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Sabemos que los recursos naturales escasean, que la actividad humana los está destruyendo a un ritmo demasiado alto, que tenemos que pensar en fuentes de energía alternativas como las renovables y hacerlas viables… pero con todo seguimos manteniendo una relación ambivalente con la naturaleza. Más allá de los beneficios económicos a corto plazo, también hay de emocionales que nos pueden explicar por qué seguimos explotando sin reconocimiento, como también lo hacemos en otros ámbitos.
Algunos ecopsicoanalistas asimilan la relación de la humanidad con la Tierra a la relación que el bebé mantiene con el pecho materno; vivido como fuente de nutrición que siente que se le debe por el solo hecho de nacer, y nunca se pregunta cómo se produce esta leche que lo alimenta y, todavía menos, se plantea que algún día se pueda acabar.
De adultos, pero como si fuéramos bebés, crecidos como pequeños príncipes o princesas en sistemas de bienestar, podemos encontrarnos también exigiendo aquello que se nos debe por el solo hecho de existir y olvidarnos de lo que nosotros debemos a esta madre que nos alimenta. Explotamos y dejamos de lado su cuidado y mantenimiento, hasta que enferma y nos damos cuenta de que la Tierra, en este caso, también nos necesita para sobrevivir.
También como bebés vivimos como si el pecho se realimentara de forma natural, como la provisión de los servicios que recibimos o la gestión de la institución donde trabajamos como profesionales, por ejemplo, y dejamos en manos de otros, gestores, expertos o políticos, aquello en que nosotros también podemos incidir, en mayor o menor grado. De este modo nos evitamos sentir la propia corresponsabilidad en lo que sucede a nuestro alrededor o mantener una autoimagen de pureza desde la distancia de nuestros despachos o familias. Como cuando nos encontramos hablando del sistema como una gran mano negra que lo puede todo y olvidamos que todos vivimos en sistemas que nos influyen y en que influimos, que a la vez están interrelacionados y son y somos interdependientes.
Y también como bebés, vivir en la fantasía de disponer de un recurso ilimitado como la leche del pecho materno, es otra tentación habitual; pues nos evita confrontarnos con otros límites como el tiempo y el fin, el pertenecer, las propias capacidades… y por lo tanto con las dificultades inherentes a la misma vida, que son con frecuencia imprevisibles.
Reconocer que no controlamos todo lo que nos pasa, que somos incompletos y necesitamos de los otros, como también ellos nos necesitan, es perder la inocencia de la niñez, y quizá no nos hace más felices pero quizá sí más plenos y sobretodo autores de esta nuestra vida compartida