El dolor de evitar el dolor
El fin de semana del 21 y 22 de mayo se cerró la temporada del Teatro Central de Sevilla. Una temporada que, pese a las dificultades presupuestarias, sigue manteniendo un altísimo nivel de calidad y un compromiso con la danza y el teatro de nuestro presente. Entre los regalos que la programación me ha hecho como espectador, que me han dado felicidad y me han hecho repensar y resentir, se me vienen ahora a la memoria La clausura del amor de Pascal Lambert en la que Bárbara Lenni e Israel Elejalde se enfrascaban en un cuerpo a cuerpo atroz y revelador sobre las miserias y el dolor de una relación que se termina; Cuando deje de llover de Andrew Bovell señalaba la herida que late en el centro de toda familia, una herida que dicta sin saberlo nuestros pasos y con la que, antes o después, hay que enfrentarse para que no tiranice nuestro destino; y el Edipo rey de Alfredo Sanzol, una versión sobria e impecable de la tragedia ateniense en la que se respiraba la violencia sorda e inexorable de los encuentros familiares. Caso aparte, y que fue objeto de reseña anterior en este diario, es el Mount Olympus de Jan Fabre.
La temporada se cierra, precisamente, con otro espectáculo de Sanzol: La respiración. Y, con ella, el póker temático de espectáculos que, a cada cual le mueve lo que le mueve, me han conmovido. La familia, desde su núcleo básico -la pareja- hasta ese entramado de nuestro linaje que nos recorre y nos conforma son el asunto común de las cuatro piezas. De hecho, una de las primeras cosas que nos dice la protagonista de la función, Nagore, es que quiere tener una familia. Hace un año, su pareja la abandonó y, desde entonces, siente que no la tiene. En su deriva vital, Nagore se deja conducir por su madre y emprende actividades “terapeúticas” para cuidar su alma herida: yoga, gimnasia, masajes. Con la desesperación de “una náufraga en su propia cama”, vemos a esa mujer rota aferrarse a lo que sea con tal de no estar sola; porque “más vale mal acompañada”. Y en esos encuentros se ve inmersa en un microcosmos de relaciones humanas que la desconcertarán y, sin embargo, serán el hilo que la vaya rescatando de su dolor. Porque, a veces, de las situaciones absurdas y terribles a las que nos enfrentamos, sólo salimos aceptando ese absurdo, poniéndonos de su lado, dejándonos acariciar por él.
Cosas del amor y del dolor
El espacio escénico representa el salón de una casa: sofá, sillas y una mesa. Dos paredes de madera dejan a la derecha del espectador un pasillo que es línea de fuga al resto de la casa y al resto de la vida. Ese único lugar se transforma en todos los lugares en que se va desarrollando la acción. Del mismo modo el tiempo de la ficción fluye y salta con naturalidad. Se diría que estamos ante un traje sin costuras, lo que parece fácil a simple vista, pero que encierra un virtuosismo en la composición y el manejo de los recursos teatrales al alcance de pocos. Del mismo modo, como viene siendo habitual en las últimas obras del autor, fantasía y realidad se entrelazan sin dejar claro cuál es el límite entre una y otra. Y es en ese ir y venir de la realidad a la fantasía en el que la protagonista, una Nuria Mencía sobresaliente, va muy lentamente recomponiéndose y volviendo a confiar en la vida.
El resto de los personajes son la propia madre de Nagore y una familia estrafalaria y entrañable: un profesor de yoga; su hermano, fisioterapeuta al que su pareja dejó también hace poco; el hijo del primero, entrenador personal, y su novia, recién licenciada en derecho. El elenco al completo dibuja unos personajes que, como la propia función, pasan del vodevil al drama con soltura y verdad. Me gustó especialmente Gloria Muñoz en el papel de la madre de Nagore, por su capacidad de contarnos mucho con lo mínimo y ese tono liviano que es la marca de las grandes actrices en la comedia. Y no quiero dejar de reseñar un breve momento en que Nuria Mencía se retira a un lateral de la escena y suspira en busca de aire y llora. El desamparo que nos deja ver en ese momento, tan humano, tan real, no se me olvidará fácilmente.
La respiración nos muestra el dolor de una separación y, a través de los ojos, la voz y el cuerpo de esa mujer, nos hace pensar sobre ese asunto, el amor. Su capacidad de hacernos tocar el cielo, pero también de arrasar nuestra vida y robarnos el sueño, la alegría y hasta no dejarnos respirar. Cuando algo duele, y duele tanto como puede doler el amor, nos afanamos en buscar una solución para no volver a pasar por ahí, para recuperarnos antes; cuestionamos el concepto del amor romántico y lo hacemos único responsable de lo que pasa. Y algo de eso hay en esta obra, que se asoma a otras formas de sentir más abiertas y menos excluyentes. Pero no hay respuestas. Como dijo Gloria Muñoz en la charla posterior a la función, esa apertura es la versión revisada del amor libre del mayo del 68, que también dejó muchas víctimas en su camino. Víctimas con el corazón roto, como Nagore, como todos nosotros de vez en cuando, porque “cuando te enamoras, te la juegas”. ¿Entonces? La obra, como la vida, no da una respuesta porque no hay fórmulas para evitar el dolor; quizá sólo podemos evitar el dolor de intentar evitar el dolor.