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Opinión - Vivir sobre un polvorín. Por Rosa María Artal
Sobre este blog

La palabra muruza es montañesa. Significa “conjunto desordenado de cosas por lo general menudas” y en particular “ingredientes”. Es una palabra que carece de vitalidad. Y no por insuficiencia propia, sino debido a la situación de diglosia o depreciación de lo propio (por lo general inducida) que padece el montañés. Lo mismo sucede con el resto de modalidades lingüísticas cántabras. Así, que las esquilas pasen a ser quisquillas cuando se cocinan, los muergos navajas, los muriones caracolillos o que no haya carne de jatu a la venta en las carnicerías son situaciones anómalas provocadas por este problema, la diglosia, cuya solución pasa por el aprecio a lo propio. Y sabido es que no se puede apreciar nada que no se conozca.

El ser humano es en lo que le rodea. La cocina es una forma de ser.

Y de estar, de ahí la expresión cultura del territorio.

Ser y estar son nuestras dos coordenadas vitales básicas. Ningún lugar mejor que éste para empezar.

Las fotografías, todas originales y en blanco y negro, propiedad del autor, aluden al texto, no necesariamente de forma explícita. La relación no es unívoca. Lo mismo sucede con los textos, de redacción fragmentada, cuya ligazón requiere del esfuerzo liviano si bien sostenido del lector. Y como en la cocina, no es obligado seguir receta alguna.

La 'borona'

Mario Corral García

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En montañés el género marca diferente calidad y lo hace en beneficio del femenino. Así por ejemplo ventana y ventanu, botella y botellu, etc. Pero no siempre esta norma es tan fácil de aplicar. Hay veces que la comparación se establece entre entidades que aparentemente no guardan relación alguna entre sí. Por ejemplo cucina y cucinu, siendo éste el recipiente donde comen los animales, particularmente el marrano. Pero esta aparente desconexión es eso, solo aparente. Generalmente siempre hay un enlace, aunque sea soterrado. Así, para el caso anterior, la cucina es además de la cocina el cuenco de madera donde se amasa la torta, un recipiente parecido al destinado a los animales. Resuelto queda, pues, el parentesco entre cucina y cucinu. Pero, como decíamos, no siempre es fácil descubrirlo.

Esta regla, la de marcar la calidad según el género, también es de aplicación para borona y boronu: pan de maíz la primera y la masa de sangre ligada con cereal y alma de grasa que se parece a la morcilla pero sin serlo, el segundo. La borona es más apreciada que el boronu, como indica el género.

Ambas palabras proceden del céltico BRON, “pan”. Pero, ¿cómo una palabra prerromana ha terminado dando nombre a un alimento hecho con maíz, que tiene su origen en América? Fácil; la borona original es probable que fuera de mijo (todavía en el pueblo de Escobedo al maizal se le llama mijotal), cereal que sería sustituido paulatinamente por maíz. El nombre supo adaptarse a la nueva realidad, sencillamente. Todo lo que no cambia en la naturaleza, muere. Y la borona sigue viva.

En Escobedo decíamos entre paréntesis que al maizal lo siguen llamando mijotal, de mijo, con ese abundancial que se aplica al reino vegetal. En Cabuérniga sinónimo de maizal es boronal.

La borona no se hace, se mete. Lo mismo que la fruta, que no se coge, se apaña. Cada producto tiene su verbo, el verbo que hace a ese producto nuestro.

La borona cuece en el lar envuelta en brasas y ceniza, de forma parecida a como la madera se hace carbón en el monte. Se entiende, entonces, que se meta, pues efectivamente se mete dentro de un armazón cálido donde se hace. El humo que expele es fino y sube recto. Se reconoce fácilmente. El paisaje de hilos de humo prendidos de las chimeneas es característico. Y bonito. Dentro del ámbito de la estética también se aprecia la regularidad de los tejados, la misma que la del bosque autóctono, la mano pasando suave por el lomo de un animal. Hablo de estética campesina.

Eran ya varias las veces que había comprado boronu envasado para que probara mi madre y ninguna había salido bien. “No era así” o “no es así como lo recuerdo”, repetía. Hasta que finalmente no lo compré lebaniego, sino montañés.

“¡Éste!”

Y era que la liga del montañés llevaba más maíz que trigo, a diferencia del lebaniego.

Friendo un poco en la cocina pregunto si lo vamos a comer con pan o cómo a lo que mi madre responde que no, que el boronu ya es como pan, aunque de sangre.

Los masai comen sangre líquida, añade mi madre, y nosotros así.

El boronu se sirve en rodajas y se echa azúcar a todo. Cuando coges una rodaja echas un pellizco más de azúcar al alma, la grasa del centro, que debe su nombre al color y a que está adentro. La leche, fresca, para contrastar. No se moja. Se muerde o mete entera la rodaja a la boca si pequeña y de seguido se bebe un trago, masticando entonces.

Es la forma montañesa de hacerlo.

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La palabra muruza es montañesa. Significa “conjunto desordenado de cosas por lo general menudas” y en particular “ingredientes”. Es una palabra que carece de vitalidad. Y no por insuficiencia propia, sino debido a la situación de diglosia o depreciación de lo propio (por lo general inducida) que padece el montañés. Lo mismo sucede con el resto de modalidades lingüísticas cántabras. Así, que las esquilas pasen a ser quisquillas cuando se cocinan, los muergos navajas, los muriones caracolillos o que no haya carne de jatu a la venta en las carnicerías son situaciones anómalas provocadas por este problema, la diglosia, cuya solución pasa por el aprecio a lo propio. Y sabido es que no se puede apreciar nada que no se conozca.

El ser humano es en lo que le rodea. La cocina es una forma de ser.

Y de estar, de ahí la expresión cultura del territorio.

Ser y estar son nuestras dos coordenadas vitales básicas. Ningún lugar mejor que éste para empezar.

Las fotografías, todas originales y en blanco y negro, propiedad del autor, aluden al texto, no necesariamente de forma explícita. La relación no es unívoca. Lo mismo sucede con los textos, de redacción fragmentada, cuya ligazón requiere del esfuerzo liviano si bien sostenido del lector. Y como en la cocina, no es obligado seguir receta alguna.

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