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De pronto, la soledad. ¿Qué se hizo de los amigos que fiaron su vida a un sentimiento? ¿Qué del amor eterno jurado en una fiesta de fin de curso? ¿Qué del efímero rutilar de las estrellas del conocimiento, de la sensibilidad, de la ejemplaridad, de mis profesores, ídolos caídos u hombres muertos? “Sous le pont Mirabeau coule la Seine…” Súbitamente, recordaba los versos de Apollinaire. Sin transición, sin más condición ni conducho que la del estudiante pobre, me vi, perdido y solo, sobre el viaducto de Segovia, en mitad de la ciudad. En irreverente desprecio por el ‘spleen’ de Madrid, las autoridades habían pertrechado este espacio que congregaba tantas melancolías con unos parapetos de cristal, de tal manera que el vacío podía verse pero era imposible precipitarse sobre él.
Me volví, desde la calle Bailén hacia la Plaza de España, y, desde allí, errante, recorrí la calle de la Princesa. Juré frente al Palacio de Liria. Recordé a Luis Rosales al pasar por la calle Altamirano, y, cerca ya de la plaza de la Moncloa, me vi frente a una librería de viejo a la que accedí de manera maquinal, en acto casi reflejo. Hacinados en resmas, reposaban ejemplares de cuentos de hadas ilustrados con dibujos despersonalizadamente arquetípicos. No lejos de ellos, otro montón, en este caso de tebeos ajados del Capitán Trueno y del Jabato, sin más atención que la que les dispensaba el polvo y la luz que los decoloraba. “Demasiado tarde”, pensé. Demasiado tarde para casi todo. Demasiado tarde para la fantasía. Demasiado tarde para las hadas.
En mi panorámico repaso de los tejuelos, me encontré con un libro de Francisco Gómez Porro, ‘La conquista de Madrid’, un volumen en que el escritor manchego reflexiona sobre el flujo de migrantes que llegan a la capital en busca de un escenario para poner en escena una vida. Salí de la librería y, arrastrado por el deseo de leer el libro recién adquirido (no recuerdo si por compra o hurto), me metí en el Restaurante Manolo, donde, con un café de por medio, me dejé arrastrar por la insinuante prosa de Gómez Porro, que se movía, como yo mismo, como mi propia vida, en ese espacio quijotesco que media entre la realidad y la fantasía. ¿Era ese el último reducto de la infancia de quienes han perdido la infancia, acaso para siempre? ¿No me quedaba más recurso que admitir mi condición de condenado al ostracismo por sentencia firme de la edad adulta?
Con esa identidad de proscrito mal asumida, salí del café y seguí caminando hacia la Ciudad Universitaria. Entré en la Facultad de Filosofía, en cuyo paraninfo escuché la voz de Eustaquio Barjau recitando los primeros versos de la primera Elegía de Duino de Rainer María Rilke: “¿Quién, si yo gritara, me oiría desde las jerarquías / de los ángeles?” Entré. Me senté. Escuché. Las palabras de aquel hombre, sereno y apacible como todos los sabios, penetraban en el hermético y opaco mundo de Rilke esclareciéndolo con didáctica admirable y con emoción palpitante. Al final de la alocución, perplejo y en estado de levitación, apenas pude aplaudir. Salí del viejo edificio A de Filosofía. Entré en el metro de Madrid, que es para muchos un sitio para la lectura, un submundo de la fantasía. Y volví a Rilke con un renovado -y acaso pueril- acceso de esperanza: siendo un ángel, solo se puede vivir en el mundo de las hadas; ciertas vidas no transcurren en el tiempo, sino en el verso.
Aquella noche me dormí enseguida. Al sumirme en el sueño, vi a Arthur Schopenhauer, con el rostro contraído por el dolor, llorando un llanto estoico e inmóvil al ver arder los libros de la Feria de Frankfurt. El viejo Arthur, apoyado sobre su bastón, se dirigía pesadamente a una sala de cine en una muestra más de la irracional ucronía de los sueños. Al calor de la sala, un espectador dormía. Schopenhauer lo vio y trató de despertarlo en su afán educador. De aquel sueño, era yo quien despertaba. Y no era Schopenhauer quien me devolvía a la vigilia, sino un acomodador, advirtiéndome de que aquel era el último pase de la película que yo había visto, en sesión continua, tres veces seguidas, si bien a la tercera me había dormido. Sobre la pantalla, los títulos de crédito de ‘El cielo sobre Berlín’, de Win Wenders.
Las hadas, la fantasía, Rilke, los ángeles, la avidez de eternidad… me habían llevado de nuevo al cine en la ilógica mecánica de mi pensamiento, y esa razón subjetiva -que era, objetivamente, una sinrazón- me hizo concluir que las hadas y los ángeles estaban destinados a encontrarse.
Entre la nebulosa de los recuerdos, me veo a mí mismo buscando los ángeles de Rilke en el celuloide, avivando o relajando la atención, según los casos. En orden cronológico, mi primera referencia es ‘El difunto protesta’ (1941), de Alexander Hall, una comedia liviana, con tan pocas pretensiones como bajo vuelo. Este largometraje parece prologar una tendencia, la de la figura del ángel como personaje plano, casi una burda parodia de la esperanza y el cuidado que simboliza. Así aparece de nuevo en ‘Qué bello es vivir’ (1946), de Frank Capra, una película que me causó hondo impacto, precisamente hasta la aparición del ángel, de nuevo una figura esquemática y tontorrona, que hace declinar, en su último tercio, un film que apuntaba a obra maestra.
Para entonces, el ángel se había convertido en una presencia doctrinal de la moral pacata, de los valores de la pequeña burguesía. En torno al ángel, la comedia ligera encontró un verdadero filón comercial a cambio de una renuncia casi total al valor estético: ‘A vida o muerte’ (1946), de Michael Powell y Emeric Pressburger; ‘La mujer del obispo’ (1947), de Henry Koster; ‘¿Se puede entrar?’ (1950), de Georger Seaton; y, en clave de melodrama, ¡Sólo el cielo lo sabe’ (1955), de Douglas Sirk, son ejemplos de ello. Escasean las perspectivas más trascendentes, críticas o conceptuales, como en ‘El ángel exterminador’ (1962), de Luis Buñuel. Pesa mucho más la probada repercusión en las taquillas del esquema de la timorata moralina kitsch que había reportado pingües beneficios en el pasado y que empezaba a ser revisitada en ‘El cielo puede esperar’ (1978), de Warren Beatty y Back Henry (nueva versión de ‘El difundo protesta’); ‘Chico celestial’ (1985), de Cary Medoway; ‘Hecho en el cielo’ (1987), de Alan Rudolph; ‘Cita con un ángel’ (1987), de Tom McLoughlin; ‘Todos los perros van al cielo’ (1989), de Don Bluth, Gary Goldman y Dan Kuenster; ‘Para siempre’ (1989), de Steven Spielberg; ’Casi un ángel’ (1990), de John Cornell; ‘Corazones y almas’ (1993), de Ron Underwood; ‘Ángeles’ (1994), de William Dear (remake de ’Angels in the Outfield’, 1951, de Clarence Brown); ‘La mujer del predicador’ (1996), de Penny Marshall (remake de ‘La mujer del obispo’, ya citada); ‘Michael’ (1996), de Nora Ephron; ‘Un ángel en mi equipo’ (1997), de Gary Nadeau; ‘Una historia diferente’ (1997), de Danny Boyle; o ‘Los primeros amigos’ (1998), de M. Night Shyamalan.
Se abordó una nueva vuelta de tuerca con la inserción de una cierta atmósfera gótica al ligar los ángeles con asuntos como la muerte (‘¿Conoces a Joe Black?’, 1998, de Martin Brest), o la vieja dualidad entre el bien y el mal (‘Dogma’, 1999, de Kevin Smith). Desde entonces, la tendencia se bifurca entre ese universo neogótico con el efímero tinte de la Postmodernidad (‘Constantine’, 2005, de Francis Lawrence) que alcanza, por momentos, supuestos argumentales delirantes (‘Legión’, 2010, de Scott Stewart; ‘El guía de almas’, 1999,de Martin Brest; ‘Gabriel’, 2007, de Shane Abbess), y la pervivencia del modelo del entretenimiento superficial (‘Little Nicky’, 2000, de Adam Sandler; ‘De vuelta a la tierra’, 2001, de Paul Weitz y Chris Weitz; ‘Cuando los ángeles cantan’, 2013, de Tim McCanlies).
Sin embargo, entre tanto título prescindible, me encontré con ‘Angel-A’ (2005), de Luc Besson, y, sobre todo, con ‘El cielo sobre Berlín’ (1987), de Win Wenders, que tendría su continuidad en ‘¡Tan lejos, tan cerca!’ (1993), del mismo realizador. Una ley cinematográfica no escrita recomienda no dirigir nuevas versiones de obras maestras, so pena de hacer el ridículo, pauta que fue conculcada por Brad Silberling al realizar ‘Ciudad de ángeles’ (1998). Trascendí este risible traspié cinematográfico para atestiguar que los ángeles de Win Wenders eran aquellos que a Rafael Alberti se le habían caído del pecho al verso, aquellos que poblaban las Elegías de Duino de Rilke. Me dejé llevar por el aliento plomizo de una ciudad que palidecía por los baqueteos de dos guerras y una unificación pendiente. Me dejé arrastrar por aquellos seres que escuchaban los deseos de los humanos y reconducían sus pasos hacia una vaga aspiración de plenitud. Y, en un momento indefinible entre la vela y el sueño, supe que, si había un sitio en que un hada y un ángel pudieran encontrarse, sería Berlín. Pero esa es otra película.