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Primera Página es la sección de opinión de eldiario.es Cantabria. En este espacio caben las opiniones y noticias de todos los ángulos y prismas de una sociedad compleja e interesante. Opinión, bien diferenciada de la información, para conocer las claves de un presente que está en continuo cambio.

Cines, aquellos lugares

Exterior de la Filmoteca de Cantabria, en la calle Bonifaz de Santander.

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Leía hace un par de semanas que la Filmoteca de Cantabria lanzaba una campaña en la que invitaba al público a acercarse al cine durante este mes de diciembre, con la proyección de clásicos como El bazar de las sorpresas (Ernst Lubitsch), La vida de Brian (Terry Gillian) o Cuando Harry encontró a Sally (Rob Reiner), por citar tres ejemplos que hicieron más amable mi juventud y que me llevaron a amar el séptimo arte. La Filmoteca apuesta además por impulsar su ciclo 'Inéditos' —películas que no se han visto en Cantabria—, y aprovecha las fiestas para dirigir su programación hacia el cine más infantil o de temática navideña. Un entretenimiento de lujo para esta Navidad marcada por las restricciones de movilidad, por las medidas de distanciamiento, el toque de queda y el resto de normas revisadas en función del número de casos de COVID. Porque como sabemos, esta semana han descendido los contagios pero con seguridad durante la que viene volveremos a las andadas.

2020 se nos ha demostrado como un año en el que vivimos en una acelerada montaña rusa y que, en mi caso, me recuerda a aquella película de Peter Weir, El año que vivimos peligrosamente, con Linda Hunt, Mel Gibson y una estupenda Sigourney Weaver. ¿Cómo llevarán los cineastas, los escritores, los guionistas todo lo que estamos pasando? ¿Veremos en los próximos meses grandes producciones estadounidenses con protagonistas embozados que no sean Batman o Iron Man sino simples ciudadanos? Los anuncios televisivos de estos días ya empiezan a llenarse de reponedores de supermercados, vendedores, dueños de bares con esa mascarilla identificativa del año que todos deseamos dar por finalizado. Que termine pronto, por favor, aunque no podamos saltar en la Puerta del Sol o abrazarnos en el salón de nuestras casas.

Pero hablábamos de cine, de cultura, del entretenimiento para quienes quieran escapar del esperpento al que nos han llevado la pandemia, la incapacidad y ceguera políticas, Madrid e Isabel Díaz Ayuso, el rey emérito —convendría revisarle el adjetivo en función de la RAE: 1. adj. Dicho de una persona, especialmente de un profesor: Que se ha jubilado y mantiene sus honores y alguna de sus funciones. 2. adj. En la Roma antigua, dicho de un soldado: Que había cumplido su tiempo de servicio y disfrutaba la recompensa debida a sus méritos—, las ya lejanas elecciones norteamericanas, el veto de Hungría y Polonia al fondo anticrisis de la UE... En fin, esas noticias con las que nos desayunamos cada mañana y que nos alejan de la realidad en la que nos han sumido.

Pertenezco a esa generación para la que el cine era una válvula de escape, que proyectaba todos mis miedos en el hotel de Norman Bates, que vibraba con las aventuras de Indiana Jones —me acabo de enterar que Harrison Ford va a volver a interpretar al personaje con 78 años—, que me enamoraba de Lois Lane como un Clark Kent sin capa de Superman, que lloraba al ver morir a King Kong acribillado en lo alto del Empire State, que prefería el desparpajo de Han Solo a la melancolía de Luke, por mucho que me pareciese más al segundo. Y que, siempre, siempre, quise ser Cary Grant perseguido por una avioneta para acabar subiendo a mi litera a Eva Marie Saint. Esa generación que pegaba patadas a un balón en la calle, que jugaba a las chapas, al campo quemado, a la cuerda, que cambiaba cromos en la plaza y que muchos domingos acudía al cine de barrio o al de la parroquia a ver películas antiguas. Y al salir, comentábamos esta o aquella escena, discutíamos sobre si nos gustaba más Robin Hood, de Errol Flynn, o El halcón y la flecha, de Burt Lancaster. Imaginábamos qué habría pasado si las cosas hubieran sido diferentes, si el malvado hubiera acabado apretando el botón nuclear o matando al héroe con uno de esos sistemas tan sofisticados en vez de con una sencilla bala. Y regresábamos al hogar repletos de euforia cinematográfica, contándoles a nuestros padres que de mayor queríamos convertirnos en protagonistas de nuestras propias películas o, quizás, dirigirlas. O, en mi caso, escribir y reproducir en el papel lo que había visto.

El cine de hoy son las plataformas digitales; la cartelera la tenemos al alcance de la mano con uno o dos clics y la doble sesión se ha transformado en el atracón de cinco capítulos de la última serie de moda, se llame Gambito de dama o The Mandalorian, con su pertinente pausa para ir al baño, a la cocina o a recibir al repartidor de pizza. Y no sé si será la edad, pero cada vez que ojeo la agenda de los diarios y veo algún ciclo dedicado a un director, a una actriz o a varios clásicos como los de la Filmoteca, me calzo los zapatos, me pongo el abrigo y me dispongo a ser, una vez más, James Bond en su batalla contra el Dr. No. Y me disfrazo de chaval que quiere seguir manteniendo la ilusión.

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