definitivamente con cámaras de vigilancia y multas, sino con educación, concienciación y urinarios públicos. Lo punitivo o sancionador como gran solución a todos los problemas, además de ser populista, fabrica sociedades muy chungas.

¿Hasta dónde es, no sólo legal, también legítimo y proporcionado, grabar y divulgar imágenes de personas en la vía pública?

En todo este asunto nos asalta la pregunta que iríamos mal si nos pasara totalmente desapercibida: ¿Hasta dónde es, no sólo legal, también legítimo y proporcionado, grabar y divulgar imágenes de personas en la vía pública? Repaso la ley orgánica 4/1997, de 4 de agosto, por la que se regula la utilización de videocámaras por las Fuerzas y Cuerpos de Seguridad en lugares públicos. En su artículo 6 habla de idoneidad (“exigirá la existencia de un razonable riesgo para la seguridad ciudadana”) y de intervención mínima (“la ponderación en cada caso entre la finalidad pretendida y la posible afectación por la utilización de la videocámara al derecho al honor, a la propia imagen y a la intimidad de las personas”). Sopesen ustedes mismos la respuesta. 

Me temo que, en nombre de la seguridad, el decoro, la limpieza, los negocios o la supuesta satisfacción de los propios deseos y necesidades, nos hemos acostumbrado a la vigilancia y el control llevado al límite. En lo público, pero también en lo privado e incluso lo íntimo. En algún momento le hemos dado a aceptar todo, porque la letra pequeña resulta prácticamente inexpugnable. Hemos dicho sí a todas las cámaras de vigilancia, y a todas las cookies. No hay opción: para continuar, es obligatorio permitir. Decir sí a que entren en la cámara, en la galería de imágenes, en la libreta de contactos, en la ubicación. Y ahora nos da la sensación de que no sabemos defendernos de ello. 

Lo que les falta por conocer a quienes nos vigilan ya se lo mostramos cada cual en las fotos íntimas que subimos

Por instantes, nos espantamos de haber pagado con la tarjeta unas cervezas y que, a continuación, nos salte en la red social un anuncio de la misma cerveza que hemos comprado. O de recibir un anuncio de un analgésico instantes después de contarle a tu madre por teléfono que te duele un poco la cabeza. O de que el Descubrimiento semanal de Spotify sepa lo que te gusta más que tu propia pareja. En la casa, el ojo sobre el dintel parece dormido. Es la cámara de vigilancia, instalada por voluntad propia, que confiamos en que sólo se active en el momento en que entran los ladrones. No hay alta torre que no caiga que esté siendo grabada en este preciso instante. La gran pregunta es: ¿Quién vigila al vigilante? Lo que les falta por conocer a quienes nos vigilan ya se lo mostramos cada cual en las fotos íntimas que subimos: es la extimidad, alcanzando cotas y filtros insospechados. “¿Quiere saber lo que ha hecho en el último mes?”, me pregunta el móvil. “Pero. ¿cuándo he activado yo la función de que me persiga?, me pregunto a mí misma. Y le digo, ”Venga, sí. Será divertido“. ”Retrocediendo en el tiempo…“, me responde la aplicación. Y tanto. 

Cuando, allá por 2014, el agitador cultural Jaime Gastalver vio pasar el coche de Google un jueves por El Jueves, por la metasevillana calle Feria, se bajó los pantalones hasta las rodillas y le ofreció la imagen de su majestuoso culo. Como él mismo declaró, no se trataba de una broma de sevillano; era un acto consciente, provocador y pasoliniano, de crítica a la absoluta falta de intimidad a la que estamos sometidos. Ante los ejemplos que antes mencionaba, siento que ya hemos cedido altas cotas de derechos y libertades fundamentales. Como si no importaran, como si acaso el cuerpo y los ánimos no lo notaran. En algún momento hemos aceptado esta derrota. No sabemos cuándo. La letra pequeña era demasiado pequeña. 

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