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Después del humo y el fuego del incendio
El fuego resulta muy escandaloso, además de fotogénico, pero por desgracia su capacidad para llamar la atención no bastará para que el día después de un incendio forestal se recapacite, de una vez y para siempre, sobre lo importante. Mi trabajo me ha llevado a muchos incendios forestales en activo, parajes a los que he vuelto años después para comprobar que la naturaleza mediterránea había hecho su trabajo y la vida regresaba, el bosque volvía a respirar, pero las actitudes no cambiaban el día después.
Tras el incendio de Moguer me temo que lo relevante seguirá sobrevolando Doñana en el futuro sin que llegue a posarse en las cabezas de los alcornoques humanos, especie que tanto abunda en cualquier espacio natural.
Habrá asociaciones económicas y políticas que digan que ya resulta inexcusable desdoblar en autovía la carretera a Matalascañas. Aunque haya atascos a lo sumo durante ocho fines de semana al año. He oído a alcaldes decir en reuniones oficiales que las muertes de personas por atropello en esa carretera se deben a que no es autovía, se deben a los linces... Porque, ay, una carretera resulta algo sólido, entendible como “progreso”, y muy electoral por tanto.
Como la ocupación de suelo forestal, de monte, para convertirlo en sembrados. Se ha realizado en esa comarca por las bravas, de madrugada a veces; unas máquinas aparecen y arrancan la vegetación, se monta deprisa una plantación, y listo. Amanece y ya ningún edil o gobernante se atreverá con ellos. Luego viene el pozo ilegal para regar. Y, finalmente, el acuerdo para legalizarlos –con foto–, lo cual será calificado como acto de justicia.
El día después del fuego seguirán algunos periódicos, y opinadores, azuzando la idea de que invertir en lince, en águilas, en esteparias, supone un despilfarro. Algunos periodistas amigos me han revelado que le explicaron a su redactor jefe que se trataba de dinero de la UE, llegado justo gracias al lince; que sin el animal no habría esa inversión; pero nada, el titular estaba dictado, se trataba de “política editorial”. La naturaleza como pelele.
Como cada año, en docenas de fechas –tradicionales o no– grupos de personas pasarán de fiesta por Doñana dejando un reguero de cristales en forma de botellín que algún organismo recogerá. Igual que ganaderos varios pedirán meter más ganado en Doñana “porque es tradición”. Se seguirá pensando que horadar el cauce del Guadalquivir hasta adulterarlo es progreso, en este caso naval. Se extraerá y almacenará gas. Se reclamará mayor densidad hotelera, fumigar contra los insectos, etc.
El fuego se apaga, el humo escapa, la lluvia empapa, pero la avariciosa tontez permanece el día después.
El incendio de Moguer, aún crepitante, ofrece una gran oportunidad (otra) para entender lo importante.
Doñana, la naturaleza andaluza en general, sostiene –como la cultura o la industria agroalimentaria– a sectores económicos inamovibles, no deslocalizables desde Andalucía a otros países. Resulta, por tanto, estratégica.
Sin embargo, la crisis económica ha conllevado una total relajación sobre las precauciones ambientales, tanto de muchos gobiernos (sobre todo locales) como de quienes los ponen: los votantes.
La fuerza de Doñana reside en su condición de absoluta superviviente. En la posguerra, al avance de los eucaliptos y el arroz; luego, al turismo y las carreteras; a la fresa y al saqueo del agua; y ahora debe lidiar con el cambio climático, en realidad resumen de un siglo de desmanes ambientales. Una historia memorable que nos pone frente al espejo, mostrando una imagen como pueblo que no nos gusta ver.
Este incendio no tiene capacidad de acabar con Doñana, ni de lejos. Pero ilumina la importancia de la vieja dama de nuestro patrimonio natural. Se trata de su capacidad para generar ciencia y desarrollo sostenible; belleza e historia; orgullo. Y sobre todo, se trata de la decisión ética a la que nos reta –pensar en nosotros, pensar en nuestros descendientes- y existencial: vida, o lo contrario.
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