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El Prismático es el blog de opinión de elDiario.es/aragon. 

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Comunistas

Iósif Stalin en 1949. Wikipedia.

Juan Gavasa

Toronto —

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La llegada de Unidas Podemos al gobierno de coalición que preside Pedro Sánchez ha despertado (si es que alguna vez permanecieron dormidos), todos los fantasma que la derecha española suele sacar a pasear cuando pierde el poder. La presencia de Alberto Garzón, miembro del PCE, en el ministerio de Consumo ha reactivado una dialéctica que nos remite a la larga noche del franquismo, cuando el judaísmo, la masonería y el comunismo eran los enemigos de España.

Probablemente el dictador se sorprendería si viera ahora el crecimiento que ha experimentado aquella lista canónica de traidores a la patria, que incluso incluye también a Teruel, una de las provincias históricamente más marginadas del país. La defensa del concepto más rancio y obtuso de la nación no admite, como se puede observar, ni la disidencia ni la tibieza.

La derecha española actúa con cinismo cuando se refiere al comunismo español. Lo hace por falta de cultura política, desconocimiento de la historia de España, cálculo electoral y una manifiesta incapacidad para superar unos marcos políticos y sociológicos trasnochados y, por lo tanto, una narrativa anclada en confrontaciones ideológicas anacrónicas.

Cuando se acusa a Unidas Podemos de ser un partido antisistema simplemente se está mintiendo. La formación que lidera Pablo Iglesias presentó un programa electoral con una batería de medidas homologable a cualquier socialdemocracia europea. El problema es otro: la crisis económica, el populismo y el resurgimiento de los nacionalismos identitarios han alterado dramáticamente las tradicionales posiciones ideológicas, de tal modo que los consensos sobre los que se construyó la nueva Europa tras la II Guerra Mundial parecen ahora peligrosos movimientos revolucionarios.

Pablo Iglesias reconocía en una reciente entrevista en este diario las estrecheces del campo de juego en el que van a desarrollar su acción de gobierno: “somos absolutamente conscientes de los límites. Y de algo muy evidente, como cualquier ciudadano europeo y más como cualquier ciudadano de un país del sur de Europa, vivimos en una democracia limitada por poderes económicos”.

En los debates electorales televisivos celebrados en las campañas electorales de abril y noviembre Iglesias representó la moderación en medio del fuego cruzado de exabruptos, ataques, andanadas, ocurrencias y golpes de pecho del resto de candidatos. Se lo pusieron fácil, especialmente los candidatos de la derecha. Su apelación sin estridencias al texto de la Constitución casi resultó una provocación frente al ensordecedor ruido de los salvapatrias. Para ellos, los problemas de identidad nacional son más importantes que la salud de la democracia, un asunto menor cuando los discursos se pronuncian con una bandera en la mano.

Pero este país, esta democracia y esta Constitución a la que se aferran como si fueran sus únicos garantes, a riesgo de dañarla de tanto usarla torticeramente, no hubieran sido posibles sin los comunistas españoles. El patriotismo responsable del PCE en la Transición hizo factible que ésta llegara a buen puerto y que España recuperara la democracia con la aprobación de la Carta Magna en 1978. No hay que olvidar que uno de los padres de la Constitución, Jordi Solé Tura, pertenecía al PSUC, partido federado entonces con el PCE.

La derecha española suele anunciar el apocalipsis cuando se refiere al comunismo. ¡Vienen los comunistas!, advierten a sus fieles con duelo y crujir de dientes. Es irónico que dramaticen los miedos a una supuesta dictadura del proletariado que España nunca sufrió, pero se muestren complacientes con la única dictadura que sometió a los españoles durante cuatro décadas, la del dictador Franco.

Establecer vínculos entre el comunismo de Stalin, en un desolador ejercicio de simplificación, y lo que representa el PCE en la monarquía parlamentaria española del siglo XXI es una más de las inconsistentes falacias de la derecha española. Al sostener estas analogías se obvian una serie de hechos que forman parte ya de la historia reciente de España y, en consecuencia, se deforma el relato de la democracia. Los que magnifican engoladamente el espíritu de la Transición eliminan a uno de los principales actores que la hizo posible.

El Partido Comunista fue el único que mantuvo una oposición organizada al régimen de Franco, lo que supuso la represión y cárcel de miles de sus afiliados. Cuando murió el dictador los comunistas españoles ofrecieron un extraordinario ejemplo de generosidad y responsabilidad, no siempre reconocido. El PCE de Santiago Carrillo renunció a sus reivindicaciones históricas, aceptó la monarquía parlamentaria como un régimen constitucional y democrático y asimiló la bandera rojigualda, que desde el día de su legalización el 9 de abril de 1977 presidió todos sus actos públicos junto a la roja de la hoz y el martillo. En aquellos meses convulsos en los que el ruido de sables amenazaba a diario con procesos involutivos, los comunistas españoles pusieron en práctica el dilema “weberiano” de la ética de la convicción frente a la ética de la responsabilidad. Y se impuso la segunda.

Un mes antes, el eurocomunismo de Enrico Berlinguer, Georges Marchais y Santiago Carrillo, había hecho su puesta de largo en Madrid para anunciar al mundo que los comunistas italianos, franceses y españoles se alejaban del modelo desarrollado en la Unión Soviética, aceptaban el sistema parlamentario pluripartidista y reconocían el marco capitalista. El 27 de febrero Carrillo y Adolfo Suárez se habían reunido por primera vez en un encuentro secreto celebrado en un chalet de Pozuelo de Alarcón, propiedad del escritor José María Armero, estrecho colaborador del entonces presidente del Gobierno. Carrillo contaba que cuando se vieron cara a cara Suárez actuó como si le conociera de toda la vida. Sabían que el diálogo era el único camino.

Aquella reunión, de haberse filtrado a la opinión pública, hubiera supuesto probablemente el final de la carrera política de Suárez. Que el antiguo secretario general del Movimiento cometiera la osadía de reunirse con el líder clandestino del partido que había encarnado durante cuarenta años todos los males del imaginario franquista, era una cesión intolerable ante los enemigos de la patria. Pero aquellos años fueron un tiempo para la política con mayúsculas y para los políticos de altura. Cuando en la doble sesión de investidura de Pedro Sánchez el miembro de la mesa del Congreso, Adolfo Suárez Illana, dio la espalda a la portavoz de EH Bildu, Mertxe Aizpurua, durante su intervención quedó de manifiesto que la virtud en política no se hereda.

Los diputados comunistas convivieron en la legislatura de 1979 con el notario de extrema derecha, Blas Piñar, único diputado del partido ultra, Unión Nacional. Uno de sus simpatizantes y colaboradores más cercanos, Carlos García Juliá, fue uno de los tres pistoleros que irrumpieron el 24 de enero de 1977 en el despacho de los abogados laboralistas pertenecientes al Partido Comunista, en la calle Atocha de Madrid, y acabaron con la vida de cinco de ellos. Los comunistas y el resto de los partidos de izquierdas, ilegales hasta 1977, podrían haber renunciado legítimamente a la reconciliación y defender la ruptura con el pasado, podrían haber esgrimido que no podían compartir el Parlamento con quienes habían sido sus opresores durante 40 años, podrían haber defendido la reinstauración de la República, pero no lo hicieron.

Los parlamentarios del PCE mantuvieron durante aquella legislatura la misma dignidad y el mismo talante conciliador que habían ofrecido durante el multitudinario funeral de los abogados asesinados, celebrado en Madrid, que para muchos fue la mayor demostración de organización, de disciplina y de contención política de cuantas se produjeron durante la Transición. El colofón de aquella breve legislatura fue la imagen de Carillo y Suárez sentados en sus escaños mientras el resto de diputados se escondía de las balas de los golpistas liderados por Tejero. Los dos traidores que, según Javier Cercas en “Anatomía de un Instante”, hicieron posible la Transición democrática en España

El comunismo español asimiló hace tiempo la nueva realidad económica, social y política del país y del mundo, revisó su argamasa ideológica sin renunciar a sus principios de justicia social y, en definitiva, hizo la travesía intelectual para superar unos marcos en los que buena parte de la derecha hispana sigue atrapada. No hay que ser comunista para reconocer los hechos y ponerlos en contexto, para que no se olvide y, sobre todo, para que no nos confundan.

La presencia de comunistas en el nuevo gobierno de Sánchez es una buena noticia para la democracia y, sobre todo, una oportunidad para que la praxis acabe con el relato de los necios. Es probable que la realidad tozuda se imponga y que, como contaba Paul Quilès, ministro de Mitterrand en 1981 en un gabinete integrado también por miembros del PCF, acaben siendo “ministros comunistas, no comunistas ministros”.

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