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Felipe de Borbón se invita al Tricentenari

Artur Mas y el Príncipe Felipe.

J. Ramón González Cabezas

Barcelona —

En su entronización como nuevo rey, Felipe VI enviará sin duda alguna señales inequívocas a los ciudadanos e instituciones de Catalunya que abrirán un nuevo discurso sobre su encaje en España. No sólo le va su reinado en ello, sino el futuro de la Corona. Es una cuestión de supervivencia que trasciende su propia figura.

Catalunya es una de las grandes paredes maestras del edificio del Estado español y elemento nuclear de su singularidad plurinacional y pluricultural. Sin Catalunya España no podrá remontar la crisis económica y social y es inimaginable que la monarquía constitucional o la propia España sean viables al margen de Catalunya. Esa es la gran cuestión, sean cuales sean las circunstancias y razones del tenso pleito entre la Generalitat y el poder central del estado y, sobre todo, de la inquietante brecha abierta en la ciudadanía sobre la convivencia en común.

El “recado” póstumo de Don Juan

Ya don Juan de Borbón, conde de Barcelona y abuelo del nuevo rey, instruyó en su día a su sucesor sobre la imprescindible necesidad de contar con Catalunya como parte intrínseca y gran aliado de la nueva monarquía parlamentaria. Nada sería posible sin este requisito esencial. Es obvio que Juan Carlos ha transmitido ahora este mensaje a su propio hijo y ya sucesor en el trono. El futuro rey Felipe no sólo tiene la ventaja generacional de sus 45 años, sino que habla un catalán muy meritorio y está, pues, en condiciones de comunicarse y conectar con el espíritu de quienes desde Catalunya aún confían en la vía de la regeneración y el pactismo a través de la Corona como institución de encuentro y mediación.

¿Por qué no? El republicano y astuto presidente Tarradellas ya escenificó en su día con éxito la alianza histórica entre dos legitimidades, dos hechos nacionales y dos conceptos o modelos de estado. Era sin duda mucho más difícil hacerlo entonces de la nada que recuperarla y renovarla hoy sobre lo que ya existe. Es sabido que los reyes no gobiernan en democracia, pero es de esperar --¡es imprescindible!-- que Felipe VI encontrará las palabras que hagan reconocible y viable la idea de una nueva alianza posible. En definitiva, un nuevo pacto constitucional a la medida de las nuevas generaciones, a quienes tocará de un modo u otro la heroica tarea de rescatar este país desde dentro con la perspectiva del siglo XXI.

La reválida definitiva

Las movilizaciones a favor de la república y de un referéndum que exprese la voluntad popular revelan que el sucesor de Juan Carlos no tiene ni mucho menos ganado de antemano el puesto que su padre convalidó como gran “motor del cambio” hacia la democracia. La dureza de la crisis y la brusca erosión de la figura personal e institucional del monarca coincidiendo con los años más crudos de la Gran Recesión mantendrán esta incógnita en torno al nuevo rey. La reválida definitiva de la monarquía llegará tal vez cuando los ciudadanos voten una nueva constitución reformada y se expresen en las urnas en ese contexto. No hay otro camino se mire como se mire, salvo la implosión del “invento” de 1978.

Hasta entonces hay mucho camino por andar y mucho descontento e impaciencia por atender. El tiempo apremia. No lo tendrá nada fácil el nuevo rey, muy especialmente en Catalunya, donde el último Felipe de la dinastía encarna hoy en la simbología del tricentenario de 1714 el papel de liberticida. En efecto, la súbita abdicación de Juan Carlos I se produce en plena conmemoración del Tricentenari , celebración que por su configuración y liturgia constituye una ceremonia de abjuración colectiva de la monarquía borbónica instalada desde entonces en España, que puso fin a las prerrogativas e instituciones seculares de Catalunya.

Como es bien sabido, el año del Tricentenari se desarrolla bajo el patrocinio e impulso institucional de la propia Generalitat, codo a codo con las organizaciones (la ANC o Assemblea Nacional Catalana y Òmnium Cultural) que abanderan la movilización independentista desde la llamada “sociedad civil”. En el trasfondo de este proceso de doble raíz popular e institucional se libra el gran combate por el liderazgo político en Catalunya, cada vez más decantado hacia ERC, el histórico partido de Macià y Companys remozado con éxito por Oriol Junqueras.

Fin de era

En este escenario excepcional, la renuncia del rey ofrece perfiles de fin de era para los sectores más beligerantes del “proceso”, lo que explica la gran efervescencia provocada por el acontecimiento. De este modo, la despedida del monarca con ribetes de espantada actúa en Catalunya como un doble reactivo que alimenta y hasta justifica la joven causa secesionista, por un lado, y la vieja aspiración de la república, por otro. Es decir, justamente las dos banderas de ERC, investido ya en las urnas como primer partido de Catalunya a costa del moribundo PSC y en detrimento de Convergència i Unió (CiU), fuerza gobernante y antaño aliada ocasional del PSOE y el PP, los dos grandes partidos institucionales de España.

La severa reacción de Artur Mas, que no ha dudado en emplazar al nuevo rey ante la inexorabilidad del proceso abierto en Catalunya, certifica que ERC ha duplicado su peso sobre las espaldas del presidente. Tras verse arrastrado en su día por la oleada independentista materializada en las calles, el líder de CiU se enfrenta ahora al inexorable solapamiento del debate soberanista con el viejo dilema monarquía o república.

CiU ha sido siempre una fuerza muy respetuosa con la monarquía constitucional y su viraje soberanista no ha evidenciado por el momento una conversión explícita al republicanismo como modelo de Estado. Pero estamos en un momento de cambios trepidantes e imprevistos, donde hasta el propio Jordi Pujol, fundador de CiU como gran pal de paller de Catalunya y aspirante frustrado a liderar la reforma y modernización de España, ya no cree en la monarquía.

La única salida

La abdicación era la única salida de Juan Carlos para zafarse del embrollo de su propia decadencia personal, la peligrosa degradación de la institución monárquica, la amenaza de un estallido social y, sin duda, el riesgo de descomposición del Estado. Sólo queda por desvelar el elemento desencadenante que precipitó la elección de la fecha y el laconismo de una acción de tal calibre. En cualquier caso, parece claro que la “ventana de tiro” se situaba entre las jornada electoral del 25 de mayo y la incierta cita del 9 de noviembre, fecha acordada por Artur Mas y sus socios de ERC para llevar a cabo la anunciada consulta de autodeterminación.

El espantajo del hundimiento de los dos grandes partidos de Estado (PP y PSOE) en las nuevas Cortes, a la vista del resultado de las europeas, podría sin duda haber aconsejado acelerar el proceso de sucesión. El virtual procesamiento de la infanta Cristina también sería una razón de peso para una retirada a tiempo. No obstante, por su dimensión y características, el giro secesionista de Catalunya constituye a fecha de hoy el conflicto de mayor riesgo para la estabilidad y continuidad de la monarquía y hasta del propio estado español en su configuración actual.

La gestión de este escenario ya no está al alcance de un monarca de 76 años surgido de las sombras del franquismo y las componendas de la Transición, por grande que sea su legado histórico al servicio del país. Ahora es el turno de un joven rey desposado con una joven plebeya que compite con visible éxito en la pasarela del glamour mundial. Si no fuera por la trascendencia lo que está en juego, sería una vistosa serie para la sobremesa del domingo.

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