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Marcos Ordóñez: “Siempre pienso que todo es ficción”

El crítico teatral Marcos Ordóñez./Carles Ribas

Toni Polo

Barcelona —

Nostalgia, humor, ternura, recuerdos. Estos ingredientes, mezclados en sus dosis precisas con un estilo fresco, elegante, luminoso, crean un plato exquisito que uno no sabe ya si es una novela o un libro de memorias. Ni siquiera su autor se atreve a estar totalmente seguro. Marcos Ordóñez (Barcelona, 1957), uno de los críticos teatrales más acreditados de España, ha cogido sus recuerdos, los ha aderezado con lo que le ha contado su madre, los ha corregido con las carteleras de cine y de teatro de la época, ha añadido pizcas de programas de radio y televisión y los ha pasado por el colador de su hermana para crear Un jardín abandonado por los pájaros (El Aleph), un vistazo nostálgico, humorístico, tierno y evocativo de la Barcelona de los años 60.

El jardín del título no es otra cosa que el terrat de casa de sus abuelos, en el Raval barcelonés, que la mirada del niño convertía en un precioso vergel. Esa misma mirada es la que nos adentra en un relato con dos líneas narrativas: “Por un lado, los momentos concretos, los descubrimientos, las maravillas que todos hemos vivido de pequeños, y, por el otro, el tiempo histórico y tumultuoso que me tocó vivir”.

“No reivindico la escasez, pero es cierto que cuando tienes pocas cosas esas cosas pasan a ser muy grandes”, cuenta Ordóñez. No fueron unos años de abundancia, pero tampoco infelices: “No tuvimos una infancia dickensiana, pero comimos más gachas que los huérfanos de un internado inglés”, leemos en el libro. Como cantaba Serrat, “eren els meus i han estat els únics”. No es que aquella década tenga o no algo especial que otras épocas no tienen. “Bueno, era todo más barato…”, bromea el autor. “Son los años 60, pero contemplados por la mirada de un niño, que siempre se fascina, esté en la década que esté. Lo que sucede es que en los 60 se da el albor de la modernidad: vestidos de colores, la televisión, las vajillas Duralex… Los 50 duraron un montón y los 60 llegaron con retraso”.

Señala Habla memoria, de Nabokov, como una influencia: “Es un libro modélico que refleja a la perfección la sensación de pérdida y del que me interesa mucho la sensualidad con que está dibujado todo”. Sensualidad y sentimentalismo bien entendido son claves en el relato. Ordóñez plasma en la narración toda su época de adolescente, reconociendo, como hace Julio Caro Baroja en Los Baroja, memorias familiares, que “la mirada adolescente es arrogante, porque uno piensa, de adolescente, que no le debe nada a nadie”. Esa chulería juvenil queda corregida en el libro, que su autor califica como “una obra de gratitud hacia mucha gente que, en su momento, no percibí”.

Personajes ‘novelescos’

La diferencia entre realidad y ficción acaba difuminándose. “Siempre pienso que todo es ficción”, reconoce el crítico teatral. “Tienes que reconstruir y novelar recuerdos de familiares y amigos, convirtiéndolos en personajes narrativos… Creo que unas memorias interesan por devolverte un mundo desaparecido, con sus olores, con sus luces y sus recuerdos; y por la entidad narrativa de los personajes, es decir, que les sucedan cosas interesantes o estén descritos de un modo que llega un momento en que no sabes si lees una ficción o no”.

Y esas cosas interesantes que suceden tienen mucho jugo. El libro está plagado de anécdotas curiosas, maravillosas, divertidas o históricas, desde la abuela (“que a veces podía ser más sardónica e inclemente que Bette Davies y Barbara Stanwick juntas”), que perdió un brazo en los bombardeos fascistas sobre Barcelona en 1938, hasta el tío Juan Manuel, que fue el primer nacional en entrar en Madrid en el 39: “Su regimiento estaba apostado en Somosierra, tan a las puertas de Madrid, que decidió acercarse para ver a sus primas. Cómo logró cruzar los frentes (en bicicleta y con su uniforme de requeté) y llegar vivo al barrio de Salamanca es uno de los grandes misterios de mi familia”, escribe Ordóñez. Y, con sarna cinematográfica, comenta: “Lástima que esté muerto Azcona, porque le encantaría esa imagen. Me imagino a Luis Diges…”

Ojo cinematográfico y teatral

Las referencias al cine, desde el proyector que recibió a los tres años, son una constante. “Degeneración profesional” de alguien que reconoce que las carteleras del Noticiero fueron su primer libro de lectura. El cine, de hecho, abrió muchas ventanas en aquella España: “Íbamos al cine como quien se asoma al balcón o se sienta en la terraza de un bar a ver pasar la gente, pero el balcón se abría a otro universo y por la terraza desfilaba gente que jamás veíamos en nuestro mundo”.

El cine, en fin, es un fiel reflejo de toda una dictadura: “El franquismo era lo que impulsaba a la gente a hacer colas kilométricas para ver ‘Helga’, que se consideraba una cumbre del cine erótico y era un documental nórdico sobre un parto. Poco más tarde hubo colas similares para ver ‘Cuerno de cabra’, una oscura película búlgara en gélido blanco y negro cuya secuencia central mostraba una violación. Sólo por esas dos siniestras malformaciones del deseo (o una sola con dos caras) el franquismo merecería el fuego eterno”.

Una vida que, de haber sido una obra de teatro, Ordóñez querría que fuera El Mahabharata de Peter Brook, 12 horas del mejor teatro… “Y cuanto más bonita, mejor y cuanto más comedia, mejor. Álex de la Iglesia dice que la comedia es el lenguaje de los dioses. El Rey Lear es extraordinaria, pero dame una comedia”. No podemos definir Un jardín abandonado por los pájaros como una comedia, pero su lectura dibuja constantemente sonrisas en la cara del lector. Y es que, como sostiene Ordóñez, “el humor es importantísimo, ¡nos ha jodido!”.

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