Durante años Sevilla ha tolerado que cientos de personas vivan y duerman en la calle sin garantizarles derechos básicos. Durante años ha carecido de una estrategia seria para erradicar el sinhogarismo, ha infradotado los recursos, se ha instalado en el asistencialismo y ha mirado hacia otro lado mientras la vivienda se convertía en un lujo inalcanzable para una parte creciente de la población. Ahora, cuando la pobreza ya no puede esconderse bajo las alfombras del centro turístico, se finge sorpresa. No estamos ante una novedad inquietante, sino ante la consecuencia lógica de un abandono institucional prolongado.
Nos preocupa que comiencen a proliferar relatos mediáticos que contribuyen a normalizar esta situación, desplazar responsabilidades políticas y, lo que es más grave, que sirva de coartada para preparar el terreno de nuevas medidas de exclusión, presentadas como inevitables o necesarias para preservar la “convivencia” o la “imagen de la ciudad”.
El reciente artículo publicado en Diario de Sevilla bajo el título “Los caídos al raso de Sevilla” es un ejemplo claro de este giro preocupante. Bajo una aparente mirada descriptiva, el titular y su entradilla construyen un marco profundamente peligroso. Presentan la presencia de personas sin hogar en el centro de la ciudad como una novedad inquietante, casi como una anomalía urbana creciente, cuando en realidad se trata de una realidad estructural, conocida y denunciada desde hace años por las entidades sociales. La única novedad es que son ya tantas que no pueden ocultarse con facilidad.
Nombrar como "indigentes" a las personas sin hogar las despoja de su condición de ciudadanas y de sujetos de derechos, reduciéndolas a un problema urbano
Resulta especialmente grave que el artículo anticipe el próximo conteo municipal desde el temor, hablando de un posible “repunte” y afirmando que este demostrará que “hay nuevas calles del centro que son tomadas cada noche”. Ese lenguaje no es neutro ni casual. Hablar de calles “tomadas” introduce deliberadamente un marco de ocupación y amenaza, propio del discurso securitario, como si estuviéramos ante un problema de orden público y no ante personas a las que se les ha negado el derecho más básico: tener un hogar. Y aunque se hable de sus derechos en el texto del artículo, la elección de la entrada no puede ser más desafortunada.
A ello se suma el uso reiterado del término “indigentes”, una palabra cargada de connotaciones históricas y sociales que deshumaniza, estigmatiza y expresa una forma clara de aporofobia. No es una cuestión semántica menor: nombrar así a las personas sin hogar las despoja de su condición de ciudadanas y de sujetos de derechos, reduciéndolas a un problema urbano. El lenguaje construye realidad, y cuando se habla de “indigentes” que “toman calles”, se legitima la idea de que el problema no es la exclusión social, sino su visibilidad.
Este marco discursivo conecta directamente con lo que venimos denunciando desde hace años: la violencia institucional que se expresa en la falta de políticas de vivienda, en la infradotación crónica de recursos, en las trabas al empadronamiento y en la tendencia a gestionar la pobreza como algo que hay que esconder, desplazar o contener en lugar de erradicarla desde los derechos. El miedo y la estigmatización sustituyen así la responsabilidad política.
Se ha consolidado una lógica de profunda injusticia: expulsar la pobreza del centro turístico y concentrarla en barrios ya empobrecidos, cargando sobre ellos el coste social de la exclusión
Desde hace lustros Sevilla ha carecido de una estrategia municipal seria contra el sinhogarismo. Los recursos han sido insuficientes, fragmentados y centrados en un modelo asistencialista que cronifica la exclusión. La vivienda pública ha brillado por su ausencia como eje central de la política social. Y, paralelamente, se ha consolidado una lógica de profunda injusticia: expulsar la pobreza del centro turístico y concentrarla en barrios ya empobrecidos, cargando sobre ellos el coste social de la exclusión.
En este contexto, la ausencia de datos públicos rigurosos durante años por parte del Ayuntamiento de Sevilla no es casualidad, sino una forma de gobernar sin rendir cuentas. Es relevante que el anuncio de un nuevo conteo llegue solo después de las denuncias públicas realizadas por los colectivos sociales, coincidiendo con fechas tan significativas como el Día de las Personas Sin Hogar y el Día Internacional de los Derechos Humanos. No se trata de iniciativa política, sino de reacción tardía ante la presión social.
Que ahora se pretenda presentar ese conteo como un gesto de diligencia resulta difícil de sostener cuando Sevilla llevaba años sin datos públicos y rigurosos actualizados, mientras que desde entidades como APDHA, Cáritas u HOGAR SÍ advertíamos reiteradamente de un aumento sostenido de personas viviendo en la calle.
Sin embargo, la política de parches, invisibilización y gestión punitivista del sinhogarismo no es una excepción sevillana, sino una práctica extendida en el resto de Andalucía y en buena parte del Estado. Las consecuencias de este abandono institucional no son abstractas. Un ejemplo concreto podemos verlo en Granada, donde, desde el año pasado, 14 personas sin hogar han fallecido mientras dormían en la calle, recordándonos de forma brutal que el sinhogarismo no es solo exclusión, sino también riesgo vital. Cuando las instituciones normalizan que alguien viva a la intemperie, también normalizan que se pueda morir en ella.
Frente a la narrativa del miedo y de la criminalización de la pobreza, reclamamos políticas de dignidad
Los datos que manejamos son, además, alarmantes: más de 700 personas sin hogar, centenares durmiendo en la calle cada noche, recursos estructurales insuficientes y saturados. Según el INE, una media diaria de 34.145 personas se alojó en centros de atención a personas sin hogar, un 57,5% más que en 2022 como refleja la Encuesta de Centros y Servicios de Atención a las Personas Sin Hogar 2024.
Existen alternativas conocidas y avaladas por la experiencia como el modelo Housing First, la vivienda pública en alquiler social, el empadronamiento sin trabas, la distribución equitativa de recursos por toda la ciudad, la remunicipalización de servicios y la participación real de las personas sin hogar en el diseño de las políticas que les afectan, porque frente a la narrativa del miedo y de la criminalización de la pobreza, reclamamos políticas de dignidad.
No hay nada “inquietante” en que el conteo vaya a mostrar más personas sin hogar. Lo inquietante es otra cosa, que llevemos años aceptando como normal lo que es una emergencia de derechos humanos. Y que, en lugar de hablar de vivienda, se hable de “indigentes”, en lugar de hablar de responsabilidades, se hable de “calles tomadas” y en lugar de políticas públicas, se ofrezca miedo.
Si Sevilla se mira al espejo después de Navidad, que no se engañe. Lo que verá no es un “repunte” inesperado, sino el resultado de decisiones políticas sostenidas en el tiempo. Porque una ciudad que convierte a las personas sin hogar en un problema de imagen para el centro, ya ha perdido el centro, el centro moral.