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El Prismático es el blog de opinión de elDiario.es/aragon. 

Las opiniones que aquí se expresan son las de quienes firman los artículos y no responden necesariamente a las de la redacción del diario.

El violinista

Violín. Lukas de Pexels.

Ángela Labordeta

Zaragoza —

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El violinista toca cansado en la calle, escupe notas sin sabor que son una pieza de Liszt y simplemente está asqueado. El violinista no puede dejar de tocar, tocar ese instrumento es como una droga que le perpetúa y a la que se aferra cuando sabe que no hay más destino que una plaza al fondo y otro día quién sabe si de sol o de niebla. El violinista sabe que hay drogas sutiles, fabricadas con el desorden de sentimientos no especialmente destructivos; también sabe que hay drogas que quiebran el alma porque están construidas con el fracaso de nuestros propósitos, con el engaño de nuestras vidas y con el ruido obsceno de lo que el violinista no dijo, pero alguien le dijo que sí que lo había dicho y ese error intencionado de percepción se convirtió para el violinista en un ruido sucio que navegó por todos los ríos que eran las venas que descargaban todo ese dolor sobre su corazón cansado, lleno de portazos y de ecos de voces a las que el violinista dejó de poner nombres.

El violinista ya no sabe dónde está su casa, pero sabe que su casa está vacía y realmente no sabe qué hace en esta ciudad que nada tiene que ver con él y que lo maltrata de día y de noche mientras desgasta sus manos sobre el violín, que es lo único que de verdad es suyo. Porque por no ser nada suyo, ni siquiera su vida le pertenece. El violinista lo sabe todo acerca del fracaso y por eso la ciudad es incierta y silenciosa cuando el violinista deja de tocar, pero todo el mundo piensa que el violinista no tiene miedo, parece un tipo duro, un hombre esculpido entre las montañas de Ucrania y el cielo sobre los Urales. Sin embargo, tiene miedo; tiene plomo en su alma y los recuerdos son curvas cerradas que lo acercan más y más a su propio infierno. Entonces el violinista grita y el grito retumba y la ciudad se esconde porque el violinista es un tipo duro, sin familia, capaz de cualquier cosa. Es un extranjero.

Y el violinista acepta morir, mientras muerde la droga insaciable y piensa que pensar es destruirse y piensa que ya no piensa y ya no hay nada, ni recuerdos, ni plomo, ni dolor. Solo penitencia por los pecados que el violinista no cometió.

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