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Artículos de opinión de Javier Gallego, director del programa de radio Carne Cruda.

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La jauría humana

El féretro de la actriz Verónica Forqué ha llegado esta mañana al Teatro Español, donde se ha instalado la capilla ardiente, ente aplausos de periodistas, cámaras de televisión y curiosos que se han congregado para dar el último adiós a la actriz. EFE/Juan Carlos Hidalgo
15 de diciembre de 2021 22:54 h

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No sabemos por qué Verónica Forqué decidió suicidarse. Sabemos que padecía depresiones, que se despidió de la televisión diciendo “no puedo más”. Desconocemos las razones profundas y complejas de su sufrimiento, pero conocemos que vienen de antes de su paso por MasterChef. Culpar de su suicidio al programa por cebarse en su inestabilidad o a las redes sociales por el linchamiento de unos miserables, es trivializar y simplificar su vida y su dolor. Pero sí sabemos algo: su muerte revela que somos una sociedad enferma de odio que no cuida de sus enfermos mentales. 

Verónica Forqué es un espejo de dos caras que refleja un doble problema de salud pública, la falta de civismo y la falta de cuidado, que vienen a ser lo mismo: una falta de amor. Faltan empatía y respeto. Pero si hasta la televisión pública emite un concurso que humilla a sus concursantes para divertimento del personal. Somos una sociedad que disfruta despellejando al vecino en las redes y viendo cómo lo despellejan en la tele, al mismo tiempo que abandona a las víctimas de tan desquiciada agresividad. Una sociedad que le grita “loca” a Verónica Forqué en Twitter pero no tiene medios públicos suficientes para atender las enfermedades de la cabeza. 

Aún recordamos la lapidación de una gimnasta de élite, que sufrió abusos sexuales, cuando se atrevió a retirarse de la competición porque su precaria salud mental ponía en riesgo su integridad física. La llamaron “débil” desde sus tribunas periodísticas y sus mullidos sofás quienes no han saltado ni el plinto en el colegio. Hay una jauría humana sedienta de violencia, borracha de rencor —como en la película de Arthur Penn—que coge el teléfono como antes cogía el arma para ajusticiar al primero que se ponga delante. Sé cruel y no mires con quién. Ni cómo ni por qué. 

Ni cuáles son las consecuencias. Son numerosos los casos de personas que se han quitado la vida, se han hundido en el fango, han perdido sus trabajos, se han tenido que mudar o esconder, por la persecución de la inquisición que les ha quemado en la hoguera digital. Pan y circo en la era de las telecomunicaciones. Carnicerías humanas con tecnologías de difusión y destrucción masiva. El César son los medios, el público quien berrea al emperador a golpe de clic para que baje el pulgar hacia el suelo. Ave Facebook, los que van a morir te saludan. El público aúlla. 

La sed de mal de la audiencia, de las masas, no es una novedad, la historia es un recuento de la sangre vertida por manadas virulentas. Pero hoy cuenta con un aliado poderosísimo que está poniendo en riesgo la convivencia y la democracia: el maldito algoritmo. Los algoritmos del odio que favorecen la polarización y la perversidad. También hay que pedirle cuentas a estas plataformas. Sus estrategias para ganar dinero han provocado incluso matanzas. Sacan lo peor del ser humano. ¿Qué son los Trump y compañía si no excrecencias de ese sistema? ¿Qué es el asalto al Capitolio sino el paso de la jauría humana de la red a la calle?

Nos hemos convertido en una sociedad de gente enferma que hace terapia en la red enfermando a otros. Comunidades disgregadas y alienadas, competitivas y asustadas, vierten su miedo y su asco. La pandemia ha empeorado aún más las cosas. Se han disparado la angustia y la ansiedad, las enfermedades mentales y los suicidios. La mayor pandemia después del virus está siendo la pandemia psicológica, advierten los psiquiatras, que están superados ante la falta de apoyo institucional. Si eres pobre, estás jodido. Tienes más posibilidades de estar mal, menos de que te ayuden. 

Del “saldremos mejores” hemos pasado al “sálvese quien pueda”. Ya nos hemos olvidado de la solidaridad y la cooperación, de los aplausos y los abrazos. Hemos vuelto al todos contra todos. Qué pena. Qué pena la muerte de Forqué. Me ha hecho pensar en Matar un ruiseñor. Ella lo era. “Los ruiseñores no se dedican a otra cosa que a cantar para alegrarnos. No devoran los frutos de los huertos, no anidan en los arcones del maíz, no hacen nada más que derramar el corazón, cantando para nuestro deleite. Por eso es pecado matar un ruiseñor”, escribió Harper Lee en una novela que condensa el malestar de nuestra época: “¿Llorar por qué? Llorar por el infierno puro y simple en que unas personas hunden a otras”.

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