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El Prismático es el blog de opinión de elDiario.es/aragon. 

Las opiniones que aquí se expresan son las de quienes firman los artículos y no responden necesariamente a las de la redacción del diario.

¿Quién cancela a quién?

Periódicos

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La cultura de la cancelación se ha convertido en uno de los sintagmas de moda en todo el mundo desde que el pasado 7 de julio un grupo formado por 135 intelectuales, académicos y activistas (la mayoría de ellos norteamericanos) publicara en Harper´s Magazine una carta en favor del derecho a discrepar y en contra del “clima de intolerancia instalado en los dos lados”. En “A Letter on Justice and Open Debate” los firmantes, un heterogéneo grupo en el se encuentran personalidades tan dispares ideológicamente como Noam Chomsky, Steven Paniker, Margaret Atwood, Michael Ignatieff, Salman Rushdi o J.K. Rowling, alertaba de que la censura “se extiende y hay intolerancia a los puntos de vista diferentes, inculpaciones públicas y ostracismo, y una tendencia a disolver los temas complejos en certezas morales cegadoras”.

En España los principales medios de comunicación, (El País, El Mundo, ABC y La Razón), se hicieron eco de la carta pero, curiosamente, le dieron un significado que los firmantes no habían expresado en ningún momento de manera tan explícita. Pese a que el ya famoso texto no citaba las palabras “progresista” o “izquierda”, los diarios españoles se aventuraron a afirmar que ésta quería denunciar los excesos censores que se estaban cometiendo desde cierta parte del espectro progresista.

La carta tuvo su réplica en España pocos días después, promovida por algunos de los intelectuales y periodistas orgánicos del régimen del 78 (aunque fue suscrita por muchos más): Juan Luis Cebrián, Arcadi Espada, Fernando Savater, Elvira Roca Barea, Mario Vargas Llosa o Javier Cercas. En ella, a diferencia de la carta publicada en Harper´s Magazine, culpaban a ciertas “corrientes ideológicas, supuestamente progresistas, que se caracterizan por su radicalidad”, de haber fomentado un clima de caza de brujas y cancelación contra aquellos que no seguían sus postulados ideológicos.

Quienes firman estas cartas han disfrutado a lo largo de las últimas décadas de importantes plataformas desde las que han expresado sin problemas sus opiniones. Muchos de ellos se han arrogado la autoridad moral para impartir doctrina con la resuelta arrogancia de quien se sabe miembro de una privilegiada minoría con aspiraciones de intelectualidad. Muchos de ellos realmente han sido y siguen siendo creadores de opinión y referentes intelectuales. Nunca han sufrido en democracia los rigores de la censura y, probablemente, nunca los sufrirán. Pero temen perder su capacidad de influencia. Como resumía con ironía en Twitter la joven escritora de origen haitiano Doreen St. Felix, colaboradora de The New Yorker: “Estamos dejando de ser relevantes’”.

Los firmantes de “The Letter” ponían como ejemplo del asfixiante clima censor reinante, la renuncia en junio de James Bennet como editor de la página editorial de The New York Times, días después de que la sección de opinión del periódico publicara un artículo del senador republicano por Arkansas Tom Cotton, que titulaba “Envíen las tropas”. El político instaba a que se hiciera “una demostración abrumadora de fuerza para dispersar, detener y, en última instancia, disuadir a los infractores de la ley”, en mitad de las protestas que se expandieron por todos los Estados Unidos tras la muerte a manos de la policía de George Floyd. El artículo provocó la ira de los lectores y redactores del Times.

Muchos periodistas en España se apresuraron a mostrar su solidaridad con Bennet y pusieron su ejemplo como paradigma del insoportable clima de opresión bajo el que desempeñaban su trabajo por culpa del acoso de una parte de la izquierda, principalmente en redes sociales. Ese lamento recordaba al estupor del prefecto Renault tras descubrir que en el café de Rick se jugaba. Algunos de los firmantes llevan meses pidiendo al New York Times que sustituya a su corresponsal en España, Raphael Minder, porque no comparten la manera en la que el periodista enfoca sus artículos sobre nuestro país, en especial en el tema de Cataluña. Cancelando que es gerundio.

El periodista; el norteamericano, el español y el de cualquier parte del mundo, está sometido desde la noche de los tiempos a una sutil cultura de la cancelación impartida por los poderes políticos y económicos. En España son cientos los profesionales que han perdido su trabajo o han visto limitada su capacidad de acción por las presiones invisibles pero contundentes de quienes tienen la capacidad real para hacerlo. No hay cultura de la cancelación más letal que la que impone el miedo a perder el trabajo. Ocurre a diario pero no merece ser alertada por opinólogos que más bien temen perder su estatus. La periodista de The Verge, Sarah Jeong, lo sintetiza bien: “para ser claros, los opinadores no están en peligro de una guillotinación real, excepto quizás metafóricamente, que no es en absoluto lo mismo. Seguirán publicando y algunos de ellos seguirán ganando mucho dinero”.

Bajo la idea de cultura de la cancelación se han almacenado diferentes fenómenos sociales, culturales y políticos que merecen tratamientos diferentes. Por un lado está el ruido en redes sociales (en especial en Twitter), donde es sencillo montar una campaña de desprestigio contra aquellas marcas o personajes públicos que han realizado declaraciones polémicas que han ofendido a su público objetivo. En Estados Unidos la popular marca de conservas Goya ha sido sometida a un boicot tras las declaraciones de su CEO, Robert Unanue, en las que afirmaba que “todos estamos verdaderamente bendecidos de tener un líder como el presidente Trump”. El principal nicho de mercado de Goya es el consumidor de origen latino, que sufre a diario el desprecio y los ataques del inquilino de la Casa Blanca.

Si habláramos en términos de marketing habría que convenir que no hay nada más capitalista que la cultura de la cancelación, pues se trata de una variable más que regula el mercado. Para ello se creó el concepto de la “reputación on-line”, que mide y trata de corregir los desajustes de una marca en su exposición pública. De la misma manera que una acertada campaña de marketing logra incrementar las ventas de un producto, en la sociedad de las redes sociales un desliz puede provocar el efecto contrario. Es el mercado, amigo. La periodista Surekha Ragavan defiende en PR Week que “dado que la cultura de la cancelación es un tema candente en este momento, las marcas deben comprender las deficiencias de su discurso, así como el potencial de hipocresía que lo acompaña”. Ellas son las víctimas de su propio juego. Como explicaba el propio Chomsky en una reciente entrevista en El País, “vivimos la ficción de que el mercado es maravilloso porque nos dicen que está compuesto por consumidores informados que adoptan decisiones racionales. Pero basta con poner la televisión y ver los anuncios: ¿buscan informar al consumidor y que tome decisiones racionales? ¿O buscan engañar?” El boicot, como bien sabemos en España, es una práctica ideológica que de vez en cuando se enmascara bajo el libre mercado.

Después hay una cultura de la cancelación que tiene que ver con las ideas; es un movimiento cultural y ciudadano, es transversal, transnacional e iconoclasta, y busca superar los marcos políticos e históricos actuales. Como todo movimiento revolucionario, y éste lo es en tanto aspira a una sociedad nueva, corre el riesgo de cometer excesos, abusos y de desviarse de sus impulsos originales. Está ocurriendo. Pero como nos enseña la historia, el tiempo moderará su furor inicial y filtrará los desvaríos iconoclastas para que se sustancie lo esencial: es necesario acabar con el racismo sistémico que vive la sociedad norteamericana y queda un largo trecho para conseguir la igualdad real entre el hombre, la mujer y las personas no binarias. Y, sobre todo, se impone revisar el relato y los símbolos que nos explican la historia común porque estos fueron encumbrados por los vencedores. Hay una nueva generación que quiere superar el marco impuesto por sus padres y poner el foco en aquello que nosotros hemos aceptado como irremediable por puro acomodo intelectual. Ocurre en cada generación. Hemos llamado cultura de la cancelación a lo que no es más que la manifestación de nuestra melancolía.

La periodista Sarah Hagi asegura en Time, que apelar a la cultura de la cancelación se ha convertido “en una solución general para cuando las personas en el poder enfrentan las consecuencias de sus acciones o reciben algún tipo de crítica, algo a lo que no están acostumbrados”. En Estados Unidos se ha enfrentado la idea de la cultura de la cancelación, con evidentes connotaciones negativas, con el derecho al “free speech”, cuya versión española más conocida es la que se autoproclama “políticamente incorrecta”. En redes sociales abundan sus epígonos, que se acompañan invariablemente de la bandera de España. El director Nacho Vigalondo lo dijo en el diario El Mundo: “esos que ahora se autodefinen como políticamente incorrectos son los tíos políticamente correctos de hace 20 años, que se han hecho viejos y demandan que vuelvan los chistes de mariquitas porque quieren que todo sea como antes. Esa incorrección política es nostalgia pura y dura de la peor calaña”.

La cultura de la cancelación no es la principal amenaza a la que se enfrenta el mundo. De hecho, está lejos de ser un problema para las sociedades bien pensantes. Tampoco existe una supuesta alianza progresista mundial coordinada para imponer sus recetas ideológicas. No hay mas que dar una vuelta por el mapa geopolítico global para observar que las izquierdas son irrelevantes en lo que despectivamente hemos llamado “primer mundo”. Ni siquiera en España, donde la socialdemocracia anoréxica del PSOE y el eurocomunismo descolorido de Unidas Podemos están aplicando, sin margen de maniobra, políticas fiscalizadas por la Unión Europea. En un mundo gobernado por personajes como Donald Trump en Estados Unidos, Vladimir Putin en Rusia, Alexander Lukashenko en Bielorrusia, Jair Bolsonaro en Brasil, Andrzej Duda en Polonia o Viktor Orban en Hungría, resulta una desasosegante frivolidad que algunos dirijan sus preocupaciones hacia las corrientes ideológicas progresistas. Trump acaba de llamar asquerosa (su epíteto favorito cuando se refiere a una mujer) a Kamala Harris, la vicepresidenta en la candidatura de Joe Biden. Trump está poniendo todos los impedimentos legales a su alcance para que el voto por correo no sea posible en aquellos estados en los que puede perder. En la considerada primera democracia del mundo millones de sus ciudadanos no podrán ejercer su derecho al voto en noviembre. ¿No hay peor cultura de la cancelación que ésta?

El neoliberalismo ganó su batalla ideológica iniciada a principios de la década de los 80 con Ronald Reagan y Margaret Thatcher, pues no hay ideología más poderosa que la que establece el marco económico. El colapso del mundo comunista acabó con los contrapesos y el capitalismo se desprendió de su último lastre para convertirse en el modelo predominante que es hoy. El sociólogo francés Ugo Palheta, autor de varios trabajos sobre el ascenso de la extrema derecha en Francia, alerta de que el desmantelamiento progresivo del Estado de bienestar y la sumisión a los capitales transnacionales, “es decir, el neoliberalismo hegemónico”, han favorecido la penetración de la extrema derecha en sectores populares cada vez más desprotegidos, “tanto como los discursos contra la inmigración y el autoritarismo creciente de los gobiernos”. Y es ahí donde está ahora la verdadera batalla cultural, en el terreno de lo moral y de las ideas. Por eso llaman cultura de la cancelación a lo que consideran la última amenaza para conseguir la hegemonía completa de su contrarreforma conservadora; la económica y la cultural.

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