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Lancelotto Malocello nunca existió por Octavio Hernández

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Me pregunto qué pensará la próxima generación de investigadores que pueda observar sin prejuicios lo sucedido en 2012 con la conmemoración del alucinógeno VII Centenario de la fantasmagórica arribada a Lanzarote de un personaje legendario que nunca existió. Si, como intuyó Fernández Armesto, las islas representadas en el portolano de París datado en 1339 son las de Madeira, seguramente los portugueses se reirán de buena gana. En cambio, si reparamos en que la fecha que justifica el aniversario, 1312, fue propuesta para la arribada de un Maloisel francés, entonces serán los galos los que se carcajearán a mandíbula batiente. Ellos, al menos, han sabido comprender con bastante menos apasionamiento que los italianos que toda esta historia sobre el primer colonizador europeo de las Canarias orientales es pura superchería. Pero, salvando las opiniones de portugueses, franceses e italianos, cabe expresar a quienes esto lean en el futuro que, en el momento de redactar estas líneas, al igual que mis dos artículos anteriores, la versión canónica no ha sido refutada en profundidad, la tarea sigue pendiente. Mientras tanto, sólo puedo contemplar con cierta perplejidad las declaraciones públicas que la prensa recoge acerca del falso genovés y sobre la búsqueda de su “castillo”.

Toda esta aventura a ninguna parte de este centenario es un insulto al método científico: existiendo dudas razonables que hasta hace unos años justificaban la precaución y la prudencia de la mayoría de investigadores respecto a la leyenda, la investigación debió proceder primero a contrastar y comprobar la existencia del personaje, antes de dar por cierto el viaje y estancia en las islas, que son variables dependientes de la primera. En vez de andar suponiendo y buscando un castillo que verifique la existencia de su evasivo constructor, la posición científica tendría que ser comprobar que la persona no es un mito. A este respecto, ya señalé que la documentación antigua disponible se resiste con la contumacia de la evidencia a validar la leyenda. Hace falta algo más que un frontispicio en una casa de Varazze y, desde luego, es inadmisible el recurso a documentos perdidos de los que nada cierto puede deducirse sensatamente, o la falsificación de datos para hacerlos casar con opiniones preconcebidas. Por el contrario, la documentación vinculada apunta muy serias objeciones a la credibilidad de la, por ahora, versión oficial.

Pero es que, de todos modos, la respuesta no se encuentra en los textos antiguos, sino en los mapas. Si yo dijera que los nombres de nuestras islas orientales son variantes evolucionadas de alguna isla mítica, por ejemplo, esto no sería para nada evidente sin el aparato gráfico que lo demuestra. Ha sido un error constante limitarse al material escrito y dejar aparte o en segundo plano la cartografía medieval. El atento examen de esta no deja resquicio a la duda acerca de la inexistencia del personaje de marras, pues explica con meridiana claridad cómo se formaron los nombres de las islas Canarias orientales y ninguno corresponde a un antropónimo, a un nombre y apellido personal, como suponen con empeño cerril los seguidores del dogma de Lancelotto Malocello. Para quienes, fuera de lo políticamente correcto, quieran emprender la búsqueda a través de la prueba y error, de hipótesis levantadas y demolidas en busca de la verdad sin que vaya en ello ninguna honra académica o curricular, la primera sugerencia que puedo hacer es esta: la leyenda textual de Malocello se ha levantado sobre la lectura de la cartografía y en los mapas está la solución.

La segunda sugerencia dictada por la experiencia es que lo representado en estos, en cuanto a las islas atlánticas, apenas tiene relación con observaciones reales, los nombres evolucionan por deturpación de copia en copia durante siglos, acumulando errores de escritura que modifican radicalmente la redacción original, trasladan su ubicación geográfica o la multiplican mediante variantes a menudo puramente caprichosas, sin nexo alguno con los lugares concretos en los que inútilmente buscarán su sentido los investigadores modernos. La paleografía tiene todo por decir al respecto, es la disciplina que comprende mejor cómo se transforman las palabras a través de la lectura y escritura a lo largo del tiempo. Los nombres de Fuerteventura, Lobos y Lanzarote se originaron por deturpación de otras denominaciones aplicadas a otras islas en la cartografía medieval anterior al siglo XIV. Lanzarote y Marocelus no son nombre y apellido, sino dos nesónimos distintos anotados al costado de la misma isla. Quizás los lobos marinos (escritos en un claro dialecto sardo en las copias de París y Londres atribuidas a Angelino Dulceti), sean el único elemento observable y objetivo, pues hay varias islas con poblaciones estables o estacionales de focas por todo el Atlántico, pero sorprendentemente el nombre Lobos que presenta la Isleta majorera con bastante probabilidad se originó en otra isla y por otros motivos ajenos a la observación.

La tercera sugerencia, en relación con esto, es que una vez centralizado el esfuerzo en esta materia de estudio carto-paleo-gráfica, no se debe separar el estudio de los portolanos del de los mapamundis anteriores, pues la toponimia en estos pseudo-roteros del siglo XIV es extremadamente conservadora respecto a sus fuentes y evoluciona a partir de la recogida en aquellos hasta el siglo XIII. Solamente con la observación de los portolanos no se encuentra la solución, algo que explica por qué los intérpretes de nuestros nesónimos atlánticos hubieron de inventar el personaje Lancelotto Malocello para ensayar una explicación a lo que leían en las cartas, donde la toponimia casi siempre omite los detalles y es parca en las referencias contextuales de los nombres, planteando a lectores posteriores y poco avisados lecturas especulativas que, cuando son trasladadas a sucesivos mapas, acaban provocando tremendos equívocos en el futuro, como es el caso.

La actitud correcta frente al despropósito del VII Centenario es sostener el mismo espíritu crítico que llevó a Serra Ráfols a fustigar las especulaciones de Charles Verlinden sobre Lancelotto Malocello. Si bien él mismo no fue capaz de sobreponerse a la propia leyenda e incluso la reforzó al apoyarse en ella, reclamo su ejemplo como inspiración frente, por ejemplo, a la irracional rotundidad de Cioranescu, que decretó sin mayor fundamento la incuestionabilidad de la hipótesis canónica sobre el falso genovés (y así nos va). La docilidad con que nuestros estudiosos se han entregado en cuerpo y alma a los oportunistas que se sacaron de la chistera el VII Centenario me produce vergüenza ajena y sincera preocupación por un pueblo al que de tanto negarle el derecho a la verdad sobre su propia historia, ha acabado siendo mero espectador de las mentiras edificadas para ensalzar miserablemente unas falsas glorias nacionales de Estados en horas bajas, como España e Italia, cuyos gobernantes harían mejor en callarse respecto a sus verdaderas ocupaciones medievales en estas islas. Puedo respetar a las autoridades canarias de la historiografía y la arqueología del siglo XX, pues con los medios de los que disponían y en el aislamiento de comunicaciones del archipiélago, realmente hicieron lo que pudieron con la mejor intención de esclarecer nuestro pasado. Pero en la actualidad, con los medios existentes y la información circulante, los actuales no merecen esa indulgencia: el despropósito que han acometido con el VII Centenario es una falsificación deliberada, una imprudencia por interés o ausencia de esfuerzo investigador, o por un retraso intolerable en el conocimiento de los medios existentes. Es injustificable que abandonaran la prudencia y precaución de que hicieron gala los estudiosos que, con un acceso limitado y lento a fuentes y datos poco disponibles, intuían que Lancelotto Malocello podía ser un fiasco histórico y dejaban la incógnita abierta al criterio de una generación de investigadores posterior. Conmemorar un aniversario en estas condiciones es manipular la historia con fines ajenos a ella. De estas fallas se han valido los desaprensivos promotores del evento, aunque como la mentira tiene las patas cortas, al final el mito de Lancelotto y el risible VII Centenario serán condenados al anecdotario curioso de las mentecatadas que servían de excusa en nuestros días para el despilfarro de fondos públicos, la vegetal inercia académica hacia el sol que más calienta o el boato cuelgamedallas de cuatro cargos en busca de una foto.

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