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La meritocracia no puede justificar la desigualdad

Catedrático de Universidad en el Departamento de Lenguajes y Sistemas Informáticos de la Universidad de Sevilla
A menudo el nivel de ingresos de los padres pesa más que las capacidades de los hijos.

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En las últimas décadas, la mayoría de los países desarrollados ha experimentado una creciente desigualdad de ingresos que plantea interrogantes sobre la meritocracia y la movilidad social. La meritocracia, término tan extendido hoy, argumenta que las desigualdades son el resultado de nuestros méritos y nuestros esfuerzos individuales y que por lo tanto si la distribución de los méritos y esfuerzos es muy desigual, lo esperable es que también lo sea la distribución de ingresos.

Pero al mismo tiempo que las desigualdades han aumentado, el ideal de que el éxito económico y social se basa únicamente en los logros y méritos personales ha ido, lentamente, desvaneciéndose. El ascensor social que parecía imparable en la España de los años 80 parece haberse detenido. Pero aunque eso parece evidente, la meritocracia, como ideología, se sigue considerando, incluso por los sectores progresistas, como elemento justificador de la desigualdad. Los partidos políticos progresistas no han llegado a asimilar que sólo con el mérito y esfuerzo individual no es suficiente para alcanzar una buena posición económica. Este hecho creo que está en la base del alejamiento de los partidos progresistas de amplias capas de jóvenes. Alejamiento que se manifiesta en muchos casos mediante la abstención. Al asumir la meritocracia como justificación de la desigualdad los partidos progresistas han abandonado su electorado tradicional, los sectores más desfavorecidos, y se han dirigido, para sobrevivir, a un votante más formado. La izquierda se ha convertido en una Izquierda Brahmánica, según el término acuñado por el economista francés Thomas Piketty en Clase e ideología para referirse a las preferencias electorales de la élite intelectual de izquierda.

Pero por mucho que se venga insistiendo en ello desde la década de 1980, el mito meritocrático es problemático porque el éxito económico y social no se consiguen sólo o primordialmente con el esfuerzo. El mérito es un producto que amalgama, en cantidades variables, dos ingredientes: las capacidades y el esfuerzo. Las capacidades se suelen asociar en las sociedades del conocimiento como la nuestra, a la posesión de un título universitario que certifique que poseemos las habilidades más demandadas por el mercado. Obtener un título universitario se ha convertido en una carrera estresante para los jóvenes.

El esfuerzo, siempre necesario y valorable, explica sólo una parte de las desigualdades actuales. Gran parte de ellas se deben a circunstancias que escapan al control individual: las circunstancias debidas a la lotería social –renta y nivel educativo de los padres, geografía, clase social, etc.– y las derivadas de la lotería natural –nacer con una discapacidad, tener gran capacidad intelectual, control de impulsos, etc.–.

Lo que estamos comentando está siendo estudiado muy extensivamente en los últimos años. El informe Derribando el dique de la meritocracia ofrece datos reveladores. En el primer gráfico, obtenido del informe, se muestra la relación entre el ingreso parental y el ingreso medio alcanzado por sus hijos (por género). La muestra representa a padres cuyos hijos nacieron entre 1980 y 1990 cuyo ingreso como adultos se observa cuando tienen entre 30 y 36 años. La conclusión: los ricos son hijos mayoritariamente de padres ricos

El segundo gráfico, sacado del mismo informe, muestra cómo de fácil es acabar en la élite económica. La muestra representa padres cuyos hijos nacieron entre 1980 y 1990 cuyo ingreso como adultos se observa cuando tienen entre 30 y 36 años. La conclusión también es relevante: acceder a la élite económica, el 1% más rico, es prácticamente imposible si los padres no estaban en ese nivel.

El tercer gráfico tomado de Meritocracia y educación: movilidad social e igualdad de oportunidades pone el foco en los datos de Matemáticas de PISA 2018. En concreto las probabilidad de alcanzar el nivel PL3 de competencia matemática según la situación económica. Como se ve, las diferencias entre los diferentes sectores sociales son muy importantes.

Por ejemplo, en el caso del alumnado socioeconómicamente desaventajado solo lo consigue el 31,6 %, mientras que lo hace el 73,2 % de quienes tienen las condiciones económicas más favorables. Esto se traduce en que los segundos tienen 2,32 veces más probabilidades que los primeros en alcanzar los niveles básicos en la competencia matemática. Dicho de otra manera, tienen un 51 % más de probabilidades de obtener el nivel.

A la hora de hablar de igualdad de oportunidades y de meritocracia en España resulta esencial incluir en el análisis el acceso a la función pública, particularmente el acceso a los grandes cuerpos, como pueden ser la judicatura, la abogacía del Estado, los técnicos comerciales, el cuerpo diplomático o la administración civil del Estado.

Resulta evidente que solo aquellos estudiantes que tienen la suerte de poder ser mantenidos por sus familias pueden pagar el coste de entrada de completar un proceso de oposición que suele llevar entre tres y siete años. Las desigualdades se reproducen a través del acceso a la función pública: el alto coste económico que requiere el proceso y la falta de información excluyen del proceso a aquellos estudiantes de origen humilde.

En nuestras sociedades contemporáneas los ganadores justifican sus privilegios con el argumento de que los han ganado a fuerza de trabajar duro; en las aulas primero, estudiando mucho, y en la oficina después, entrando muy pronto y saliendo muy tarde.

Pero como muestran los datos el relato meritocrático es eso, un relato, una narrativa, un mito moderno que ha impregnado nuestra sociedad de tal manera que cuesta concebir una alternativa que rechace esta forma de justificar las desigualdades y, con ello, los privilegios de los ganadores de la meritocracia. Desgraciadamente muchos sectores progresistas asumen ese marco ideológico y con ello justifican las desigualdades crecientes, pero provocan un alejamiento de los perdedores: los que no han ido a la universidad, los que se han quedado en los pueblos, etc. Asumen este marco ideológico al escoger mayoritariamente a sus representantes políticos entre los ganadores: funcionarios, universitarios, etc. Un buen político lo es en la medida que defiende los intereses de sus electores y no por tener un título. Hay que recuperar ese ideal.

Como muestran los datos el relato meritocrático es eso, un relato, una narrativa, un mito moderno que ha impregnado nuestra sociedad de tal manera que cuesta concebir una alternativa que rechace esta forma de justificar las desigualdades

Desde el punto de vista práctico institucional, el Estado juega un papel fundamental, al ser el único que puede asegurar la igualdad de oportunidades de manera eficaz. Las propuestas progresistas tienen que abordar está problemática de forma decidida si quieren recuperar parte de sus votantes perdidos. Hay que seguir exigiendo el fortalecimiento de la sanidad pública, la enseñanza pública, la atención a la dependencia, etc. Pero hay que ir más adelante.

Cada vez más estudios recientes muestran que un porcentaje alto de la desigualdad de riqueza en España viene explicado por las herencias, es decir, por factores exógenos al mérito del individuo y su transmisión no depende del talento o el esfuerzo de quien la recibe. Establecer un impuesto de sucesiones, en cuyos detalles no entramos aquí, que regule de manera efectiva esta cuestión es de importancia vital.

Una excesiva concentración de la riqueza tiene efectos directos sobre la participación política, el crecimiento económico o la cohesión social. Establecer de un impuesto progresivo sobre el patrimonio, en cuyos detalles no entramos aquí, es de nuevo esencial y esto se debe complementar con propuestas como la renta básica universal, el impuesto negativo sobre la renta, los complementos salariales o la herencia universal.

En lo relativo al acceso al alto funcionariado, urge plantear una reforma del acceso a la Administración General del Estado, y a la Función Pública en general, que permita la entrada de sectores menos privilegiados: becas públicas para opositores basadas en la necesidad y en el mérito, financiación de academias en comunidades autónomas infrarrepresentadas en la alta Administración Pública, etc.

Vivir en una sociedad desigual es malo, sobre todo si uno es pobre. Pero peor aún es vivir en una sociedad desigual que no reconoce que la desigualdad es un problema

La meritocracia, por otra parte, argumenta la necesidad de la igualdad de oportunidades para alcanzar una buen situación económica. Pero esto depende de que existan oportunidades laborales que recompensen el esfuerzo de los ciudadanos. Si apenas hay empleos que ofrezcan un salario y unas condiciones de trabajo decentes, entonces, por mucho que las pocas personas que accediesen a ellos lo hicieran por méritos y capacidad, estaríamos dejando de lado a muchas personas que también merecerían tener empleos igualmente decentes. El esfuerzo de esas personas que quedan fuera no se vería recompensado por la razón de que no hay empleos decentes para todas las personas que los merecen, debido a la sobreabundancia de trabajos que se realizan en condiciones precarias y pagan salarios de miseria. Dado que cada vez es menos probable que el mercado de trabajo recompense nuestro esfuerzo, porque cada vez hay menos empleos decentes, el Estado no puede limitarse a compensar ex post a los perdedores. El Estado debe tener un rol más activo en la promoción de la igualdad de oportunidades adoptando políticas que promuevan la creación de empleos decentes.

Vivir en una sociedad desigual es malo, sobre todo si uno es pobre. Pero peor aún es vivir en una sociedad desigual que no reconoce que la desigualdad es un problema. Una sociedad que, por ejemplo, ha erigido un dique ético-filosófico para justificar las amplias desigualdades que cobija. Los movimientos progresistas deben enarbolar la bandera de la lucha contra la desigualdad y desenmascarar el mito meritocrático para avanzar hacia una sociedad más justa.

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