Has elegido la edición de . Verás las noticias de esta portada en el módulo de ediciones locales de la home de elDiario.es.
La portada de mañana
Acceder
El concejal y la funcionaria de Chamberí que negaron licencia de obras a la pareja de Ayuso acabaron fuera de sus puestos
El PP de Feijóo cierra filas con Isabel Díaz Ayuso
OPINIÓN | '¡No disparen al periodista!', por Raquel Ejerique
Sobre este blog

El Prismático es el blog de opinión de elDiario.es/aragon. 

Las opiniones que aquí se expresan son las de quienes firman los artículos y no responden necesariamente a las de la redacción del diario.

¿Para qué sirve un rey?

El Rey Juan Carlos I

0

Hace casi cuarenta años la Fundación Institucional Española comenzó a organizar el concurso “¿Qué es un rey para ti?”, dirigido entonces a los alumnos de la EGB y ahora de Primaria y 1 y 2 de la ESO. Se trataba de premiar a aquellos estudiantes que mejor supieran reflejar los valores democráticos que supuestamente emanaban de la figura del monarca. Oficialmente era una campaña educativa para divulgar la figura del jefe de Estado entre los estudiantes españoles, como máxima autoridad de la joven democracia, pero con cierta perspectiva también podía ser vista como una simple campaña de culto al líder.

Había un mensaje subliminal en ese ejercicio de proselitismo que promovía la peligrosa especie según la cual los valores democráticos debían ser vinculados a la figura del rey y no al anhelo colectivo de la sociedad española. La democracia, se deducía, era fruto de la graciosa voluntad del monarca y no el resultado de las luchas, movilizaciones y deseos de los españoles. Esa relación de ideas entre el rey y el proceso democrático, por la cual éste había sido posible gracias exclusivamente a la voluntad de Juan Carlos I, dejaba en mal lugar a la propia democracia española pues exponía la debilidad de sus cimientos y su dependencia en origen de la arbitrariedad individual. Una democracia que puede ser concedida graciosamente por un rey es una contradicción con los mismos valores democráticos, que emanan del pueblo.

En el relato oficial se sitúa a Juan Carlos I, nombrado por Franco su sucesor a título de rey en 1969, como el arquitecto de la Transición española que utiliza los poderes absolutos heredados del dictador para poner en marcha un plan que había madurado durante años para restituir las libertades democráticas. Suena bien, pero no es completo.

Juan Carlos I, que se reconoce con pocas luces pero gran olfato político, era consciente en 1975 de que solo podría ser rey de una España democrática, que solo sería reconocido por el resto de países si traicionaba a quien le había puesto en el trono. Lo pudo hacer guiado por convicciones democráticas pero también por cálculo y por instinto de supervivencia. Cuando los redactores de la Constitución llegaron al artículo 56 diseñaron un traje a medida del monarca que, en buena parte, estaba inspirado en las constituciones de las principales monarquías europeas: se establecía la regla de la absoluta irresponsabilidad regia, fiel reflejo del viejo aforismo británico “the king can do not wrong” (el Rey no puede hacer mal). La persona del rey es inviolable y no está sujeta a responsabilidad.

A partir de ese momento al rey solo se le pedía que fuera decente y que la monarquía tuviera una actitud ejemplar, que fuera útil a la nueva democracia. Era la mejor aportación que podía hacer Juan Carlos I para justificar la restauración borbónica sin que mediara siquiera debate sobre cuál era el mejor modelo de estado para la nueva democracia. Muchos años después, en 1995, Adolfo Suarez, en un “off the record” con la periodista Victoria Prego, reconoció que en plena Transición su gobierno descartó la posibilidad de un referéndum para elegir entre monarquía o república porque, según las encuestas que manejaban, ganaba la segunda opción.

“Cuando la mayor parte de los jefes de Gobierno extranjeros me pedían un referéndum sobre monarquía o república..., hacíamos encuestas y perdíamos”, admitió el expresidente fallecido en marzo de 2014. La solución para que esta consulta no se realizara fue meter “la palabra rey y la palabra monarquía en la ley” de la Reforma Política de 1977. De esta manera, “dije que había sido sometido a referéndum ya”, explicó a Prego. Poniendo monarquía en la ley, se aseguró la permanencia de la institución. El viejo franquismo veía, de este modo, resueltos sus temores de una restauración de la república que vinculaban al comunismo y a la Guerra Civil.

La oposición democrática aceptó la solución monárquica dentro de la Constitución a cambio de limitar al máximo el poder ejecutivo del rey, de tal modo que quedara en una figura meramente sancionadora. El monarca era, de algún modo, el tótem que sostenía la dudosa narración histórica del país más antiguo de Europa, le daba continuidad y justificación en el tiempo y, por razones de simbología política, garantizaba su estabilidad territorial e institucional. En última instancia mantenía la identificación del país con las viejas naciones europeas, como si si se tratara de un reposo de legitimidad, y se olvidaban las desastrosas experiencias del pasado con la dinastía de los Borbones.

Los partidos de larga tradición republicana, como el PSOE, se acomodaron sin demasiados problemas a la teoría de Montesquieu según la cual el país podía ser “una nación en la que la república se amaga bajo la forma de monarquía”. Tenían la coartada moral para enterrar definitivamente, sin demasiados prejuicios, el debate pendiente sobre el modelo de estado. Tampoco los liberales españoles se rasgaron las vestiduras pese a que, como ha escrito uno de los grandes teóricos del republicanismo, el politólogo irlandés, Philip Pettit, “la concepción republicana de la libertad debería atraer a los liberales, en la medida en que, centrada en la capacidad individual de elección, tiene mucho en común con la noción negativa de libertad como no-interferencia”. Podríamos decir que el “juancarlismo” militante sirvió para maquillar las contradicciones ideológicas.

En el relato oficial también se dice que el 23F el rey logró definitivamente la legitimidad que necesitaba al detener el golpe de estado. A estas alturas no caben las teorías de la conspiración para implicar al monarca en la trama pues muchos y rigurosos estudios e investigaciones, como el de Javier Fernández, desmontan dicha hipótesis. El monarca tenía muy presente la experiencia de su abuelo Alfonso XIII, cuyo reinado comenzó a derrumbarse el día que apoyó el golpe de Estado de Miguel Primo de Rivera en 1923. Pero también se sabe, y lo explicó bien Javier Cercas en “Anatomía de un instante”, que el rey alentó de manera irresponsable en los meses previos, con su indiscreción y charlatanería en corrillos políticos y castrenses, la impresión de que no vería con malos ojos un golpe de timón que acabara con el gobierno de Suárez. Maniobró para acabar con un político que ya no le servía, con el que ya no congeniaba pero que había ganado las elecciones generales de 1979.

Tras el fracaso del golpe de estado el rey se retiró a sus cuarteles de invierno y se dedicó a borbonear, que es una mezcla de charlatanería, hedonismo, soberbia, irresponsabilidad, indiscreción, banalidad, frivolidad e incapacidad para medir los márgenes de su desempeño institucional. Desde ese momento, como ha recordado estos días el historiador zaragozano, Julián Casanova, “al Rey Juan Carlos se le sacralizó como el piloto del cambio desde la dictadura a la democracia. Una construcción positiva, estimulada por políticos, intelectuales y medios que le dejó fuera de las zonas oscuras, errores o deficiencias de la democracia”.

El rey vivió protegido por un pacto de silencio de los medios de comunicación y de la clase política; un cordón de seguridad que lo mantuvo alejado de cualquier crítica y que le exoneró de grandes responsabilidades institucionales. El rey pasó de las páginas políticas de los periódicos a las de sociedad, abrigado por un relato que describía una familia, la suya, modélica y ejemplar que representaba, otra vez más, los valores de la nueva España. Se construyó una imagen de “hombre de estado” con elementos específicos del tradicional casticismo español como su campechanía o austeridad. Lo hacían más cercano. El rey era el mejor embajador de España en el mundo, explicaba el férreo relato oficial. A cambio se le pedía prudencia y discreción pero Juan Carlos I, ebrio de ego, traicionó ese confianza y, de paso, también a los españoles.

Con el nuevo siglo la figura del rey comenzó a deteriorarse a golpe de escándalos financieros y de alcoba. En los tres momentos más graves de la reciente historia de España el protagonismo de la monarquía española ha sido bochornoso: en abril de 2012, en plena crisis económica, meses después de reformarse la Constitución para garantizar el pago de la deuda, con las cajas de ahorros quebrando y lo desahucios diarios conmoviendo a un país en ruina, saltó la noticia del accidente del rey mientras cazaba elefantes en Botswana con su amante. Ahí comenzó su final.

En octubre de 2017, pocos días después del referéndum por la independencia de Catalunya que el gobierno de Mariano Rajoy intentó evitar con desproporcionada represión policial, Felipe VI ofreció un discurso en el que no dedicaba ni una sola palabra a los heridos por la actuación de las fuerzas del orden. El rey renunciaba a su condición de árbitro imparcial y dejaba de lado a una parte de los españoles.

El domingo 15 de marzo, al día siguiente de declararse el estado de alarma en España como consecuencia de la pandemia de coronavirus, la Casa Real emitió un comunicado en el que anunciaba que el rey Felipe VI retiraba la asignación constitucional que hasta entonces percibía su padre. También renunciaba a su condición de beneficiario de una estructura 'offshore' creada por el rey emérito y que supuestamente le habría permitido ocultar 64,8 millones de euros recibidos de Arabia Saudí. El “segundo beneficiario” de esa fortuna era Felipe VI, quien ya tenía conocimiento de este hecho desde hacía un año pero que no hizo nada hasta que un diario suizo desveló la noticia a principios de marzo.

Durante estos meses, con un país golpeado con una dureza desconocida por el virus, ha quedado de manifiesto la irrelevancia de la Casa Real y su incapacidad para reconstruir una imagen con la que los españoles puedan sentirse identificados. Se ha revelado como una institución intrascendente. Cada paso que ha dado para lavar su reputación, con la falsa idea de una monarquía cercana, moderna y austera, ha constatado lo lejana que, en realidad, se encuentra de los problemas reales y cotidianos de los españoles. Es difícil no ver en cada acción una estrategia de comunicación diseñada más en beneficio propio que como consecuencia de una preocupación real por la situación del país.

Puesto que el rey no está sometido a la sanción de las urnas y la Constitución lo declara irresponsable de sus actos, aunque estos fueran constitutivos de delito, la exigencia máxima de decencia y ejemplaridad debería ser la única guía de su reinado, sin ningún tipo de mácula o excepción. En 1978 la mayoría de españoles decidió olvidar la historia de España y confiar nuevamente en un Borbón; éste solo tenía que ser ejemplar pero decidió corromperse. Juan Carlos I ha abusado de la confianza de los españoles y estos comprueban ahora con desasosiego que la justicia no es igual para todos. Si la monarquía deja de ser modélica, entonces deja de tener sentido en democracia porque renuncia a su papel de moderador. Y si no se le puede juzgar arrastrará para siempre la vergüenza de su desatino, que afectará al actual rey pues se trata de una institución hereditaria.

El rey no se ha sacrificado por España, otro de los hits del relato oficial, sino que, como vemos estos días, se ha aprovechado de ella. Los que se declararon durante décadas juancarlistas o los que siguen defendiendo, pese a todo, a la monarquía estos días tienen que preguntarse seriamente para qué sirve un rey. La evidencia de que los españoles que viven en democracia tienen derecho a elegir a su jefe de estado, principio básico del republicanismo, cada vez es más difícil de rebatir.

Juan Carlos I ha agotado buena parte de la reserva de confianza que conservaba la monarquía española. Lo ha hecho en el peor momento. Vivimos tiempos convulsos e iconoclastas en los que las sociedades están experimentando cambios profundos e imprevisibles. Lo que antes se toleraba o se obviaba corre ahora el riesgo de ser derribado sin contemplaciones, como lo son estos días las estatuas que ya no evocan personajes gloriosos de la historia sino episodios vergonzosos que no admiten celebración. El anacronismo de la monarquía tienen mal encaje en las nuevas corrientes de pensamiento que penetran en las jóvenes generaciones, y posiblemente dentro de no mucho el rey sea un afectado más por esa cultura de la cancelación que está revisando todos los marcos mentales y políticos en el mundo. Quizá lo único que salve de momento al monarca sea la ausencia de un intelectual español con la autoridad moral de Ortega y Gasset que vuelva a escribir “Delenda est Monarquía”.

Sobre este blog

El Prismático es el blog de opinión de elDiario.es/aragon. 

Las opiniones que aquí se expresan son las de quienes firman los artículos y no responden necesariamente a las de la redacción del diario.

Etiquetas
stats