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Día de todos los santos

Foto de Josefina Aguilar
30 de octubre de 2022 11:03 h

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En memoria de César Gavela 

Ella duraba tanto debajo del agua que nos daba miedo, salía de cualquier lugar inesperado en aquel lago eslovaco. Aguantaba su respiración hasta el borde de la muerte. Lo que veía entonces al sumergirse alimentaba de imágenes su poesía. Yo iba a pie por carreteras místicas, la nacional 630 a su cruce con la n.110 Soria-Plasencia, Gijón-Sevilla. En muchas ocasiones me encontraba caminando por la una o la otra, hacia una por la otra, cruzando los lugares olvidados. Los días en Tornavacas fueron para contemplar el valle, descansar y curar ampollas. En mi cuaderno tomaba notas para los homenajes, amigos y amigas que se habían marchado pronto. Hola, buenos días mi poeta, así comenzaban muchas de las cartas de un año cualquiera desde un lugar cualquiera –más bien alejado de casi todos los lugares usuales y concurridos–.

Después de aquellos días, unas cuántas y extensas cartas que comenzaban, Adiós mi poeta. Cuántas veces habría escrito Adiós, o hasta siempre al principio del texto antes de extenderse hasta un hipotético final. Lo muerto solo se enfría, rápido pierde la temperatura, la muerte no existe, solo existe la vida, y lo que deberíamos llamar de alguna manera su ausencia, renunciando a la posibilidad de la palabra misma, pero igual que necesitamos de los clavos de la tienda de campaña, clavarlos profundamente en la tierra, y atar después a ellos los vientos para que no se vuele lo tendido, la muerte quiere que pronuncies cualquier palabra vacía, para que entres en ella. Por ejemplo, caballo o avión.

Resultará finalmente que el viejo Jünger –que contradicción llamar viejo al joven– tenga razón al referirse tantas veces al “Retorno” afirmando que al coincidir el cambio de siglo con el cambio del milenio amenazan mareas vivas históricas. Ella escribía hacia atrás y parecía que se borraba el rastro, ese escribir hacia atrás, o caminar hacia atrás, de espaldas, hasta el día de tu nacimiento, o hacia el día de los inicios, ligendetwas, visualmente era siempre un lugar espacioso desde el que salían innumerables caminos, y eso que lo encerraba en un puño, en unas cuantas palabras que aprietas tanto hasta que notas su pulpa.

La lentitud de ese retroceder caminando de espaldas, escribir con miedo, alejándote. Un avanzar hacia ti dejando atrás el horizonte, después el salto al vacío de un poema que escribes a oscuras, atravesando hacia atrás, caminando de espaldas por todos los festivos de tu vida. Al final de algún día, una breve carta para alguien que ya no está. Un poema, que sentimos bueno, inefable, único, debe secarse. Cada noche cruje en tu frente, está muy seco y se desmenuza. Vuelves a él después de mucho tiempo, y está aún más seco, se desmenuza en tu aliento. Tres días de aire ayudaron a limpiar el lugar de ese lenguaje necio que ellos habían traído. Me ocurre siempre, no va a dejar de ocurrirme lo mismo, incurro en ello, separaciones y encuentros, largas distancias para llegar a alguien.

Esos caminos, esas distancias se estiran en las palabras de amor. El valor al alza de las distancias, los kilómetros a pie desordenan los tramos, te vas quedando un poco en cada lugar, es como si tu gran libro ¿será el último? consistiera en tejer el cielo. Se estira la distancia en esas palabras de amor. Deben recorrer ¿la tierra entera? Si vas a llegar a aquella a la que amas, no cojas aviones, salva esa distancia a pie. Nunca sabrás cuando vas a llegar, ni ella cuando te irás. En otro lugar, un poco más al Sur, entre Mirabel y Riolobos, en una breve carta se lo dije. Ningún tonto, o inteligente de más, haría la boutade de escribir todos sus libros extrayéndose su propia sangre a modo de tinta.

Ella se excedió tanto con su muerte ¿Cómo la llamaba? Hijo, hijo, en todas las lenguas hijos. Querría trasplantarse los ojos de los animales y el corazón de un ángel. El viejo brujo se me reaparece en la voz de Handke ya pasado Cáceres, y este en una voz mucho más ulterior, antigua, pero no tanto para que ya no se oiga. Siento que está en él a veces la voz de Paul Antschel, o un Trakl que se ha pasado a narrador. Por todas sus gargantas pasa el aire que un pulmón de palabras rotas devuelve al mundo. Pero para que pasen por la garganta de este último, Ernest el joven, aquellos, los otros a los que se designa, deben estar muertos.

El pulmón se comporta como un fuelle con las estrellas. La luz de hoy, avivada por el aire. No pueden ser más cristalinos los reflejos en el agua. Se producen el milagro de los dos soles, de los dos amores. Secretos de la respiración, el aire que remueve las cosas vivas lo justo, no tanto como para que se rompan ni se duerman en sí mismas. Le pregunto a ella desde la cama, mirando el techo de una habitación de hotel barato en Arroyo de la luz ¿También hay soles y planetas ovalados? Para ella “siempre” significa ahora, mañana y pasado mañana ya están muy lejos. Después de Auschwitz e Hirosima, un poco antes del día X e y, -en ese tramo de tiempo he vivido- el poème es un truco, ahora que rezas así, en voz alta, las sagradas escrituras de Paul Antschel dentro de un campo de heno, hazlo por mí también.

Después de aquello el sol brillaba con tanta violencia, y las palabras se enfriaban hasta romperse. Veía las explosiones a distancia protegiéndose los ojos con las gafas de R. Feynman. ¿Qué acumulas? Esto, aquello, palabras inglesas, ¿o japonesas? Para hablar se ponía gasas en la boca. Entre puente y puente da tiempo a pensar. No es mucha la lluvia para este día eternamente nublado. Se prohibió decir en lo sucesivo aquella palabra machacada ¿…? Está entretejida a la voluntad de ser. Te decía, extirpala, extirpala, tú el adyacente. Informes de la nada, lo más difícil de escribir, pero incluso para no decir algo debía de insistir en la nada. Llegó a la conclusión de que solo la desaparición de la palabra lo lograría, y así comenzó el acto de borrado. 28 octubre de algún año y en algún lugar no concretado de la nacional 630, debería haber estado en todos los lugares y en todas las épocas, haber pasado al menos dos veces por este lugar in-con-cre-to. A ella se lo escribí en otra carta que mande desde Zafra a una dirección indeterminada en Lisboa.

Ya apenas hablamos de la muerte ¿Será porque es tan certera y objetiva en sus fines? La muerte no está nunca en nuestras conversaciones, la atribulamos, la esquivamos en las conversaciones de trenes que solemos mantener a la caída de la tarde en algunas terrazas de la ciudad vieja. Pero así la vida, o la existencia resultan incompletas. Falta revelar el sentido último de las palabras. En realidad tampoco hablamos de la vida, cuando las fibras de nuestro cuerpo han sido tomadas por lo extraño de la edad. Cualquier intento de hablar sobre ese asunto, acababa en largos y cenagosos pantanos de silencio. Me fotografiaba en playas que no acaban, en los altos de la sierra de Gredos. Así mostraba la plenitud de la vida.

En otoño nacen muchas cosas, más de las que mueren, no es un testimonio poético, es una constatación serena. Incluso la alegría es más pura cuando el sol baja de intensidad. Hacía poco más de una año que ella había muerto. Ella amaba el corcho. Corteza de alcornoque, una barca o una cuna de corcha. Cuando arranco algo, arranco siempre eso -corcha- eso es el árbol desnudo, el suave cuerpo del árbol descorchado, el sagrado Quercus suber. Entre 2013 y 2019 ella hizo más de dos mil fotografías de alcornoques recién descorchados, desde el alto Guadyerbas y los llanos de Velada hasta Aljezur. Recorrió en coche todas esas distancias entre el campo Arañuelo y la Alta Extremadura hasta el cabo San Vicente en Sagres.

Ahora acudo a su exposición en el centro de arte contemporáneo de Castelo Branco. [El árbol rojo] Si yo fuera re-encarnable -y esto no se puede elegir, algo te lleva a serlo contra ti mismo- sin duda sería un calamar. Lo seminal de la tinta, la deyección del espíritu. Un líquido más denso en otro más ligero tarda en diluirse, un alma con cierta densidad apenas lo puede hacer en las otras, y por tanto, con cuánta facilidad y acritud, sin apenas tener conciencia de ello, no reparamos en la incompatibilidad que resulta de lo re-encarnable hacia el alma, de lo figurativo a la simple luz del mundo.

¿Prefieres ser finalmente un bicho de ocho patas a ser la luz caldeando las piedras? ¿La luz que ilumina en otoño la mitad de la habitación llena de sandalias? Algunos preferirían ser perros ladrándole al sol, o delfines, o una hormiga arrastrando una monda de manzana, y muy pocos la luz del origen. Yo apuesto por ese calamar, la tinta seminal, un decápodo. A ese bicho puedo imaginármelo no tanto escondido en los fondos abisales, y si en los cielos, sumergido entre el sol y las estrellas. De nuevo un viaje hacia ti, que sin duda será largo y se hará no sin grandes esfuerzos ¿A pie? ¿Descalzo? ¿Cargando con más peso del que se debería llevar? Y un cuaderno que se llenará lentamente. Escrito a impulsos.

A escala, las ondas del lago en un día de mucho aire erosionan con la misma fuerza la orilla que las olas la playa y los golpes de mar los acantilados. La escritura poética va del centro hacia los límites, de dentro hacia fuera, y sus límites se expresan de forma circular, y son inalcanzables. Uno va hacia todos los lados, incluso cuando va hacia ti sale en ruta hacia todas las direcciones. Aquí donde me encontraba no tenía muertos con los que hablar. Mi vieja agenda Moleskin comienza a estar llena de muertos. No los tacho, un nombre no se debe tachar. Ellos se van finalmente con nosotros. Cuando se va uno de nosotros se van muchos con él. Él murió un nueve de septiembre de 2020. A pesar de que hacía tiempo que se había ido, aún su teléfono daba señal al marcar el número. Saltó el contestador automático, oí su voz. De estar vivo habríamos hablado más de una hora. Lo más difícil era poner la frase en pie. No recuerdo a quien se lo dije. Por si quisieran hablar deja siempre un hueco y espera a que las palabras atraviesen la piedra. Ese hueco es insondable y oscuro, para que la luz al fondo se vea lo más lejana posible.

Él estaba en un puente. Me saludó desde la barandilla de hierro. El río iba muy crecido ¿Qué río? Siempre es el Jerte. Dentro del hueco hay una candela de aceite encendida, estas no iluminan más que un pequeño espacio, la llamita que sale del aceite es una lengua que baila, la corriente de vida la hace flamear. Su función es que la sombra de la luz baile en el muro de la habitación. Así baila el espíritu de los ausentes. Mi madre las encendía por los que se habían ido. Las encendía cada viernes.

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