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Violencia contra la población asio-americana en Nueva York

Times Square

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Pensé que tal vez exageraba. Pero no. Solo hacía falta atar cabos. La profesora invitada de la Escuela de Derecho de Fordham, Julie Suk, que había aceptado amablemente aquel día mi invitación a presentar su próximo libro en el curso sobre Género y Derecho Constitucional que imparto este semestre en la Universidad de Nueva York, no volvería a casa en metro. Después de la clase y de nuestro almuerzo en uno de los restaurantitos del Village regresaría en taxi. Tenía miedo. De infectarse sí (son tiempos de pandemia) pero también de ser agredida. Lleva meses, me confesó, sin usar transporte público. Teme por ella. Teme por sus hijos.

Curiosamente, el libro del que nos habló After Misogyny: Law and Feminism in the Twenty First Century, abordará, según nos explicó en clase, los límites de la concepción formal de la igualdad; esa que cree que por tener ahora un sistema jurídico donde las discriminaciones abiertas y directas contra las mujeres han sido borradas, el patriarcado es un problema del pasado. Esa que exige especial intención para apreciar discriminación, sin hacerse eco de la evidencia de que no hace falta intención específica para simplemente permitir que las estructuras que condonan la explotación del trabajo reproductivo y de cuidados de las mujeres sigan perfectamente en pie, subordinándolas, sometiéndolas, dominándolas, colectivamente.

Ya no basta con levantar el dedo acusatorio frente a los que odian a las mujeres, o a los pretenden que las mujeres sigan estando jurídicamente subordinadas a los hombres. Pues ni lo uno ni lo otro permite visibilizar la responsabilidad de los muchos, que son todos, que siguen beneficiándose de forma parasítica de la explotación del trabajo de las mujeres, no reconocido ni remunerado, más allá de cualquier ánimo o intención individual. Este, avanzaba Suk, era el nuevo rostro de la misoginia en las democracias liberales avanzadas.

Durante el almuerzo la profesora Suk había compartido conmigo su determinación de abandonar Nueva York. El clima, decía, se había vuelto insufriblemente hostil

Bastó, sin embargo, el almuerzo que siguió a su clase para recordarme que la violencia y la misoginia de viejo corte -es decir, de los que odian- (y no solo de los que se aprovechan parasíticamente, de determinados grupos o colectivos, a los que esencializan con manidos estereotipos) sigue también viva, sin que el derecho haya logrado vencer la impunidad con la que a menudo se perpetra. Durante el almuerzo la profesora Suk había compartido conmigo su determinación de abandonar Nueva York. El clima, decía, se había vuelto insufriblemente hostil para quienes, como ella, emigrada a EEUU desde Corea del Sur en su tierna infancia junto a su hermana y sus padres, la población identifica de forma genérica como “asiática”.

Leo esta semana que van a procesar a un hombre al que la policía arrestó en Manhattan el mes pasado después de que en un solo día, y en solo tres horas, acosara y embistiera a puñetazos y codazos a siete mujeres asiáticas, entre los 19 y los 57 años de edad, sin más razón aparente, siendo el último de los ataques el ocurrido justamente en mi vecindario, entre la octava y Broadway, junto a la Universidad de Nueva York.

No se trata de incidentes aislados. Se van sumando y crean el clima de hostilidad y nutren el terror de las potenciales víctimas. Al mismo tiempo en Nueva York (en donde residen alrededor de 1,2 millones de personas de origen asiático, lo que equivale al 14% de la población y la ciudad en la que más ha aumentado la violencia contra esta población), crece el descontento porque este tipo de conducta sea raramente tildada de delito de odio, aunque en las leyes aparezcan las oportunas tipificaciones, en parte por la dificultad de probar el ánimo racial (no ayuda, desde luego, que a diferencia de lo que sucede con la esvástica nazi, el odio contra la comunidad asiática no haya hasta ahora desarrollado una simbología específica). Pero para la población que vive bajo sus amenazas, el fenómeno tiene un perfil racial neto aunque el derecho no cuente con instrumentos adecuados para reflejarlo.

Desde luego, Trump, lo del "virus chino" como el enemigo de la humanidad, el chistecito del "Kung Flu", ese que tan bien te encajaba en la agenda de "America first" te lo podrías haber ahorrado

En febrero del 2021 un hombre fue apuñalado por la espalda por un extraño en el barrio chino de la ciudad. Ya entonces el incidente se interpretó como un ejemplo más de la violencia racial que, desde los inicios de la pandemia, no ha dejado de aumentar (la plataforma Stop Asian American Pacific Islander -AAPI- Hate da la cifra de 2.800 actos de violencia y odio contra asio-americanos desde el inicio de la pandemia). Muchos líderes de la comunidad asio-americana de la ciudad pusieron entonces el grito en el cielo porque el incidente fuera tipificado como intento de asesinato pero no como delito de odio. Una frustración que se elevaría a nivel nacional cuando solo un mes después, en marzo del 2021, Robert Aaron Long, un hombre blanco, asesinó a tiros a seis mujeres de origen asiático en una cadena de spas en Atlanta suscitando debates en torno al tipo de estereotipos no solo racistas sino también sexistas (¿mujeres débiles, promiscuas, sometidas?) que estaría incitando este tipo de ataques.

Al decantarse por la opción del taxi, probablemente mi profesora invitada también tuviera en su subconsciente la muerte mucho más reciente de Michelle Go, empujada a las vías del metro en la zona de Time Square, en enero de este año, muestra de que el odio y la vulnerabilidad no se limitan a mujeres asociadas a determinadas profesiones. Desde luego, Trump, lo del “virus chino” como el enemigo de la humanidad, el chistecito del “Kung Flu”, ese que tan bien te encajaba en la agenda de “America first” te lo podrías haber ahorrado.

Veremos en qué queda la cosa cuando a fines de junio se aprueben las esperadas directivas con nuevos estándares destinados a tribunales de justicia, policía y fiscales en su labor de persecución de los delitos de odio

En todo caso, el debate está servido porque frente a quienes defienden la necesidad de que se rebajen los estándares de evidencia y se persigan más los delitos de odio racial, y se aumenten las penas y las medidas de control policial, se alzan las voces de quienes entienden que seguramente al final este tipo de políticas acabe cebándose de forma desproporcionada en otras comunidades, como la latina o la negra, que tienen menos posibilidades de defensa y más posibilidades de ser tildadas de violentas que la comunidad blanca, con lo que se aumentarían las tensiones raciales entre distintas comunidades.

Veremos en qué queda la cosa cuando a fines de junio se aprueben las esperadas directivas con nuevos estándares destinados a tribunales de justicia, policía y fiscales en su labor de persecución de los delitos de odio. Nada que ignore las causas que subyacen al bajo grado de denuncia de tales delitos logrará atajar el problema de raíz. Entre estas figuran los obstáculos de tipo lingüístico a la hora de denunciar, el miedo a que la denuncia acabe en un control sobre la legalidad del estatus migratorio del denunciante, el miedo a la represalia o, simplemente, el convencimiento de que meter en la cárcel a alguien de tu vecindario no resuelve un problema que más bien debiera abordarse desde programas educativos y enfoques comunitarios de tipo restaurativo que verdaderamente prioricen las necesidades de las víctimas y reflejen las dimensiones estructurales y colectivas de los prejuicios raciales. Rara vez estas causas profundas son las que se abordan desde el derecho punitivo que con frecuencia acaba convirtiéndose en un acto expresivo de valor meramente simbólico que, en el mejor de los casos, calma conciencias y, en el peor, alimenta el cinismo. Mientras, quienes se lo pueden permitir, siguen prefiriendo el taxi.

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