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Pasos (permanentemente) a la calle: contradicciones de la sobremodernidad en Sevilla

Foto de Felipe Rodríguez

Rufino Acosta

Profesor de Antropología Social de la Universidad de Sevilla —
13 de febrero de 2024 19:42 h

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De un tiempo a esta parte, pero sobre todo tras la pandemia de la COVID19, asistimos en Sevilla a una profusión y extensión de acontecimientos que tienen que ver con lo cofrade en general y con la Semana Santa en particular. Es lo que algunos han dado en llamar la marea morada. No se trata ya solamente de que este universo sea omnipresente a lo largo de todo el año, algo que es una constante de la historia reciente de la ciudad, que le da vida, esencia y color, que la hace única. Lo novedoso es que rituales que toman como referencia la Semana de Pasión van invadiendo el calendario, hacia atrás y hacia adelante.

La propia Semana Santa se ha densificado en cuando a desfiles procesionales, con incorporación de nuevas cofradías que salen en los días de esa Semana, pero también en la anterior, desde el Viernes de Dolores. Este año pasado hemos tenido además una Magna del Santo Entierro y a ello se añade un hecho cada vez más frecuente, las salidas extraordinarias de imágenes de hermandes de penitencia, a lo que se suma el resurgir de los cultos internos y externos de las cofradías de gloria y sacramentales, de tal manera que lo extraordinario es ahora lo habitual, no importa de qué mes se trate.

Por su contigüidad, se puede decir que la Semana Santa empieza con la Cuaresma, si tenemos en cuenta la cantidad y la magnitud de los actos preparatorios que proliferan. Pero para mí lo más llamativo de todo es la ruptura de la propia lógica del calendario litúrgico, pues las imágenes relacionadas con la Semana Santa están invadiendo claramente la Navidad. Si bien en los últimos años veíamos en las iglesias cómo las figuras de algunos nacimientos iban adquiriendo mayor tamaño y acercándose a las dimensiones de las procesionales, las alarmas me saltaron estrepitosamente cuando vi cómo el Belén de la Hermandad del Valle lo formaban imágenes secundarias de las cofradías, incluso con un San Jerónimo penitente, en un chirriante spoiler, levantando un crucifijo. Para más inri, y nunca mejor dicho, la música de fondo era una suerte de villancico en el que se decía que los armaos de la Macarena, fuerza de reemplazo de los soldados de Herodes, iban a adorar al niño.

Unos tiempos recios de desubicación personal y colectiva, cambio vertiginoso, licuación de estructuras antes firmes y necesidad de anclaje y búsqueda de un norte en este maremágnum de la sobremodernidad

Más allá de lo que todo este descoloque o reubicación afecte a mi sensibilidad religiosa, lo que me interesa del asunto es lo que tiene de síntoma de una época. Quiero reflexionar sobre cómo los referentes culturales de un lugar se enfatizan, a veces hasta el paroxismo, como respuesta a un contexto de constante cambio. Creo que lo que hace que ese énfasis de la pulsión y pasión por lo propio desemboque en frenesí es un mecanismo con un doble perfil. En efecto, por un lado, tenemos un alineamiento con las lógicas de la economía informacional global, pero por otro vemos una clara reafirmación local frente a la globalización. Todo eso sucede en unos tiempos recios de desubicación personal y colectiva, cambio vertiginoso, licuación de estructuras antes firmes y necesidad de anclaje y búsqueda de un norte en este maremágnum de la sobremodernidad.

En efecto, vivimos en una sociedad líquida, en términos de Bauman, en la que nada permanece, todo es efímero, obsolescente. Es una época histórica de transformación tecnológica constante y destrucción creativa, de innovación digital vertiginosa, de provisionalidad, que toma su forma más clara en estar/pasar de moda, en descualificación y necesidad de recualificación contante. La crisis ya no es tiempo de cambio o colapso entre dos periodos de estabilidad de los sistemas o procesos, sino que parece ser lo único permanente, como nos muestran la crisis financiera del 2008, la pandemia, la guerra de Ucrania, la de Gaza y lo que me malicio que esté pronto por venir. Los cambios productivos, la volatilidad, flexibilidad y desregulación en el empleo son el pan nuestro de cada día. La movilidad geográfica y funcional marcan la pauta en el trabajo y en el sitio de residencia de la gente, cada vez más desplazada de sus lugares de origen. Lo efímero afecta también a la política, con partidos o movimientos que surgen de súbito y de súbito se desinflan. Qué difícil resulta incluso saberse la alineación de un equipo de fútbol de un año para otro o, incluso, de un partido para otro, con el paroxismo de partidos, competiciones y retransmisiones, con rotaciones y con traspasos de jugadores que cambian de equipo cada temporada o en el mercado de invierno.

Las personas se ven desarmadas ante fuerzas que las desbordan, vulnerables ante a la falta de lazos y estructuras que las amparen, pues lo colectivo, lo común va siendo cada vez más desbordado por el individualismo, que se disfraza muchas veces de personalización, de libertad, sobre todo para consumir. En ese sentido, el propio Bauman señalaba cómo el triunfo del tatuaje tiene que ver con esa necesidad de construir y exhibir algo permanente pero elegido por uno mismo frente al maremoto de lo cambiante y al deseo de huir de todo lo que sea impuesto. Las afinidades electivas serían el (utópico) ideal de nuestro tiempo.

La economía informacional global ha requerido de la supresión del espacio y del tiempo clásicos. El espacio de los lugares ha sido derrotado por el de los flujos y por el desplazamiento continuo entre lugares gracias a las tecnologías de la comunicación y del transporte. Toda transacción puede hacerse en tiempo real, online y desde cualquier lugar del mundo. El dinero nunca duerme, ni el consumo o el entretenimiento. Incluso los horarios comerciales de las tiendas se extienden a lo largo del día y de la semana. Es un universo afterhours. Nada puede esperar. Ana Iris Simón daba cuenta de este nuevo mundo en su libro Feria. Como nieta de feriantes sabía bien que los regalos y las diversiones tenían su momento, y había que esperarlo y saberlo esperar, cosa que cada vez resulta más difícil para las generaciones más jóvenes.

Ante la amenaza que supone la globalización para las culturas locales y las identidades colectivas, la Semana Santa ofrece a Sevilla un modelo de referencia, estable y canónico, con el que exorcizar los demonios de la contemporaneidad

En este contexto de cambio y falta de referencias, de ausencia de anclajes personales y colectivos, es en el que creo que puede explicarse el furor cofrade. Ante el vértigo de lo cambiante, ante la amenaza que supone la globalización para las culturas locales y las identidades colectivas, la Semana Santa ofrece a Sevilla un modelo de referencia, estable y canónico, con el que exorcizar los demonios de la contemporaneidad. Y no es extraño que todo ello se haya disparado, como una suerte de revancha festiva, tras la pandemia, que castigó con dos años de privación de un ritual tan fundamental para nosotros, que mostró el peligro de un mundo antes inimaginable, imposible, apocalíptico, distópico: sin pasos en la calle.

En efecto, la Semana Santa es un hecho social total, un referente cultural colectivo y muy propio, que, por su dimensión estética, de disfrute y también de sociabilidad, permite a la vez el placer y la expresión identitaria, deja constancia clara de una manera de estar en el mundo. Por otra parte, lo hace con el poder de trascendencia, tanto en la dimensión religiosa como en la puramente de ir más allá de lo personal, que tienen los rituales, de conexión con los trascendente pero también con los demás, con la colectividad. En este sentido, y desde una perspectiva optimista, Mafessoli plantea que ciertos eventos de la posmodernidad, como acontecimientos de masas y fiestas juveniles, son una manera de recobrar la dimensión colectiva, de que el yo se funda en lo social. Es por eso por lo que rescata y revindica para ellos el concepto griego de orgué, que refiere a una emoción colectiva.

Para acotar nuestro caso, tomo como referente a Rappaport, que define el ritual como “ejecución de secuencias más o menos invariables de actos formales y de expresiones no completamente codificados por quienes los ejecutan”. Se trata por tanto de la repetición de un canon que viene establecido desde fuera, de la tradición, no dependen de la libre elección, de la modificación constante en su base fundamental, aunque sea susceptible de cambio con los tiempos. Esas transformaciones en el ritual lo comprobamos en el propio fenómeno expansivo que estamos considerando, en las modificaciones constante que introducen las priostías, incluso en el afán de personalización y singularización en cada hermandad, en los cultos internos, en el exorno o la música, pero se mantienen firmes los pilares fundamentales de la estructura ritual básica de los desfiles procesionales.

Todo ritual supone una sumisión, un asentimiento voluntario a unas normas externas pero constantes, inmutables. Conforman también una semantización y un control sobre el tiempo y el espacio. Los lugares sagrados ordenan el resto de los espacios, son ejes del mundo y del cosmos. El tiempo sagrado, marcado por las festividades religiosas, ordena igualmente el tiempo profano. Frente al tiempo lineal que inevitablemente conduce a la destrucción y la muerte, el sagrado es cíclico, es un eterno retorno a un momento original y excepcional, en nuestro caso al nacimiento de Cristo en la Navidad o a su triunfo sobre la muerte con la Resurrección, por cierto, poco exaltada en Sevilla. Los momentos de la celebración de los ritos son por tanto momentos excepcionales, en espacios excepcionales o convertidos en ello para la ocasión, y únicos en el tiempo, se separan de la cotidianeidad y sus rutinas.

Mi amigo Felipe Rodríguez identifica la lógica de la profusión de rituales religiosos en Sevilla como aquella de un mundo gobernado por los niños, con chucherías, regalos, hamburguesas y pizzas a cualquier hora del día porque es lo que más les gusta

Por todo lo que acabamos de decir, asistimos a un fenómeno paradójico pues si, por una parte, la multiplicación y el énfasis en rituales que repiten o se asocian de alguna manera a la Semana Santa cumplen una función psicológica y social gratificante, por otra parte, van contra el propio sentido del ritual, el del tiempo excepcional. Si lo excepcional se convierte en constante y rutinario, deja de ser extraordinario, pierde su sacralidad, y puede morir de éxito. Si los pasos salen a la calle de manera excepcional de forma continua, si elementos de estos se inmiscuyen en otros tiempos sagrados, si la Semana Santa invade el tiempo ordinario, hiere de muerte la lógica de la sacralidad. El desconcierto que conjura por un lado lo multiplica por el otro. Este fenómeno se pliega a los procesos de estandarización de la economía y la cultura de la sobremodernidad y a la vez se resiste a ellos. La expansión de lo cofrade en toda época del año responde a la misma lógica que la abolición del tiempo en las prácticas 24/7, de consumo a todas horas y todos los días, características de la economía informacional global, pero lo hace como reivindicación de un complejo cultural local, muy propio.

Como antropólogo no puedo por menos que acordarme de otros casos de paroxismos rituales en tiempo de desconcierto y/o de identidades amenazadas por causas diversas, como los cultos de cargo en Melanesia, la erección incesante de moais en la Isla de Pascua o los potlaches destructivos entre los kwakiult del noroeste de América. Todos ellos fueron trompetas del ocaso, señales que presagiaron el colapso de universo cultural. En nuestro caso concreto, cómo acabe todo esto sólo el tiempo, precisamente, lo dirá, pero conviene reflexionar sobre los fundamentos y los límites de los universos culturales. La satisfacción omnímoda de los deseos, el acceso afterhours a los placeres, puede tener consecuencias indeseadas. Nos sitúa ante la paradoja de la expansión hedonista de la emoción, personal y colectiva, de la orgué de la que hablamos antes, a la vez que nos enfrenta a los límites, a las condiciones de (im)posibilidad de la fiesta perpetua. Mi amigo Felipe Rodríguez identifica la lógica de la profusión de rituales religiosos en Sevilla como aquella de un mundo gobernado por los niños, con chucherías, regalos, hamburguesas y pizzas a cualquier hora del día porque es lo que más les gusta. Aunque sea evidentemente una boutade, una exageración caricaturesca, la caricatura y la parodia siempre sirven para identificar los rasgos más llamativos de las gentes y las cosas y nos ayudan vernos y a entendernos, en lo personal y en lo colectivo. Quizás habría que plantearse si se debe ir más allá de esto a lo que hemos llegado o conviene ir poniendo pie en pared, precisamente para garantizar que perdure algo tan fundamental y definitorio de Sevilla.

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