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El día a día del poeta Joaquín Brotóns

Joaquín Brotóns firmando uno de sus libros

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En esos días jaraneros previos a las fiestas de Nochebuena y Nochevieja, me acerco a Valdepeñas a visitar a mi viejo y gran amigo el poeta Joaquín Brotóns. Al abrirme la puerta de su departamento, situado en una zona buena y, a pesar de céntrica, muy tranquila, vuelvo a disfrutar de la visión espléndida de la casa-museo que habita el vate, un ordenado conjunto, siempre dispuesto y muy aseado, atestado de cuadros y carteles, fotografías del escritor, esculturas del mismo, pequeños y primorosos objetos antiguos, recoletos mueblecitos de antaño. Alguien, ágil, mueve la colita, al contemplar a la visita que llega, sin ladrarme: su perro Gael, un gracioso chuchillo de caza que desarrolla una confortadora vida de pareja con el poeta que le alegra y le relaja por completo.

Joaquín Brotóns es madrugador, al contrario de otros muchos jubilados que salimos de la cama a las diez. Antes de que den las ocho ya está llevando a cabo la primera salida que ha de emprender su can. Al regresar de ese modesto recorrido rodeando unas cuantas manzanas, se prepara un discreto desayuno deglutiendo, además de la tostada, unas cuantas píldoras, pues el célebre creador soporta ya unos cuantos achaques. Brotóns es autor de una consistente obra, tanto en verso como en prosa, esta última realizada en varios libros y numerosísimos artículos; su poesía también ha quedado impresa en un considerable número de volúmenes y también como distinguidas colaboraciones en las más prestigiosas revistas. Todo ello está oportunamente recogido, con el útil añadido de una pujante compilación crítica y una atractiva selección gráfica.

Pero el bueno de Joaquín en el presente apenas escribe, como le ocurre igualmente al que firma este artículo. Una de las primeras conversaciones que tuvimos en esta ocasión consistió en abordar este problema. Frente a su semblante dudoso, expresé firmemente, ahora, antes quizá no tanto, que un escritor, para considerarse plenamente como tal, tenía que esquivar a toda costa la pereza, ofreciendo todo el tiempo de su jornada (la grandísima parte de su jornada, claro) a escribir. Y no vale la excusa de decir que primero hay que vivir, pues realmente para el escritor lo más selecto de su consuetudinario existir es su escritura. Aquí tenemos, a este respecto, grandísimos ejemplos como Galdós, Unamuno, Baroja, etc., por más que existan singulares excepciones, como la de Rimbaud, de después de producir su poca e inmejorable obra (sólo vio publicado en vida ‘Una temporada en el infierno’), abandonó la literatura dedicándose, hasta el final de su corta existencia, a quehaceres diversos, entre ellos el que le dio más fortuna: tráfico de armas.

Pero, no obstante, Joaquín Brotóns no tiene, ¡para nada!, paralizada su labor. Es muy activo en Facebook y toda su actividad artística actualmente queda volcada en esa expansiva red. Después de sacar al perro y tomar su desayuno, pasea por Valdepeñas, de la que nunca se evade, y toma fotos de apreciables elementos urbanos de la urbe, como distinguidas fachadas, puertas, rejas, etc. Luego elabora textos en los que cunde una veraz documentación que comparte con los lectores. De este modo, Joaquín Brotóns se muestra como un dinámico, y no oficial ni consabido, cronista de la villa manchega, tan importante ciudad vinícola. Yo he sido testigo de ello en el par de días que estado gozando de su grata compañía partiendo de la intimidad de su hogar, acompañándole en esas fructíferas andanzas matutinas. 

Pero a las doce hay que dejar lo que se esté haciendo y empezar a beber. Él, con su gracia sempiterna exclama: “¡Si a las doce no has bebido, el demonio te ha cogido!” De forma que Joaquín me conduce a unas bien nutridas tabernas del extrarradio donde nos echamos al coleto un buen y natural vino blanco rellenado con sifón, que entra como el agua sin producir un notorio efecto embriagador. Otros días, a mediodía vuelve a casa; almuerza del menú que le llevan diariamente (su cocina perennemente está tapada con un tapete de ganchillo), saca al perro de nuevo y abre ora vez el ordenador para escribir y comunicarse con los demás. En los días que he estado con él, hemos comido de vaso, finalizando, antes de pronto retirarnos, por dirigirnos a la plaza principal del pueblo, y en el bar Penalty compartir unos sorbos de pacharán acompañados de un “manolete”, sabroso paradigma de la rica bollería valdepeñera, probando un último vermú en alguna bodega que salía al paso.

Joaquín Brotóns tiene graves problemas de corazón; lleva instalado un muelle en las arterias. Sigue bebiendo, y yo quiero indagar por qué sigue bebiendo existiendo esos males. Sonríe y dice que le da un poco igual lo que le pase, aunque a la vida la siga amando, pero defiende que hay que beber algo porque si no, “el cuerpo se apodera de ti”. Joaquín en tiempo fue un bebedor constante, agarrándose un “pedo”, al menos, cada día. Estuvo bastantes años sin beber, amargado. Hay un poema suyo que refleja muy bien esas antiguas vivencias, el titulado “Joaquín Brotóns en su ciudad natal”, que dice así:

“Son las horas / dudosas, inciertas / y frías de la madrugada. // Duerme la ciudad-isla. / Los últimos bares / han cerrado sus puertas. // Y triste y destruido, / derrotado, / solo, / borracho, / caminas pesadamente, / torpemente / por las largas y silenciosas / calles de la ciudad amada, / por plazas, / parques / y callejuelas / perfumadas de vino-mosto… / que han sido testigos / de tus primeros escarceos sexuales / de adolescente desenfadado. // Es la misma ciudad-cuna, / el mismo ambiente / entrañable y frívolo, / pero ya / no son los años bellos, / jocosos, / alegres, / soñadores / y fraternales de la juventud. // Es una noche más perdida entre las sombras / y la angustia de la ansiedad. // Una noche más / en la que no ha aparecido / el arcángel de alas rosáceas. // Una noche más / en la que el dorado vino / te ha embriagado de recuerdos.”

Me toca regresar. Trasciendo el largo recorrido del portal del bloque donde Brotóns reside y me dirijo al coche. Realizo una llamada infructuosa. Recapacito dudando en mi futuro. Temo la entrada de este inminente 2023. Me someto, sin más remedio, a los riesgos que poseo, al negro porvenir que, tal vez, con todo el lío por el que pasa el mundo, se me avecina. Introduzco la llave en el auto. Antes del ruido del arranque del motor, quizá, surge la música desde el dispositivo radiofónico. Suena, triunfante, una melodía de Arvo Pärt, sones excelentísimos, con los que, con un tono modestamente amable, de un modo parco, mas agradecido, me consuelo.     

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