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Vendrá la vida y tendrá los ojos de Cleopatra

Requiem para L en el Teatro Central

David Montero

Viernes,  25 de enero

20.30 h Salgo de casa de mi madre y voy para el Teatro Central.

20.45 h Estoy llegando. P me saluda con la mano desde la puerta. He visto a P tres veces o cuatro, casi siempre de noche, pero me acuerdo perfectamente de ella. He pasado a ver a mi madre antes del teatro para llevarle su regalo tardío de Reyes: un chaquetón rojo “que pese muy poco y abrigue mucho” (son sus instrucciones, que ya no puede decir pero yo intuyo). El chaquetón no le ha gustado porque la hace ancha. Mi madre tiene alzheimer y cuanto más avanza la enfermedad, más presumida se pone.  

21.05 h Comienza la función. El escenario está lleno de prismas rectangulares negros de distintas alturas a modo de ataúdes. Entre ellos, caminos. Sobre algunos de los prismas, pequeñas piedras blancas. Aparece un hombre con un acordeón que se sienta en una de las “tumbas”, suenan varios acordes prolongados hasta que aparece una melodía reconocible del Réquiem de Mozart. Poco a poco van sumándose otros intérpretes, cantantes e instrumentistas. La proyección de una mujer en un sofá ocupa todo el fondo del escenario.

21.55 h Bebo agua porque tengo la garganta fatal y me entran ganas de toser todo el rato. La pieza musicalmente va combinando fragmentos de la pieza inconclusa de Mozart con variaciones que remiten a mundos musicales diversos, desde el jazz a la música africana. La danza se extrae, sobre todo, de la gestualidad de cantantes y músicos. La coreografía se basa en esa gestualidad, levemente ampliada, y una exquisita composición. De fondo, la proyección, en la que poco a poco descubrimos estar asistiendo a los últimos minutos de vida de una mujer (L).

22.15 h He tenido un momento de irme a pensar en mis cosas. En parte por el resfriado y los mocos que me hacen sentirme embotado desde hace tres semanas, en parte porque hay algo narcotizante en el Réquiem: temas del original mozartiano al que siguen variaciones y/o fugas y retornos. Mientras, L se va apagando como una vela en la proyección: sus labios secos, sus ojos que cada vez están más tiempo cerrados.

22.50 h El público en pie aplaude el final de la función. Tras esas idas y venidas musicales y espaciales (ese diálogo en el que inevitablemente me parece que las voces líricas afrontan la muerte como occidentales (dolor, luto, negación), las voces “africanas” lo hacen desde la aceptación y una extraña celebración que, por momentos, parece alegría) se culmina la pieza con una danza percutida ejecutada por todos, una especie de ritual transmutador del dolor en fiesta: la vida era esto, esta mezcla de despedirse y presentarse, de aceptar que estamos de paso, pero estamos.

23 h Ahora estoy desatando mi bici. Schopenhauer decía que la muerte está dentro de la vida, Pavese que vendrá la muerte y tendrá tus ojos y Purcell afirma que en mitad de la vida, estamos en la muerte. Todo es muerte y todo es vida: estas letras que escribo, la mirada de L a la cámara, la herida que me late en el costado cuando escribo sobre mi madre, los ojos de B mientras desayunaba con ella tras cuatro años sin vernos, el portazo de la vecina que no me quiere saludar, la melodía del quinteto para clarinete de Mozart que silbaré en la bici, tus ojos que leen estas líneas… Todo.

23.30 h Estoy sentado en un velador de la calle Feria tomando una tapita de Raviolis (lo juro) y hablando con P de la obra. Ambas coincidimos en que nuestra atención ha ido y venido. El veredicto es que Réquiem no nos ha entusiasmado. Sin embargo, ella está angustiada y yo mañana pensaré mucho en mi madre y en la muerte. Así que la pieza de Platel y Cassol es de las que van calando lento y es mejor hablar de ella a las 24 horas. Eso hago:

Sábado, 26 de enero

23.30 h Tenía pensado escribir desde el humor, contar que soy aprehensivo y que estar escuchando un Réquiem cuando llevaba tres semanas con una faringitis de caballo y que no se me quitaba ni con antibióticos me hacía creer que el próximo muerto iba a ser yo, pero no me sale. Me sale pensar en mi madre y estoy seguro que esto es porque Platel y Cassol no me han dejado ser frívolo, me han hecho mirar de frente la muerte y de esa experiencia nadie sale indemne.

Los ojos de L eran vida llena de muerte o muerte llena de vida. La música iba trenzándose en mi estómago, más allá de mi intelecto, y las imágenes se iban colocando en el centro del centro del corazón. Es raro estar vivos, pero más raro es estar muertos. También es raro que alguien ya no sepa hablar y es más raro si ese alguien es tu madre, la voz que te susurró las primeras palabras de amor, que consoló tus primeros llantos y celebró tus primeras risas. La extinción de esa voz es una forma de muerte. Sí, mi madre tuvo una primera muerte hace tres años, porque la persona que era ya no existe. No duele tanto su ausencia cuando estoy mal, lo que más lastima es no poder contarle las alegrías. O contárselas y que sonría con la misma sonrisa que gasta cuando le pregunto si ha hecho ciclostatic. Sólo hay algo que la hace conectar con la que fue: cuando tengo cualquier achaque leve repite “mi niño” como un mantra que me consuela y me araña. Mi madre sólo vuelve a ser cuando me cuida. Lleva muy adentro un mandato hermoso y siniestro: ser cuidadora, olvidarse de sí en otros; tan adentro que cuando el lenguaje, o sea, el núcleo de la identidad, va difuminándose, queda sólo ese centro intacto. Eso y sus ojos, que no son los de una adulta, son los de una niña juguetona, traviesa, que disfruta saltándose las normas que le dictan. 

En una de las últimas conversaciones normales que recuerdo con ella le pregunté si le gustaba su nombre, Quini, y me dijo que no. Entonces le dije que cómo quería llamarse. Ella lo pensó y dijo Cleopatra. Cleopatra no quiere chaquetones que la hagan más ancha. L quiso que se grabaran sus últimos minutos de vida. Hoy, ahora, la vida sigue viniendo porque la vida no puede dejar de venir, y tiene los ojos de L, y tiene los ojos de Cleopatra.       

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