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Jordi Évole: ¿artista contemporáneo?

Imagen de archivo del 23-F

Iván de la Nuez

Con el fake sobre el 23-F en su programa Salvados, Jordi Évole ha desatado filias, fobias y comparaciones varias.

Entre las filias, los argumentos más socorridos hablan de su denuncia al influjo de los medios, así como la importancia del uso de la ficción para alentar el debate sobre la verdad histórica.

Entre las fobias, algunas objeciones éticas –no se juega así con un hecho de esa trascendencia ni se le cambian los roles históricos a muertos ilustres- y también económicas, visto el innegable bombazo de audiencia que le reportó la jugada.

Las comparaciones, por su parte, han sido jugosas y a la vez previsibles: casi todas coinciden en que el Salvados de Évole habría vampirizado antecedentes tan ilustres como el Orson Welles de la primera emisión radiofónica de La guerra de los mundos o el Stanley Kubrick encargado de hacernos creer como cierta la llegada del hombre a la luna en 1969. (A propósito del programa se han publicado varios hit parades con los fakes más famosos de la historia).

Dando por sentado que estas referencias son incuestionables, creo que se ha pasado por alto un antecedente, si cabe, más jugoso: Joan Fontcuberta. En su obsesiva exploración en los límites de la ficción, el fotógrafo catalán llegó a concebir el proyecto Sputnik (libro, exposición y ahora película en marcha) sobre la vida de Ivan Istoichnikov, un astronauta desaparecido en el espacio al que, en plena guerra fría, las autoridades soviéticas decidieron borrar de la historia.

Fontcuberta reconstruyó año a año, paso a paso, documento a documento, facsímil a facsímil, foto a foto, esa biografía pulverizada por el Kremlin.

Todo llegó a ser tan verosímil que hizo “picar” al programa Cuarto Milenio y a su conductor Iker Jiménez, quien dio por verdadera la aventura del Coronel soviético, le dedicó un programa y hasta llegó a rebautizarlo como “el astronauta fantasma”.

Si Fontcuberta se apoyó en un grupo de expertos ficticios para reforzar su historia –Olga Kondakova, L. Ishi-Kawa, Michel Arena, Piotr Muraveinik o Salma Zagdeev-, Évole echó mano de un grupo de testigos verdaderos para fortalecer la suya –Iñaki Gabilondo, Mayor Zaragoza, Andreu Mayayo, Joaquín Leguina, Jorge Vestringe.

Y si Fontcuberta “firmó” las imágenes con su presencia subrepticia en ellas, el cameo del cineasta José Luis Garci en una ventana del Congreso de los Diputados dejó en evidencia una clave parecida.

El relato de Fontcuberta es una ficción que un programa televisivo se tomó como verdadera. El de Évole un hecho real que su propio programa televisivo transformó en ficticio.

Con estos mimbres, no cabe duda de que algún curator debe estar dándole vueltas a la incorporación de Jordi Évole en una futura exposición. No representará una novedad, habida cuenta de un ilustre precedente: Ferran Adrià. (El cocinero estrella ha sido invitado, como artista plástico, a la Documenta de Kassel, al Drawing Center de Nueva York y a la feria de ARCO de Madrid representando el stand de El País).

¿Un destino similar para el famoso presentador? ¿Por qué no? Operación Palace cumple con más de un requisito para aparecer, como obra, en cualquiera de estos cónclaves. Tiene “archivismo” y Work in Progress, lab y documento, memoria histórica y “dinámica procesual”. Todo ello por no hablar de la cantidad de elementos teóricos que, pongamos por caso, el arte relacional podría añadir para enriquecer la propuesta.

Si a esto sumamos la búsqueda de visibilidad que tanto desvela a parte del gremio, la incorporación de Évole, como artista, no puede ser más idónea. ¿Qué artista de este país puede garantizar, hoy, una audiencia de esos quilates en cuanto a millones de espectadores?

Estúdienlo, colegas. Sólo es cuestión de tiempo, de oportunidad y, sobre todo, de necesidad: tres instancias que nos muerden, minuto a minuto, en nuestra malquerida, y mal pagada, profesión.

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