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Su voz de trueno y su figura, con un saco al hombro, abarcas sin calcetines que dejaban ver las rozaduras y sabañones de sus pies, hábito corto con cordel y rosario en la cintura, nos sobrecogían a los niños.
Podía ser un fiel reflejo del santo de Asís, recogiendo por toda la provincia de Teruel pan, patatas, judías, manzanas, membrillos y poco dinero, que luego transportaba en el coche de línea, pero nos incomodaba interiormente como si fuera un enviado divino para leernos la cartilla por nuestros pecados. Enviado divino, eso sí, de presencia física muy terrenal, garrote en mano.
He recordado a fray Simpliciano al comprobar cómo un Papa, el Papa Francisco, les leía la cartilla, por primera vez en la historia, a los congresistas estadounidenses en Washington dejando a su paso la dimisión del presidente de la Cámara de Representantes, el republicano católico John Boehner, acosado desde hace tiempo por los sectores más conservadores de su partido por no ser suficientemente duro con el presidente Obama en las políticas de inmigración o de limitación del derecho al aborto.
Boehner fue junto al vicepresidente de Estados Unidos, el demócrata Joe Biden, también católico, el anfitrión del Papa al que recibió emocionado en el Capitolio.
Lo de leerles la cartilla no les gusta nada, especialmente a los republicanos, en un imperio en el que sólo ha habido un presidente católico, John Fitzgerald Kennedy, cuyo asesinato provocó una conmoción mundial, en España se derramaron muchas lágrimas, a pesar de que la televisión estaba en los albores.
Un imperio, el estadounidense, en el que 68 de los 319 millones de habitantes son católicos: irlandeses, italianos, centroeuropeos y más de un tercio de ellos hispanos. Y un imperio, y esto también tiene que ver con la visita del Papa, con el denominado “efecto Francisco”, en el que se están cerrando muchas iglesias católicas ante el empuje de las evangelistas.
Es evidente que Jorge María Bergoglio tiene más de jesuita que de franciscano aunque está sabiendo conjugar los dos valores. Es franciscano cuando después de darles un repaso a congresistas y senadores, se va a comer con trescientos indigentes, jornaleros e inmigrantes, a la iglesia de San Patricio proclamando que “el hijo de Dios también vino a este mundo como una persona sin techo”. Un día después tenía previsto visitar un colegio católico en Harlem donde el 70 por ciento de los escolares eran hijos de inmigrantes pobres y otro 20 por ciento de negros.
Y es jesuita cuando, en un guiño a los migrantes, se atreve a decirles a un grupo de los hombres más poderosos e influyentes de la tierra, “hagan ustedes con los demás como quieran que los demás hagan con ustedes, queremos seguridad, demos seguridad, queremos vida, demos vida, queremos oportunidades, demos oportunidades”.
O cuando les pregunta que “¿por qué siguen vendiendo armas a toda clase de regímenes despóticos y a grupos de dudosa integridad?”, para responder que “como todos sabemos, es simplemente el dinero, dinero bañado en sangre, a menudo en sangre inocente”. Y para concluir que “frente al silencio vergonzoso y cómplice, es nuestro deber afrontar el problema y acabar con el tráfico de armas”.
La primera, en la frente, desafiando a la poderosa industria armamentística. Y la segunda a Wall Street, a la codicia, cuando les dice que “si es verdad que la política debe servir a la persona humana, no puede ser esclava de la economía y de las finanzas” para pedirles “que se acuerden de todas estas personas atrapadas en el ciclo de la pobreza, necesitan esperanza”.
El jesuita se ha convertido en un líder espiritual con una enorme influencia global y territorial, hasta el presidente Lambán lo citó varias veces en su discurso de investidura, pero sin renunciar a ser un líder político y diplomático cuando favorece el deshielo con Cuba o el acercamiento a Irán para frenar la amenaza nuclear y al Estado Islámico. El jesuita al que algunos sectores republicanos estadounidenses califican de Papa rojo, entre peronista y afín a la teología de la liberación.
No es un “wasp” (blanco, anglosajón y protestante) pero es migrante y americano como ellos. Incómodo cuando se pronuncia por la abolición de la pena de muerte que, con fuerte apoyo en el Congreso, todavía mantienen 31 de los 50 estados 125 años después de la primera ejecución en la silla eléctrica. Su argumentación es impecable desde el punto de vista de los derechos humanos: “Una pena justa y necesaria nunca debe excluir la dimensión de la esperanza y el objetivo de la rehabilitación”.
Incómodo también en otro asunto que saca de sus casillas a muchos congresistas republicanos, el cambio climático que Francisco vincula directamente a la acción del hombre. Mensaje que reiteró ante la ONU, que está celebrando su 70 aniversario, afirmando que “el abuso y la destrucción del medio ambiente van acompañados, al mismo tiempo, por un imparable proceso de exclusión de los débiles”. O cuando denuncia el uso fraudulento de la ONU para justificar guerras y reclama un mundo sin armas nucleares.
Y menos incómodo cuando defiende la familia tradicional y el matrimonio, y la vida en todas las etapas sin distinción, en puertas de que el Congreso estadounidense tenga que aprobar o rechazar fondos para una red de clínicas reproductivas y abortistas a las que acude la población más pobre.
Franciscano y jesuita, jesuita y franciscano, pero sobre todo un líder global con una desbordante autoridad espiritual y política. Si levantara la cabeza fray Simpliciano, el fraile patatero de Orrios que falleció en 1990, no daría crédito a lo que verían sus ojos: un Papa llamado Francisco que ha merecido la portada de la revista “Time” bajo el título “El nuevo imperio romano”.