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Aunque Valencia haya sido y siga siendo hoy el asentamiento principal y mayoritario de la trayectoria vital del reciente Premio Nacional de Artes Plásticas, José María Yturralde –licenciado y doctor en Bellas Artes por su Universidad Politécnica, director del Departamento de Pintura de esa misma institución y académico de número de la Real Academia de Bellas Artes de San Carlos–, es también de justicia resaltar la importancia que, especialmente en la que podríamos considerar como la etapa inicial de su devenir como artista plástico, tuvo su ciudad natal, Cuenca, en la que naciera en 1942.
Verdad es que bien temprano, ese mismo año, se trasladaría a la navarra población de Olite y cuando a ella retornara cinco años después esa nueva estancia no pasaría del año interrumpida por un grave accidente de automóvil que le fracturó las dos piernas y forzó a su familia a mudarse nuevamente a Navarra, en este caso a la localidad de Peralta, para posteriormente, en 1953, trasladarse con su madre a Zaragoza y ya en 1957 a la capital valenciana. Pero cierto es asimismo que, tras sus estancias en París, Stuttgart y Granada, sus viajes, ya en los primeros sesenta -1963 y 1964- a Madrid y la capital conquense y sus contactos, especialmente en esta última, con las personalidades y la obra de Fernando Zóbel, Gustavo Torner, Gerardo Rueda, Antonio Saura, Manolo Millares, Eusebio Sempere o Antonio Lorenzo, iban a marcar una fuerte impronta en su concepción del arte como también, aún más, -tras haber participado en 1965 junto a Jorge Teixidor, Javier Calvo y el escultor José Cubells en una muestra colectiva en la galería Machetti de la ciudad- su trabajo durante los consecutivos veranos de 1966 y 1967 como conservador agregado junto a su inseparable amigo Jordi Teixidor en el Museo de Arte Abstracto, inaugurado en 1966, en cuyo montaje intervino y en cuya colección tiene cuadro y dibujos. Y es que su fundador, el pintor y mecenas Fernando Zóbel, que le había conocido en 1965 con ocasión de una exposición de Torner en la madrileña galería Juana Mordó, apreció de inmediato su a la par valía y entusiasmo -como “rebosante de entusiasmo” le describiría- y tras viajar junto con Torner en enero del 66 a Valencia para encontrarse con él y con Teixidor le incorporaría, unos meses después, al equipo del Museo.
El propio Yturralde ha reconocido en numerosas ocasiones que su estancia de esos años en Cuenca, unos años que ha llegado a calificar de “mágicos”, fue, efectivamente esencial, como en su momento escribiera Alfonso de la Torre, en su devenir como artista. Esos años fueron el marco temporal de una experiencia que le iba a acercar, siguiendo lo dicho por de la Torre, a tres influencias que serían decisivas en ese momento inicial de su trayectoria: al mundo abstracto ordenado y un punto irónico de Gerardo Rueda, al “ala más contenida y lírica de la aventura abstracta del Museo conquense” -con un Zóbel que, sigo citando a de la Torre, “marcó su quehacer y, entre otras cuestiones, le transmitió el conocimiento de Oriente que tanto acabaría influyendo en nuestro artista”-, y al “temblor torneriano” -Yturralde ha recordado cómo le había impactado, ya en 1959, este artista en su exposición de ese año en la conquense Galería Machetti por “su incesante pero serena búsqueda de lo esencial”-, influencias a las que se unirían las aportaciones, absorbidas con pasión por el joven artista, del contacto con los creadores que bien pronto, al hilo de la apertura del Museo, acudirían a la ciudad para estancias, unas más permanentes, otras más ocasionales, y de la diaria proximidad de la colección zobeliana. Él mismo lo rememoraba, en esclarecedora entrevista sobre su trayectoria firmada por Javier B. Martín, destacando lo mucho que había para aprender por ejemplo de las reuniones más o menos informales que se celebraban en el estudio de Torner, de la capacidad digamos pedagógica de Zóbel -“quizá el más paciente, como un gran profesor”-, de las conversaciones con Antonio Saura, Eusebio Sempere, Antonio Lorenzo y Gerardo Rueda luego comentadas con su amigo Jordi Teixidor, y de la propia contemplación en el edificio de las Casas Colgadas de las realizaciones allí expuestas, de, además de muchos de los citados, de Tàpies, por ejemplo, o de Palazuelo.
Todo ello le iba a acercar, le hurto ahora la palabra a Juan Manuel Bonet, “a aquellas abstracciones de los cincuenta, a las ascéticas materias de Tàpies -del Tàpies, sin ir más lejos, de Grande Équerre, uno de los cuadros que lo representa en esa pinacoteca- o del Torner glosado por Juan Eduardo Cirlot, obras en las que se apoya la suya de mediados de aquella década; a descubrimientos norteamericanos -el ala meditativa del expresionismo abstracto- o europeos -el espacialismo- propiciados por el siempre entusiasta Zóbel y sus compañeros de más o menos grupo” y también a “Mark Rothko: a todas luces, el principal faro del Yturralde fin de siglo. Por él ”adquirido“, al igual que Barnett Newman, en los tiempos de Cuenca”.
Etapa pues decisiva, la de esos años sesenta, en la trayectoria de un artista que, como ha recalcado el jurado que hace unas fechas le concedía el Premio Nacional de Artes Plásticas, “con un alto nivel de experimentalidad, ha conectado arte y ciencia, y en la que destaca su labor de investigación espacial y formal y su tarea docente en el campo de la investigación de los parámetros matemáticos, junto a los artísticos”.
Una trayectoria decantada, en palabras de Daniel Giralt-Miracle, en una aventura intelectual “apasionante, por lo que tiene de evolución personal y por su relación con el devenir de las artes y la cultura”. Una etapa cuya importancia para su carrera quiso el artista agradecer y de alguna manera devolver con su participación, en la segunda mitad de los ochenta, en el colectivo de creadores -Luis Gordillo, Lucio Muñoz o Antonio López entre otros- que esbozaron un más que ambicioso y en bastante medida revolucionario proyecto para la Facultad de Bellas Artes que la Universidad de Castilla La Mancha iba a ubicar en su ciudad natal y para la que proyectó planes que tenían mucho que ver, según recordaba estos días en entrevista en la emisora conquense de la cadena SER, con las nuevas tecnologías, con el hecho de que no hubiera profesores fijos, y con invitados de un alto nivel internacional que pudieran impartir clases en ella; un proyecto que finalmente no se llevaría a cabo con esas características lo que daría como resultado que la facultad del campus conquense, abierta en 1986, haya desarrollado y desarrolle su actividad, aunque con cierto halo vanguardista, dentro de los parámetros generales de las demás existentes en el Estado.
Pero esa es otra historia. Quede hoy aquí tan sólo el recordatorio de, cual quedó ya de entrada señalado, la importancia que su ciudad natal, y en concreto el Museo de Arte Abstracto, tuvieron en la etapa inicial del devenir de José María Yturralde como artista plástico, ese artista cuya decisiva aportación al mundo plástico contemporáneo de nuestro país acaba de ser especialmente reconocida a nivel público -ya lo era evidentemente en el universo artístico y crítico- con ese recién concedido Premio Nacional de Artes Plásticas.
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