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La Rosa de Fuego, un siglo después

La calle de Sants durante las protestas en apoyo a Can Vies / Enric Català

Jordi Borja

Hobsbawm escribió: “Barcelona ha sido la ciudad europea que ha más luchas obreras y rebeliones populares ha vivido a lo largo de los siglos XIX y XX. Los anarquistas de otros países la denominaron La Rosa de fuego y el término se difundió con ocasión de la ”Semana trágica“ (1909), un gran insurrección popular para impedir que se llevaran a los jóvenes reclutas, casi todos procedentes de las clases trabajadoras a combatir a África y que derivó en una revuelta anticlerical y una quema de iglesias y conventos. La represión fue violenta y arbitraria.[1] Y además nos infligió posteriormente la construcción de un ”templo expiatorio“ de los supuestos pecados populares en la cima del Tibidabo, el monte que domina la ciudad. Una burda imitación del Sacré Coeur de Paris. Un pastiche de otro pastiche.

Esta semana la ciudad ha vuelto a ser una Rosa de fuego[2]. A inicios de semana la policía catalana, por demanda de la empresa municipal de transportes y por iniciativa del Ayuntamiento, desaloja una finca del barrio de Sants e inician la demolición. Se trata de Can Vies, uno de los referentes principales de la gran diversidad de colectivos jóvenes alternativos presentes en Barcelona. La finca había sido tomada por okupas de cultura anarquista, pacíficos, alternativos e integrados en el tejido barrial social hace 17 años. Han desarrollado una actividad social y cultural que les ha merecido el apoyo de la población de la zona, en su mayoría trabajadora, incluidos profesionales y pequeños comerciantes. Sants además es uno de los barrios, por su historia y su realidad presente, con una fuerte tradición de organizaciones y grupos informales cooperativos y combativos, donde se forjan iniciativas innovadoras y opuestas a la lógica mercantilista y especulativa dominante.

La reacción fue inmediata. El mismo día del desalojo, lunes, acuden miles de jóvenes de toda la ciudad. La noche será larga y algunos grupos queman contenedores y rompen vidrieras de tiendas y oficinas. Los días siguientes las manifestaciones y acciones de protesta aumentan de intensidad. Asociaciones y comerciantes de la zona reclaman diálogo, que cese la demolición y cualquier forma de violencia y que se restaure la situación anterior. El Ayuntamiento hace marcha atrás el viernes y acepta en principio las propuestas de la sociedad civil de la zona. Los colectivos jóvenes recuperan el sábado la finca medio demolida, inician su reconstrucción, exigen que se les reconozca el uso y la gestión de la finca y la “desmilitarización”, o sea el fin de la ocupación policial, del barrio. La noche del sábado vuelve a ser larga y roja de fuego. Y es posible que el conflicto se mantenga y se generalice.

No pretendemos escribir un reportaje que ha sido y es objeto de seguimiento no solo por los medios españoles, también por la prensa internacional. Solamente pretendemos brevemente contribuir a una reflexión sobre la dialéctica de la violencia, la consideración de lo que es el orden público y los límites admisibles por parte de los actores. No nos referiremos a los factores estructurales por conocidos como el descrédito de las instituciones políticas, la desocupación de la mitad de los jóvenes o no tan jóvenes que buscan trabajo y mientras que los que lo tienen es precario, mal pagado y que no corresponde a su formación, el escándalo de las corrupciones públicas y de la ostentación de las minorías privilegiadas, etc. Nos limitaremos a los acontecimientos, a su dinámica y a su contexto inmediato.

Un espacio con función social

¿Cómo empezó el conflicto y la violencia del mismo? No se trata de un conflicto entre intereses particulares, unos ocupan un edificio desocupado y otros deciden recuperarlo. No es un tema de derecho civil o mercantil, es un tema social y político. Los okupas han dado una “función social” como exige la Constitución (art 33) a un edificio que no la cumplía. Y esta función la ejercía con el consentimiento y apoyo del entorno social. Los propietarios a su vez son entidades públicas, una empresa municipal y el propio Ayuntamiento que se supone que deben tener especialmente en cuenta la convivencia y bienestar ciudadanos. Era previsible el apoyo activo de las entidades de la zona como la reacción dura de los colectivos jóvenes de toda la ciudad.

Teniendo en cuenta la distancia que se ha creado entre las instituciones y la ciudadanía no sorprende que los responsables políticos asumieran una acción destinada a demoler no solo una finca de uso ciudadano, también se trata de una construcción social y cultural que crea lazos solidarios. Pero si que sorprende su incapacidad para evaluar la reacción en contra y el enorme riesgo, en el actual momento político en Catalunya, de responder a ella con una fuerza represiva violenta. El desalojo fue ya una agresión violenta, responder a la protesta social con una violencia muy superior, como ocurre en estos casos, es ponerse al mismo nivel que el Ministerio del Interior. En ocasiones similares y en algunos momentos estos días la violencia represiva ya ha sido absurdamente desproporcionada. Si se siguiera por ese camino la reacción ciudadana podría dejar al Ayuntamiento muy mal parado.

Es evidente que también hubo momentos de violencia en las manifestaciones de protesta, especialmente hacia el final de las mismas. Es frecuente que en las protestas sociales masivas actúen grupos innominados que practican la violencia por la violencia, no desprovistos de ideología más o menos primaria, y que se apuntan a iniciativas promovidas por entidades o colectivos que dan la cara y que en general saben que la violencia en el espacio público no les conviene. También es posible que actúen elementos provocadores, incluso vinculados a las fuerzas policiales, o de extrema derecha. La insuficiente organización de los manifestantes y el rechazo inicial y un poco ingenuo de no reprimir los “excesos revolucionarios” lleva a una cierta impotencia. Sin embargo la tolerancia o incluso la participación en algunas acciones de violencia (quemar contenedores, enfrentarse a las fuerzas represivas, actuar contra una marca, un local o un edificio que tienen un valor simbólico, etc), por parte de manifestantes normales también existe y puede dar lugar a efectos negativos.

Reacción al “desorden establecido”

Las fuerzas del orden califican la violencia protestaria, o más bien la defensa ante la represión de “desórdenes públicos graves”. Pero el manifestante considera que no perturba el orden pues se trata de un “desorden establecido” (según Mounier, el fundador del personalismo cristiano). Además entiende que ha salido a la calle porque se ha sentido agredido, sea por una decisión política, judicial o empresarial o por encontrarse en una situación que considera injusta o por la presencia y actuación de las fuerzas policiales. A lo que se añade que si no se manifiesta una fuerza visible no te harán caso. Hay que reconocer que si bien en muchos casos este tipo de acciones conllevan una represión mayor también es cierto que en otros aparentemente se fuerza una negociación.

Pero la violencia “expresiva” de una minoría no es la que hace posible una negociación favorable. Es la importancia masiva de la protesta y el apoyo del entorno ciudadano la que hace posible que se tengan en cuenta las demandas de los protestarios. Las acciones aparatosas más frecuentes, sin víctimas y destinadas a llamar la atención (como los contenedores) pueden encontrar cierta comprensión en el entorno social y si no reducen la presencia masiva de la ciudadanía, no impiden una salida positiva del conflicto. Además en muchos casos no es posible evitarlas. Pero se utilizan para justificar la represión, casi siempre desproporcionada. Los colectivos de Can Vies han sido inteligentes. No han promovido la violencia sin referirse a ella. Han actuado con actos legibles, uno muy simbólico: si la policía y el Ayuntamiento demolieron ellos a la mañana siguiente iniciaron la reconstrucción. Lo cual les permite mantener una posición muy clara: gestionar la finca reconstruida y no aceptar otros locales o un hipotética parte en el complejo que se quiere construir en el lugar de la finca.

Sin embargo el fuego no se ha apagado, subsisten las brasas. Nuestros gobiernos, el PP, el PSOE o CiU han demostrado tener un afán patológico de poder exclusivo. Consideran que si están al frente de las instituciones “su orden” es el único legítimo, el afán de controlar absolutamente el espacio público les obsesiona, ceder ante las demandas sociales especialmente si van teñidas de “cultura antisistema” aunque sean razonables no lo pueden soportar. Un sector importante de CiU y de los medios de comunicación les puede empujar a no aceptar las reivindicaciones de Can Vies que coinciden con la mediación de las entidades ciudadanas de la zona y de la Federación de Asociaciones de Vecinos. La segunda ola de protesta entonces será más dura y la represión probablemente muy desproporcionada. El contexto “estructural” es potencialmente explosivo y la coyuntura postelectoral es favorable a la movilización social. Si los gobernantes actúan como pirómanos, recuerden el que fue conseller de Interior, el señor Puig y su mano derecha recién dimitido señor Prat, el conflicto se agudizará y puede tener efectos muy imprevisibles. Es la política provocadora que practica continuamente el ministro Fernández Díaz que ya ha empezado a enviar algunos centenares de sus policías a Catalunya y ha preparado una ley de seguridad ciudadana que criminaliza la protesta social y política.[3]

Pero la Rosa de Fuego sigue viva.

[1] Ferrer i Guardia, destacado pedagogo de prestigio internacional, fundador de la “Escuela Moderna”de ideología anarquista, defensor de la “huelga general” pero no de la violencia, En 1909 residía en Inglaterra y llégó a Barcelona por razones familiares poco antes de que estallara la revuelta. No participó en ella, ni mantenía relaciones con sus lideres, ni tan solo se instaló en Barcelona sino en una población cercana. Fue detenido como “instigador” y fusilado sin que se pudieran aportar pruebas materiales o testimonios directos de su complicidad o apoyo.

[2] La Rosa de fuego es también el título de un gran libro de Joaquín Romero Maura sobre Barcelona y el anarquismo a inicios del siglo XX (publicado en 1974 y reeditado en 2012 por RBA)

[3] Veáse Jaume Assens y Gerardo Pisarello, La bestia sin boza. En defensa del derecho a la protesta. Libros de la Catarata, 2014.

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