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¿Y si Lanzarote Marocelo nunca existió? (I) por Octavio Hernández

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Aún siendo tan parcas y discutidas cada una de estas informaciones, el éxito del esquema interpretativo ha sido tal, que en 2012 diversas instituciones públicas y privadas de Canarias e Italia han decidido celebrar con apoyo de los Gobiernos español e italiano un VII Centenario de la supuesta arribada de Lanzarote Marocelo, en calidad de primer descubridor conocido. En estos días se han celebrado las denominadas Jornadas de Lancelotto Malocello en la isla de los volcanes, dentro del amplio programa de actos del pretendido centenario.

El evento ofrece ocasión propicia para una lectura crítica que contribuya a esclarecer qué puede haber de cierto en los datos que apoyan una versión tan consolidada como falsa según nuestro buen saber y entender.

La historiografía ha dado por válida la hipótesis de que el genovés Lanzarote Marocelo arribó a esta isla en el primer cuarto del siglo XIV y motivó su denominación en los portolanos de Angelino Dulceti hacia 1339, pero la documentación medieval se resiste a aportar pruebas concluyentes y bautizar una isla con nombre y apellido de persona contraviene la práctica habitual en la toponomástica de la época. No reúne carácter probatorio que los cartógrafos inmediatamente posteriores reprodujeran sistemáticamente el nesónimo, pues sólo seguían la constante de copiar lo más escrupulosamente posible datos disponibles en cartas anteriores, algo que el propio Dulceti es probable que hiciera en las suyas sin que se hayan conservado los originales que manejó.

En cuanto a los autores de las narraciones del Libro del Conoscimento y Le Canarien, que ofrecen las únicas referencias concretas al personaje, nada se opone a que provengan de una etimología popular hecha circular a partir de los propios portolanos, precisamente por no poder explicar el origen y significado de los nombres planos y desprovistos de detalles esclarecedores que hay en ellos. Viene a zanjar esta discusión que Dulceti con toda seguridad no sabía qué isla estaba representando concretamente en el mapa y, por lo tanto, las circunstancias de su posible historia solamente pueden haber sido asignadas a posteriori, de manera que la explicación del patronímico Lanzarotus Marocelus constituye un anacronismo y tendría carácter legendario, no real.

El hecho de que las cartas dulcetianas contengan en efecto la primera representación de unas islas atlánticas con los nombres por los que serán conocidas las canarias orientales, no significa que fueran exactamente estas las que se ha pretendido situar y denominar. Es lícito pensar, más bien, que los navegantes que se han aventurado mar adentro han visitado Azores, Madeira y Canarias, pero al principio y durante más de veinte años después de 1339 sus descripciones no serán suficientes para que los cartógrafos alcancen a diferenciar estos archipiélagos. En las décadas de 1330 y 1340 las azoreanas cercanas San Miguel, con el islote de Vilafranca, y Santa María; Madeira, con la Gran Salvaje y Bugio, y Porto Santo; y Lanzarote y Fuerteventura, con el islote de Lobos, pudieron intercambiar sus identidades precisamente en el momento en que se estaban formando sus denominaciones primigenias, que serán también intercambiables. Los dos mapas de Angelino Dulceti conservados en París y Londres podrían representar entonces precisamente un fallido intento de condensar las primeras informaciones dispares que están llegando y, a la vez, casarlas con las escasas fuentes literarias disponibles, no sólo geográficas sino también legendarias o de ficción.

En la copia de Londres del mapa de Dulceti no aparece el marocelus que la versión oficial supone ser apellido del descubridor. El cartógrafo de Mallorca no emplea en sus obras ni un solo topónimo compuesto de nombre y apellido que corresponda a un personaje individual identificable de la sociedad de su época. La expresión lanzarotus marocelus parece ser fruto de una mala lectura del mapa: solamente la isla se llama Lanzarote, nombre de gran predicamento en la época por llamarse así el principal protagonista de la materia de Bretaña, Lanzarote del Lago, siendo entonces marocelus una localización prescindible, o bien un sinónimo de lago en latín.

La obra en prosa de Chrétien de Troyes tuvo eco temprano en las tierras de habla catalana a través de los trovadores provenzales a partir del siglo XII y no es de extrañar que circularan tempranamente traducciones del francés al catalán por las bibliotecas cortesanas y eruditas, de manera que en el primer cuarto del siglo XIV existía una acusada familiaridad con las aventuras de este caballero, que parece haber contado con gran aceptación en Mallorca, centro de tráfico literario, a juzgar por los textos y fragmentos conservados en la isla que hacen referencia al ciclo bretón.

Corroboraría la base artúrica de esta denominación primigenia el nombre dado a los islotes Alegranza y su derivado Graciosa, que en el Lanzarote del Lago corresponden a la Isla Joyosa, la Joyeus Ile o isla de la Alegría. La isla vecina, la forte ventura, también tiene un homónimo en la geografía de la misma narración caballeresca: la expresión ventura aparece asociada a “aventuras dolorosas”, siendo la Torre Abenturosa un lugar donde el héroe habrá de pasar trabajos venciendo las adversidades. Hay otra torre o castillo en las narraciones de Chrétien de Troyes, que se llama de la Pesme Aventure, donde transcurre una de las peripecias de Yvain, el Caballero del León. Pesme Aventure significa pésima fortuna, es decir, forte ventura. Los castillos, tierras, torres, reinos o islas aventurosos de la materia de Bretaña son todos lugares de trance doloroso que ponen a prueba la perseverancia del protagonista al estilo de los trabajos de Hércules de la mitografía. Por nuestra parte, pensamos que en el mapa original que copia Dulceti el cartógrafo o navegante desconocido ha querido ver las islas perdidas, maravillosas y extrañas donde Lanzarote del Lago, el nuevo Perseo de las Górgonas, el nuevo San Jorge o San Patricio del dragón, pasa su forte aventura, en su reino o torre Abenturosos.

No parecen meras coincidencias, sino pruebas de que nos podríamos hallar ante un ensayo de nesonimia inspirada en el principal relato caballeresco de la época, muy difundido entonces en lengua tanto galaico-portuguesa como catalana. A la pregunta de por qué existiendo estas indicaciones nadie ha puesto de manifiesto estos hechos, cabe responder que ha habido un exceso de intencionalidad patriotera en la historiografía europea decimonónica de italianos, franceses y portugueses, que han pretendido arrogarse para sus nacionales, aún sin pruebas fehacientes, la gloria del supuesto descubrimiento, actitud que en el siglo XXI todos podemos coincidir que es tan nociva como trasnochada.

Los propios nombres de tan marcada evocación literaria y ahistórica delatan que el cartógrafo se limita a ponerlos en unas ubicaciones abstractas, como hace Rabelais siglos más tarde al escribir en su Pantagruel, con sorna: Marotus du Lac, monachus, ès Gestes des Roys de Canarre. Con más acierto, a la postre, que los documentos extraviados que nunca aparecieron: el fogliazzo notarile sobre Lanzaroto Malocello de Michel-Giuseppe Canale, el nunca hallado petit discours acerca de Lancelot de Maloisel citado por Paulmier de Gonneville, o los perdidos diplomas de Fortunato de Almeida y su Lamsarote da Framqua, mezclados y refundidos por Charles Verlinden, batidor de las turbias aguas de estas socorridas lagunas de los archivos, más profundas que el lago de Lanzarote, por las que se ha escurrido la verdad histórica desde el siglo XIV.

En los dos portolanos dulcetianos, las supuestas islas correspondientes a las actuales Lanzarote, Lobos y Fuerteventura, aparecen claramente separadas de las islas del grupo de Canaria. Fernández-Armesto piensa que las islas que pone Dulceti pueden corresponder, en realidad, a Madeira, con las Desertas, y Porto Santo. Es plausible. Sin embargo, el marocelo no tiene por qué ser originalmente un apellido, incluso si Dulceti lo copia como tal. La erudición medieval ponía a disposición de los cartógrafos otro tipo de referencias: el ojo de las Górgonas de la mitografía, o la pupila metafórica de Catulo (insularumque ocelle, quascumque in liquentibus stagnis) y Cicerón (ocellos, oculos orae maritimae), recurso descriptivo repetido en la literatura latina posterior (como se lee en la máxima alegórica de la ciudad de Emden, con su peculiar forma lacustre: “Civitatem Frisicarum ad mare ocellus”), o bien todas las narraciones populares medievales relativas a los ojos de mar, los vórtices y vorágines que comunican con el abismo del océano, con el infierno, el Gorgo. Si admitimos estas influencias, marocelus podría traducirse como un accidente geográfico con forma de pozo negro u ojo de mar. Resulta muy sugerente, en este sentido, a simple vista, el islote de Vilafranca que se encuentra al costado de la isla de San Miguel. ¿Será este el marocelus oculto en el portolano de Dulceti?

Sean las Azores próximas, o las de Madeira, o las Canarias Orientales, lo cierto es que en el momento en que Dulceti las representa, no sabe a ciencia cierta de qué islas se trata, ni dónde están exactamente. Se limita a suponer una localización basándose en parcas noticias de marinos que han avistado por separado los tres archipiélagos confundiéndolos, y sobre todo, elige su ubicación frente al que supone Hesperionceras, el promontorio africano donde figuran las islas Górgonas en la literatura clásica y medieval (Solino, Isidoro, Plinio). Es decir, él se inspira más en la literatura disponible que en una localización geográfica observada en realidad, cuyas coordenadas no podía conocer con la técnica náutica de la época, basada casi exclusivamente en la brújula. De manera que en 1339 no hay todavía posibilidad de verificar un dato histórico tan concreto de una isla necesariamente concreta, ésta es una idealización por aproximación que invalida la pretendida asignación del descubrimiento al genovés. Si no hay isla real, no hay descubrimiento ni, por tanto, puede haber descubridor.

La nacionalidad del presunto primer colonizador europeo constituye otra hipótesis difícil de sostener con los datos actuales. El topónimo nominal más empleado por Dulceti -más de una docena de veces- es San Jorge, transcrito san zorzo generalmente. Basta un examen superficial de san zorzo en la cartografía medieval para darse cuenta de que Lanzarote también es una lectura posible por deturpación del nombre del santo, basándonos en que la isla aparece de hecho representada con el blasón de San Jorge, cruz de gules en campo de plata, que antes que bandera de Génova es el símbolo que representa a este santo y así figura en distintos estandartes y en la toponimia desde las islas Británicas hasta Turquía. La comparación que se ha hecho a veces, como en Le Canarien, con la isla de Rodas se debe, sin duda, a que ésta trae en los portolanos una cruz parecida a la de San Jorge que ostenta Lanzarote. Pero los símbolos cruciformes dibujados sobre estas dos y Quíos, convencionalismos cartográficos del siglo XIV, no son homologables, pues cada uno obedece a circunstancias y motivaciones diferentes. Rodas está relacionada con la soberanía papal por ser capital de la Orden Hospitalaria de San Juan de Jerusalén, convertida en una milicia pontificia de hecho desde que en 1113 fuera colocada bajo la tutela del Papa. En 1307 Clemente V hizo la cesión a la Orden de “praedictam insulam, cum ómnibus iuribus ac pertinentiis suis” bajo perpetua autoridad apostólica. Esta es la razón de que se dibujara una cruz sobre Rodas. En 1346, Clemente VI solicitó a Bizancio la cesión de la isla de Quíos por tres años, con garantía de devolución, para convertirla en base logística de los Hospitalarios desde donde hacer frente a la gran ofensiva turca de Levante. La isla había sido recuperada de manos de un potentado genovés por los griegos en 1329, después de veinticinco años de ocupación. Quíos volvió a la soberanía latina por las armas de Génova hasta 1566.

La idea de que no hay relación entre el símbolo dibujado por Dulceti y la supuesta nacionalidad del presunto primer descubridor cobra fuerza si tenemos en cuenta que “li vegi marin” (nombre que figura al lado de los actuales islotes de Lobos; o las Desertas, si seguimos a Fernández-Armesto), literalmente “los bueyes marinos”, no es una expresión genovesa, sino una forma exclusiva de las variantes del dialecto de Cerdeña, el sardo, para designar la foca monje. Esto indica, en cualquier caso, que la fuente del cartógrafo hablaba y entendía el sardo. Enrico Alberto d'Albertis ocultó este dato y atribuyó interesadamente la expresión a los genoveses y todos los autores posteriores aceptaron acríticamente esta atribución. Como la bandera de Cerdeña también porta el símbolo de San Jorge, ¿deberíamos cambiarle entonces la patria de origen al tal Lanzarote? No, por supuesto que no. También podríamos entender que el nombre de Lanzarote, caballero de Chrétien de Troyes, y de San Jorge, el Perseo medieval (los tres personajes míticos tienen un hilo narrativo común, con lagos, dragones o górgonas e islas lejanas), rivalizaban en los primeros avistamientos de los navegantes y en la erudición medieval. Dulceti se habría limitado, en una hipótesis alternativa, a sintetizar y componer en una sola representación esos datos dispersos y distintos, empujado por la similitud formal y deturpación en la lectura sanzorzo>lanzorto>Lanzarote, que solamente un atento estudio de visu de la cartografía medieval y renacentista permiten descubrir y entender. Compruébelo usted mismo: Lanzarote y Fuerteventura aparecen constantemente duplicadas en las denominadas “falsas Azores” con los nombres de San Zorzo e Isla de la Ventura, hipótesis que ya avanzó De Goeje en 1937.

Lanzarote en Canarias es San Jorge en las “falsas Azores”, pero no la actual San Jorge azoreana, que fue bautizada en el siglo XV, sino la que hoy conocemos como San Miguel. Fuerteventura habría de ser, entonces, la actual Santa María, Isla de la Ventura de la cartografía medieval y renacentista. Esta duplicación resulta esencial para comprender qué ha ocurrido, cómo de han intercambiado, confundido y deturpado las denominaciones.

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