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Andersonlandia

Color saturado en El Gran Hotel Budapest

David Parages

El director Wes Anderson alcanza la quintaesencia de su cine con “El Gran Hotel Budapest”, un tributo a su pasión por la vieja cultura europea “El Gran Hotel Budapest”

Pocos directores cuentan con un universo tan personal y reconocible como Wes Anderson. Su cine es una amalgama de referencias que van desde la literatura europea de entreguerras hasta los dibujos animados, pasando por la nouvelle vague, la iconografía camp y la screwball comedycampscrewball comedy, todo bien agitado en una coctelera que trasciende los límites de lo cinematográfico. Sus películas son también novela, ilustración, música, cómic... en definitiva, son Wes Anderson. El cineasta norteamericano ha sabido convertirse en su propio género, exaltado hasta el delirio en “El Gran Hotel Budapest”.

El argumento se enmarca en mitad de un paisaje alpino donde se erige el fastuoso hotel que da título al film, un lugar de encuentro para aristócratas extravagantes y millonarios sin complejos. Al frente se encuentra Gustave H, conserje entregado en cuerpo y alma a perpetuar la gloria del hotel, que de pronto se verá inmerso en una serie de aventuras en torno a la herencia de una importante obra de arte. En el camino se cruzará con una numerosa fauna de personajes, a cada cual más excéntrico, completando una estampa imaginaria más cercana a la idealización que a cualquier referencia histórica.

En los títulos de crédito de “El Gran hotel Budapest”, Anderson declara haberse inspirado en los textos de Stefan Zweig. ¿Qué pensaría el escritor austríaco del film, se habría reconocido en su atropellada locura o en su desbordante imaginación? Es algo que nunca sabremos, lo que se hace evidente es el gozo que transmite esta película nacida de la pasión. Porque hace falta mucha pasión para sacar adelante este complicado proyecto y para embarcar en él a tanta gente con talento. Pasión por el relato, por el viejo oficio de contar historias. Y sobre todo, pasión por la imagen. La carga visual de la película es tan exuberante, la cámara se mueve con tanta elocuencia que el espectador corre el peligro de salir del cine con agujetas en los ojos. Anderson recuerda a veces a Scorsese, a Ophüls, a Sternberg y a otros fantásticos estetas que estrujaron la pantalla hasta apurar la última gota de sus posibilidades formales.

Esa misma pasión se traslada también al reparto, un larguísimo elenco de actores habituales al que se van incorporando nombres nuevos con cada película. Como es casi imposible mencionarlos a todos, bastará con señalar a Ralph Fiennes asumiendo el papel protagonista, en un registro insólito hasta el momento lleno de gracia y comicidad. Tanto él como sus numerosos compañeros irradian una alegría que traspasa la pantalla y alcanza de lleno al público, dispuesto a participar en el juego del director. Se diría que Anderson hace las películas para sí mismo, y que tiene la suerte de contar con un montón de espectadores fieles a su particular estilo.

Pero no hay que dejarse engañar: bajo el slapstick y los juegos florales subyace un aliento de melancolía, de añoranza por algo que nunca existió, que impregna calladamente el film. Aquí es donde Anderson entrevela sus intenciones, que van más allá de la aventura y de la comedia, y que tienen que ver con la recuperación del territorio perdido de la infancia. Sus películas son el mapa y la brújula para alcanzar ese hipotético Shangri-La del que un día fuimos arrancados sin saber cómo ni cuándo.

Por eso resulta complicado hablar de esta película sin recurrir a la hipérbole. El huracán de coloridas imágenes por el que transcurre la acción convierte la pantalla en un collage donde cualquier cosa es posible y, sorprendentemente, donde todo atiende a una lógica interna. De otro modo, el castillo de naipes que levanta Anderson durante el metraje enseguida se derrumbaría, sino fuese por la precisión con la que trabaja el guión. Son tantas las situaciones y suceden a un ritmo tan rápido, que “El Gran Hotel Budapest” contiene varios visionados en uno: primero se ve en la pantalla, y después en la memoria del espectador, que volverá a ella para reconstruir su torrente narrativo. Una sensación que se prolonga en el tiempo, dejando en la boca el rastro de una placentera sonrisa idiota.

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