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Ciencia Crítica pretende ser una plataforma para revisar y analizar la Ciencia, su propio funcionamiento, las circunstancias que la hacen posible, la interfaz con la sociedad y los temas históricos o actuales que le plantean desafíos. Escribimos aquí Fernando Valladares, Raquel Pérez Gómez, Joaquín Hortal, Adrián Escudero, Miguel Ángel Rodríguez-Gironés, Luis Santamaría, Silvia Pérez Espona, Ana Campos y Astrid Wagner.

El poder de las alas de las mariposas

Cientos de personas en la manifestación "Frente al cambio climatico, cambiemos de modelo. Alianza por el Clima". (Archivo)
18 de enero de 2023 06:01 h

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“Creer es crear al mismo tiempo. Creer es caminar hacia adelante. Crear el siguiente escalón sobre el vacío. Es crear de la nada otra realidad. Cuando cambio las formas de ver las cosas, desde el otro lado, la realidad de las cosas se transforma. Ser creadores es la misión de nuestra naturaleza humana. Si crees que el mundo puede cambiar lo estás cambiando.”

Santiago Pando 

2022 no ha sido un buen año. El sufrimiento ha vuelto a inundar millones de hogares por todo el planeta. Guerras, hambrunas, retrocesos en derechos humanos, sequías, incendios, riadas, olas de frío y calor extremo… A nivel político, la grieta abierta entre oriente y occidente amenaza con romper el mundo en dos mitades mientras las diferencias norte-sur se acentúan, los nuevos fascismos avanzan, y el sistema económico se tambalea. Un panorama que complica la consecución de los objetivos de la agenda 2030, posponiéndolos hacia un futuro cada vez más incierto y lejano.

La agenda 2030 resume los principales problemas que afronta hoy la humanidad: pobreza, falta de seguridad alimentaria, vida insalubre, desigualdad, dificultades de acceso a la educación, al agua y a la energía, modelo de producción no-sostenible, cambio climático, desertificación, pérdida de biodiversidad… Todos ellos son síntomas que evidencian fallos severos en el funcionamiento de la sociedad global. Focalizar en los síntomas para tratar de sofocarlos, objetivo perseguido por la agenda, es tan ineludible como insuficiente pues no deja de ser equivalente a combatir la fiebre sin erradicar la infección que la provoca, un alivio pasajero que no resuelve el mal de fondo. Es necesario buscar el lugar donde enraízan los problemas, diagnosticar la enfermedad que los subyace. 

Los sistemas sociales contemplados desde la perspectiva de complejidad 

La perspectiva de complejidad de la que ya hemos hablado en otros posts (ver aquí y aquí) es una potente herramienta de análisis de las sociedades humanas al ser estas un paradigma de lo que es un sistema complejo. En este tipo de sistemas, de las interacciones locales y descentralizadas de los elementos que los forman surgen jerarquías de niveles de organización, patrones de orden emergentes que siguen sus propias reglas. A su vez, estas estructuras emergentes condicionan el comportamiento de los elementos del sistema por medio de mecanismos de causación descendente

En el caso de las sociedades humanas, las estructuras sociales, políticas y económicas sobre las que se cimenta la convivencia del colectivo surgen de la red tejida por las interacciones entre los individuos, siendo así un producto emergente del mismo. Pero estas mismas estructuras condicionan el comportamiento de los individuos por medio de una colectivización de la visión de la realidad, de creencias que van siendo compartidas e interiorizadas por los individuos. Así, aun cuando las estructuras son un reflejo de la idiosincrasia del colectivo, tienen la capacidad de transformarlo. La solidez de las estructuras sociales es el resultado del acoplamiento entre ambos flujos, el que corre de abajo arriba haciéndolas emerger del colectivo, y el que actúa en la dirección opuesta, de arriba abajo, condicionando las tendencias naturales de los individuos.

Las jerarquías de orden de las sociedades humanas parecen transmutarse siempre en jerarquías de poder, lideradas por élites que afianzan su posición por medio del ejercicio de la violencia, muy efectiva para consolidar las estructuras sociales sostenidas sobre el poder. No obstante, lo que se convierte en un auténtico “pegamento social” es la mitología que se instala en el imaginario colectivo, una visión compartida de la realidad conveniente a los intereses de una élite. Por regla general la palabra mitología se asocia a religión, a dioses, rituales, liturgias y sacerdotes. En el terreno político fue la aliada imprescindible de faraones que eran la encarnación de Horus y reyes ungidos por la gracia de Dios, de teocracias soportadas sobre mitos, esas narraciones maravillosas situada fuera del tiempo histórico y protagonizadas por personajes de carácter divino o heroico según la primera entrada de la RAE. Esta mitología de acepción pseudorreligiosa, acompañada de toda una parafernalia simbólica, ha sido igualmente utilizada por otro tipo de dictaduras para hacer prevalecer sus ideas y conseguir el apoyo incondicional del pueblo. El nazismo fue un desafortunado “caso de éxito” bien conocido.  

Pero la mitología también puede tener un carácter mundano, como ocurre cuando los mitos versan sobre la condición humana sin entrar en cuestiones mágicas o ultraterrenas. Una vez que arraigan en el inconsciente colectivo este tipo de mitos son dificilísimos de desenmascarar pues permean nuestro pensamiento condicionando nuestro comportamiento, es decir, nos convierten en aquello que creemos ser. La transformación que operan los mitos en los individuos acaba por otorgarles estatus de veracidad.  

Ya sean pseudorreligiosos o mundanos, los mitos son el mecanismo de causación descendente más poderoso que opera en los sistemas sociales. Su efectividad supera con creces cualquier medio coercitivo explícito pues no hay control más férreo que el ejercido por la propia mente, el vigilante silencioso que condiciona al individuo a actuar al dictado de aquello que cree cierto. Esta es la tesis que subyace a la propaganda, empeñada en difundir medias verdades y mentiras para construir una realidad paralela sobre interpretaciones hiperbólicas y hechos directamente inventados. La potencia de la propaganda para condicionar la opinión pública y manejar a la masa social es de sobra conocida. De hecho, es utilizada con absoluto descaro por ciertas ideologías políticas para conseguir el más difícil todavía, i.e., que una mayoría vote a favor del interés de una minoría.

Más allá de la propaganda sectaria es posible identificar una compleja mitología que ha conseguido permear todo el colectivo social de manera transversal, una mitología mundana donde ha enraizado con fuerza la crisis que nos está golpeando sin piedad. Desenmascarar esta mitología es la forma más efectiva de combatir la crisis, yendo un paso más allá de la lucha contra sus síntomas.  

La mitología posmoderna, sustrato de la crisis poliédrica actual

A diferencia de otros muchos lugares donde aún gobiernan élites por la gloria de Dios o por el poder de las armas, en occidente disfrutamos de democracias liberales. Esa es la envidiable palanca de la que disponemos los europeos para contribuir a la salida de la crisis global, y no el hecho de ser un afortunado y rico jardín que parece haber olvidado la responsabilidad que le corresponde tanto por su enorme contribución a la degradación del medio ambiente, como por la vergonzante herencia colonial. En occidente votamos, pero nuestro pensamiento está totalmente permeado por una mitología mundana que condiciona nuestro comportamiento, una mitología europeiforme exportada con mayor o menor éxito al resto del planeta, que nos llega a impedir el verdadero ejercicio de esa libertad de la que tanto presumimos. 

Esta mitología posmoderna pivota sobre el mito que asegura que el ser humano es egoísta, es esencial y fundamentalmente egoísta; es tan extraordinariamente egoísta que necesita un contrato junto a toda una parafernalia de reglas acompañadas de medidas coercitivas para vivir en comunidad. La metamorfosis que experimentan las organizaciones en jerarquías de poder revelaría la naturaleza asocial de este ser humano dominado por el egoísmo. Ya sea delegando en un soberano como reclamaba Hobbes, o acordado por la “voluntad popular según la versión más amable de Rousseau, en ausencia de un contrato entraríamos, sí o sí, en una guerra de todos contra todos pues homo homini lupus est

El mito también sostiene que el egoísmo es el motor que mueve un mundo que evoluciona gracias a la competición, empujándonos a desarrollar el talento que necesitamos para triunfar. Dado que de los triunfos de unos se benefician otros, el egoísmo se transforma en una peculiar y apreciada virtud, y conseguir la excelencia en una obligación moral. Así es como del mito del egoísmo nace el de la excelencia, una versión posmoderna de imperativo ético que trata de reemplazar al kantiano, al servicio de una sociedad que ha hecho del progreso material su edén particular, encontrando su aliento vital en la ambición. Notamos en este punto que egoísmo y ambición son el pan y el vino que alimenta la rueda producción – consumo, el corazón del capitalismo.  

Volviendo a los síntomas de la crisis explicitados en la agenda 2030, resulta bastante obvio que cualquier plan de acción para combatirlos requiere un profundo cambio en nuestro actual modo de vida que debe incorporar una redistribución más justa de la riqueza. Un cambio siempre supone una salida de la zona de confort, un sacrificio que escala en intensidad hasta convertirse en martirio para una sociedad derrochona e irrespetuosa con el medio ambiente, acomodada a vivir por encima de las posibilidades del planeta. Las reticencias de un amplio porcentaje de la población a tomarse la molestia de separar correctamente la basura para su reciclado, las quejas por las (exiguas) medidas adoptadas por el gobierno para ahorrar energía, o el empeño en pintarlo todo de color verde para perseverar en el absurdo del crecimiento infinito evidencian una inercia egoísta a continuar con el estatus quo sin modificar ni un milímetro nuestra forma de vida. 

El egoísmo nos ciega ante la magnitud de los problemas, nos insensibiliza ante el dolor ajeno, y nos hace aferrarnos a lo que tenemos como si en ello se nos fuese la vida. Este mítico egoísmo, aceptado y hasta celebrado por todos con naturalidad, es el sustrato en el que ha enraizado con fuerza la crisis. Se hace así imprescindible luchar contra nuestras tendencias egoicas, algo que no es fácil. Pretender domeñarlas por medio de medidas coercitivas tan solo sirve para provocar frustraciones en ese monstruo interior que ha anidado en nosotros y que, como Saturno a sus hijos, amenaza con devorarnos; un monstruo que convierte la crisis global en una olla a presión que puede estallar en cualquier momento.

El poder de las alas de las mariposas

La buena noticia es que comenzamos a disponer de abundantes estudios que nos ayudan a desenmascarar la mitología mundana construida en torno al egoísmo, comenzando por el mito de la competitividad. La aceptación del darwinismo social se ha apalancado sobre un apresurado convencimiento de que la competición es el conductor de la evolución natural. Sin embargo, y tal y como explicamos en un post anterior, este énfasis en la competición está siendo desmontado por todo un cúmulo de evidencias que inciden en la importancia de la cooperación y las interacciones mutualistas en las comunidades ecológicas. La competición existe, sí, pero ni es el único motor del mundo natural, ni el más determinante. 

Otro de los prejuicios que ha sido puesto en tela de juicio es el que asegura que somos incapaces de organizarnos en ausencia de jerarquías de poder. En su libro El amanecer de todo, Graeber y Wengrow detallan los numerosos vestigios arqueológicos descubiertos por todo el planeta que revelan la existencia de antiguas civilizaciones en las que miles de individuos consiguieron convivir de manera igualitaria, sin indicios aparentes de la emergencia de élites que impusieran su poder por la fuerza. Esto evidencia que los patrones de orden no necesariamente mutan en jerarquías de poder en comunidades que llegan a sumar un número alto de individuos. Tal vez, después de todo, ¡los seres humanos no seamos esos lobos fieros y asociales que creemos ser! Ciertamente en el pasado más remoto no debimos serlo. Tal y como argumenta la antropóloga Sarah Blaffer Hrdy, si nuestro género consiguió salir adelante fue gracias a la cooperación, que consiguió extender hasta un ámbito tan delicado como es la crianza. El aumento del cerebro y el acortamiento del periodo de lactancia nos supuso una obvia ventaja evolutiva pero también una enorme complicación, que sólo pudo ser superada con éxito gracias a la ayuda mutua. 

Las inclinaciones egoicas tienen un antídoto natural capaz de balancearlas, posibilitando la convivencia: la empatía - simpatía que subyace a los comportamientos morales. La empatía es esa extraordinaria capacidad que nos permite meternos en la piel del otro para entender cómo percibe la realidad, cuáles son sus intenciones, y cuál es su estado mental y afectivo; unas capacidades cuyo soporte biológico parece encontrarse en las neuronas espejo. Esta mimetización mental y afectiva estimula la simpatía, una inclinación natural a satisfacer las necesidades ajenas que se materializa a través de la cooperación y el altruismo. En opinión del primatólogo Frans de Waal, la moral no es algo que Dios haya escrito en el corazón de los humanos ni tampoco un producto de su raciocinio superior, sino un conjunto de tendencias cultivables cuyas raíces ya están presentes en la naturaleza. Esto es lo que revelan los comportamientos empáticos y simpáticos que se observan en otros primates, junto a su sentido de la reciprocidad y la justicia. 

Todos disponemos de estas inclinaciones naturales hacia la cooperación y el altruismo, pero la cultura social construida en torno al mito del egoísmo les resta fuerza, ciñéndolas a los entornos más íntimos. El énfasis en las supuestas virtudes del individualismo ha conseguido desvirtuar nuestra percepción de la moral con ese imperativo de la excelencia que conduce a la resignación frente al darwinismo social. Incluso se ha adulterado el significado de altruismo, confundido con una versión narcisista que busca la satisfacción propia a través de un tercero por medio del orgullo que nos provoca nuestra “benevolencia”. Nada que ver con esa otra satisfacción humilde que producen los comportamientos altruistas por contagio de la satisfacción ajena. Mientras que en la “caridad narcisista” el otro es el medio, para el verdadero altruismo el otro es el fin. 

Ha llegado la hora de enfrentarnos a esta cultura egoica plantando cara a la crisis, de sentar los pilares de una nueva ética basada en los cuidados mutuos como la que nos propone Jorge Riechmann con su simbioética, de impulsar una auténtica revolución que promueva la empatía. Al igual que ocurre en la lucha contra el empoderamiento de la ignorancia, estamos ante una revolución que difícilmente podría ser capitaneada por líderes que emerjan de la actual sociedad egoica, más ocupados en satisfacer su ego que en llevar a buen puerto algo que, precisamente, pretende mitigar sus efectos perniciosos. La revolución de la empatía sólo puede ser conducida por peones a campo abierto, con la complicación añadida de que el enemigo a batir somos nosotros mismos. Una práctica proactiva y efectiva de la empatía requiere hacernos conscientes de la mezquindad que a menudo salpica nuestro comportamiento egocéntrico, un acto dificilísimo que requiere una enorme valentía. 

¿Es factible una revolución sin líderes, sin planes de acción, sin hitos, sin grandes hazañas? Por extraordinario que parezca, en sistemas complejos como son las sociedades humanas sí lo es, gracias a las dinámicas no-lineales que los caracterizan a menudo ilustradas con el conocido efecto mariposa: una pequeña perturbación provocada por el batir de las alas de una mariposa puede amplificarse de manera exponencial hasta producir un torbellino de cambios. 

Los augurios para 2023 no son favorables, pero podemos intentar suavizarlos con dos simples propósitos: humildad para reconocer que tan solo somos mariposas, primer paso para ir desprendiéndonos de las tendencias egoicas, y valentía para batir las alas. Pequeñísimos gestos como sonreír a ese vecino que nos resulta desagradable, o ponernos en la piel de aquel otro que nos parece un auténtico marciano para tratar de comprenderlo y ayudarlo cuando lo necesite, es sumarse a la rebelión de la empatía. Los comportamientos compasivos son contagiosos: si conseguimos traspasar el umbral de la no-linealidad, lograrán reunir la fuerza suficiente para transformar el mundo. 

Dicen que la bondad es revolucionaria. Que sea mito, o realidad, depende enteramente del batir de las alas de las mariposas. 

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