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Con el dopaje hemos topado

Íñigo Jáuregui Ezquibela

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Vuelvo a la primera persona, algo que no suele ser habitual, porque no se me ocurre otra manera de describir lo que voy a explicar a continuación…

Siempre he sido un tanto ingenuo en relación a los asuntos relacionados con la montaña y los montañeros. No me arrepiento de ello y, hasta cierto punto, espero seguir siéndolo o que otros lo sean. Cuando utilizo la palabra “ingenuo”, lo haga para subrayar que siempre he creído que los alpinistas estaban hechos de una pasta distinta a la del resto de deportistas y que el ejercicio de un deporte no competitivo, sacrificado, poco o nada comercial y alejado de los focos mediáticos debería, por fuerza, favorecer esta diferencia. En otras palabras: imaginaba que el alpinismo se regía por un código de normas no escritas bastante alejado del del resto de especialidades deportivas y que ciertos hábitos no tenían cabida en esta disciplina. Tanto es así que, durante muchos años pensé que los montañeros jamás se dopaban y que esta comunidad y sus valores eran completamente ajenos o estaban en las antípodas de esas prácticas. Así fue hasta que un buen día, leyendo un libro escrito por Reinhold Messner, descubrí un párrafo inquietante, una frase en la que su autor no solamente refería la gesta protagonizada en 1953 por Hermann Buhl durante la primera ascensión al Nanga Parbat sino que, además, señalaba que la misma no hubiera sido posible sin la ayuda de un producto llamado “pervitin” o “pervitina”. La alusión me sorprendió bastante, pero no indagué más, y así quedó la cosa.

La segunda vez que caí en la cuenta de que el uso de sustancias dopantes estaba más extendido de lo que imaginaba fue en el refugio de Goûter, la víspera de ascender al Mont Blanc. La primera sorpresa se produjo cuando comprobé que el producto más demandado y publicitado en el bar de este establecimiento era una bebida energética, la más famosa de entre todas las existentes. Sin embargo, lo verdaderamente desconcertante sucedió tras la cena cuando una parte considerable de los allí reunidos extrajo frascos, botes, termos y otros utensilios de sus bolsas de mano para, a continuación, proceder a la disolución en agua de diversas sustancias desconocidas. Al parecer, estaban preparando pócimas mágicas, fórmulas magistrales, bebidas isotónicas, preparados multivitamínicos y quién sabe qué más para mejorar su rendimiento y facilitar la ascensión del día siguiente. Al menos, eso es lo que confesó un montañero alicantino cuando le pregunté qué estaba haciendo. La respuesta fue, más o menos, la siguiente: “Nada. Preparar una receta que me ha recomendado un preparador físico para prevenir las agujetas y los dolores musculares”. Por si acaso, se cuidó muy mucho de explicar cuál era su composición o qué contenía.

La última prueba, y la confirmación de lo que venía sospechando, la he obtenido hace escasas fechas, tras leer una obra publicada en 1963 y titulada Los Andes, 400 años después. El libro, redactado por Antonio Aymat, contiene el relato oficial de la expedición que un grupo de alpinistas españoles patrocinados por la F.E.M. realizó durante el verano de 1961 a los Andes del Perú. La aventura, capitaneada por Félix Méndez, coronó 38 cimas vírgenes, abrió una nueva vía en el Huascarán Sur y tuvo un trágico desenlace debido al fallecimiento de Pedro Acuña, uno de sus miembros. Pues bien, al final del volumen se ofrecen numerosos detalles acerca de la alimentación, el material técnico empleado y los diferentes productos farmacéuticos que contenía el botiquín. Hay varios apartados. En el de anestésicos figuran: pentotal, novocaína, nembutal pentone, anestesina, pasta analgésica y pastillas anestésicas. Y en el de analgésicos, somníferos, ataráxicos, antitérmicos, estimulantes y un largo catálogo de psicofármacos, opiáceos, barbitúricos y anfetaminas: optalidón, pristinal, diosedal, luminal, largactil, belladenal, somatarx, profamina, atropaver, dolantina y coramina. Es probable que la mayoría tuvieran un fin terapéutico, pero es probable que también se les diera otro uso como sucede en la actualidad con la dexametasona, el edemox, el diamox, el epipen o el decadron.

Pero volviendo a la pervitina y al bueno de Buhl, existen dos libros de reciente aparición en los que se explica con todo lujo de detalles el papel que ésta y otras drogas semejantes como la dexedrina, desempeñaron durante la Segunda Guerra Mundial. El primero se titula Las drogas de la guerra y su autor es el historiador Lukasz Kamienski y el segundo, El gran delirio: Hitler, drogas y el III Reich y lleva la firma de Norman Ohler. Ambos señalan que la pervitina, actualmente conocida bajo el nombre de “cristal”, era una metanfetamina que, durante años, fue administrada a las tropas alemanas para incrementar su tolerancia al dolor, estimular sus sentidos y reducir el hambre, la sed y el sueño. Su fabricante, la empresa berlinesa Temmler – Werke, suministró a la wehrmacht 29 millones de “píldoras de asalto” entre abril y diciembre de 1939. Y todo parece indicar que, tras la finalización del conflicto, se siguieron fabricando. Eso al menos es lo que se desprende del siguiente testimonio de H. Buhl mientras preparaba su ascenso al Nanga: “Me arrollo el anorak a la cintura, me pongo en los bolsillos el banderín, mi máquina fotográfica, mis guantes de recambio y mi cantimplora llena de infusión de coca. Añado también pervitina y padutina contra las congelaciones y cojo mi piolet”. Eran otros tiempos y… otras drogas. 

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