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Sobre este blog

Ciencia Crítica pretende ser una plataforma para revisar y analizar la Ciencia, su propio funcionamiento, las circunstancias que la hacen posible, la interfaz con la sociedad y los temas históricos o actuales que le plantean desafíos. Escribimos aquí Fernando Valladares, Raquel Pérez Gómez, Joaquín Hortal, Adrián Escudero, Miguel Ángel Rodríguez-Gironés, Luis Santamaría, Silvia Pérez Espona, Ana Campos y Astrid Wagner.

Entender los sistemas complejos para explorar un entorno inesperado y creativo

Giorgio Parisi descubrió patrones ocultos en materiales complejos desordenados. En la imagen, un vidrio de espín, una aleación metálica en la que los átomos de hierro –por ejemplo– se mezclan aleatoriamente en una red de átomos de cobre. . / Johan Jarnestad/ The Royal Swedish Academy of Sciences

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Vivimos rodeados de sistemas formados por un número ingente de elementos de naturalezas diversas que interaccionan entre ellos a través de una multitud de procesos físicos, químicos, biológicos, psicológicos y sociales. El estudio de estos sistemas se ha convertido en uno de los grandes retos científicos de nuestro siglo, una nueva forma de entender la naturaleza que trae de la mano un cambio de paradigma. El premio nobel de Física 2021, del que hablamos en un post anterior, es una prueba de la relevancia que la comprensión de estos sistemas complejos tiene para la ciencia. 

Tres grandes revoluciones han cambiado radicalmente la física a lo largo del siglo XX: la relatividad, la física cuántica y la ciencia de los sistemas complejos. Cada una de ellas ha traído de la mano de la mano un cambio de paradigma. La perspectiva de complejidad supone una revolución tanto epistemológica como ontológica, obligándonos a desplegar un nuevo lenguaje para dar relevancia a nociones tales como inestabilidad, bifurcaciones, fluctuaciones, turbulencias, desorden, imprevisibilidad, emergencia, autoorganización, resiliencia, cambio o evolución. La física clásica vinculaba conocimiento a certidumbre. Una visión contestada por Feynman al otorgar primacía a la duda no como una mancha en nuestra capacidad de conocer, sino como la esencia misma del conocimiento.  

El estudio de los sistemas complejos hunde sus raíces en la mecánica estadística, desarrollada en la segunda mitad del siglo XIX por Maxwell, Boltzmann y Gibbs para disponer de un método con el que estudiar los sistemas formados por muchas partículas. El objetivo era entender la relación entre el mundo microscópico de las partículas (de las que podemos medir propiedades individuales, como su posición y velocidad) y el mundo macroscópico de los sistemas, formados por muchas de estas partículas y caracterizados por propiedades, como la temperatura y la presión, que nacen de la interacción entre ellas. 

Tendría que pasar más de medio siglo para que la “complejidad” apareciera en escena de la mano de Lorenz, Mandelbrot, Prigogine, Gell-Mann y Parisi, entre otros. Estos investigadores centraron su atención en la dificultad de predecir el comportamiento de sistemas con muchas partículas que interaccionan entre sí de manera no-lineal. Lorenz, considerado como el padre de la teoría del caos, fue el primero que puso el foco en este tipo de dinámicas, en su intento por comprender por qué era tan complicado hacer una predicción meteorológica. En 1972 exponía el problema en una conferencia en el MIT, que tituló con una pregunta: “Previsibilidad. ¿Puede el aleteo de una mariposa en Brasil originar un tornado en Texas?”. Desde entonces, el llamado “efecto mariposa” se ha convertido en la metáfora clásica a la que todo el mundo recurre para explicar qué es una dinámica no-lineal. 

La complejidad tiene asociado a este concepto de no-linealidad otro concepto importante, el de umbral, o amplitud mínima de una perturbación a partir de la cual puede desencadenarse una auténtica avalancha de cambios que alteran radicalmente un sistema. Este fenómeno está muy ligado al concepto de estabilidad dinámica. La mayoría de los sistemas complejos no se mantienen en un punto de equilibrio fijo e imperturbable, sino en un “equilibrio inestable” entre varios “estados de equilibrio alternativos”, que acomodan su configuración a las fluctuaciones en las condiciones ambientales. Una alteración mínima de las interacciones causa solo pequeños reajustes, pero cuando esta alteración alcanza una determinada magnitud o tamaño (el mencionado umbral), los reajustes entre sus componentes son de tales dimensiones que pueden modificar sus interrelaciones y con ello el comportamiento de todo el sistema. Esto hace que a menudo la evolución de los sistemas no transcurra de forma “plácida”, a través de procesos continuos y graduales, tal y como son descritos por la física clásica, sino a golpe de reorganizaciones bruscas y saltos que transitan de un orden a otro a través de estados transitorios de desorden. El nuevo orden no es el final del camino pues, según propone Prigogine, tras la ruptura del orden pueden surgir regularidades que conduzcan al sistema a un nuevo orden de un nivel superior.

La evolución de los sistemas complejos se asemeja así a las transiciones de fase que vemos en la naturaleza: del huevo a la larva y, de esta, a la crisálida de donde saldrá la mariposa. Estos cambios de fase hacen extremadamente difícil revertir los cambios hasta la situación previa con lo que, en palabras de Prigogine, no permiten volver la flecha del tiempo hacia atrás en buena parte de los procesos naturales. La naturaleza irreversible de los procesos complejos que describió Prigogine permite analizar qué ha pasado, pero no permite predecir con exactitud si dichos cambios de fase van a ser similares o completamente diferentes en el futuro. Esta propiedad es sumamente importante para comprender por qué es tan difícil predecir la dinámica de la atmósfera terrestre dentro de la actual crisis climática, ya que estos “tipping-points”, o puntos de inflexión, pueden suponer un cambio radical en la dinámica atmosférica del planeta.

Además de la irreversibilidad, una de las características más fascinantes de los sistemas complejos viene de sus propiedades emergentes, anticipadas hace veinticinco siglos por Aristóteles con su famoso “el todo es mayor que las partes” que ha pasado a ser conocido como “holismo aristotélico”. Los sistemas complejos presentan comportamientos y propiedades que emergen de las propiedades e interacciones de sus componentes, pero no pueden reducirse exclusivamente a estas. El ambiente umbrío de un bosque, por ejemplo, no puede definirse por la suma de las sombras que arrojan los árboles que lo componen, sino que constituye una propiedad emergente fruto del aislamiento de la capa de aire superior y de la poca penetración del viento, la retención de humedad y la creación de corrientes térmicas en su interior, que escapan al mero efecto de parasol del dosel arbóreo. 

Las propiedades emergentes es uno de los temas que más debates genera y está llamado a generar en los próximos años, al estar íntimamente conectado con multitud de preguntas que surgen en las intersecciones entre lo micro y lo macro, de las que aún desconocemos los detalles: ¿Cómo surge una molécula de un conjunto de átomos? ¿Cómo surge una célula de un conjunto de moléculas? ¿Cómo surge un organismo de todas sus distintas células? ¿Cómo surge un ecosistema a partir de un grupo de especies? ¿Cómo surge una sociedad a partir de un grupo de personas? Y, quizá, la más intrigante de todas: ¿Cómo surgen las ideas y las emociones a partir de un conjunto de neuronas?

Según explica George Ellis, de la mano de la complejidad emergen reglas de nivel superior que no estaban implícitas en el nivel inferior. Así, mientras que la física se ocupa de las interacciones entre partículas y las fuerzas que regulan estas interacciones, aguas arriba aparecen bacterias y amebas gobernadas por las reglas de la selección darwiniana. La física no dice nada sobre la selección darwiniana, sino que ha surgido un nuevo principio. Más allá de las propiedades físicas y químicas de la materia emerge algo nuevo y distinto, la vida, un sistema evolutivo que tiene sus propias reglas basadas en la transmisión selectiva de información genética, algo que no tiene significado en niveles inferiores. 

La autoorganización es otra característica esencial de los sistemas complejos. Los elementos que forman un sistema complejo son capaces de generar estructuras, patrones y comportamientos coherentes a partir, simplemente, de interacciones locales, es decir, sin requerir directivas centralizadas, sin que haya nada ni nadie que los coordine y los dirija. Las interrelaciones locales de los elementos de un nivel dan lugar a estructuras coherentes en un nivel superior, que pasan a regirse por sus propias reglas. Un ejemplo clásico de comportamientos globales coherentes a partir de interacciones locales son los hormigueros. Cada hormiga actúa guiándose por su entorno más cercano, a partir de las señales que recibe de las hormigas que tiene a su alrededor. Sin embargo, a nivel de hormiguero son capaces de hazañas tan increíbles como formar puentes entrelazando sus cuerpos para sortear obstáculos. Otros ejemplos de autoorganización, de una enorme belleza, son las bandadas de pájaros o los bancos de peces, que se las arreglan para permanecer juntos en formación a pesar de las condiciones adversas que van encontrando en su camino, el bellísimo vuelo impredecible de geometría existencial al que cantaba Franco Battiato

La máxima expresión de autoorganización la encontramos en la capacidad de adaptación que muestran algunos sistemas complejos. Las partes no sólo son capaces de “comunicarse” entre ellas para autoorganizarse de manera descentralizada, sino que tienen la habilidad de adaptarse a las condiciones cambiantes de su entorno por medio de sistemas de aprendizaje, lo que las hace ser resistentes ante el cambio y poder evolucionar.

Hoy sabemos que la naturaleza tiene una parte “accidental” que es irreducible, nacida de que el todo es mucho más que la simple suma de las partes, que hace que la naturaleza y la dinámica de los sistemas complejos no pueda separarse de su recorrido (o historia) previa. Pequeñas diferencias, fluctuaciones aparentemente insignificantes, pueden modelar en cualquier momento el sistema haciendo emerger nuevos patrones, reglas y comportamientos. Las leyes de la naturaleza se tornan fundamentalmente probabilísticas, pues expresan lo que es posible y no lo que es inevitable. Pero esto es algo que no debería desanimarnos: más bien al revés, esta nueva y más madura forma de contemplar la naturaleza no deja de ser un reconocimiento de sus posibilidades creativas.

La ciencia establece un diálogo con la naturaleza en su afán por desvelar sus secretos. Para que el diálogo siga siendo fructífero debe liberarse del pensamiento rígido que la caracterizó durante siglos, abriéndose a un mundo en continua construcción del cual participamos. La nueva perspectiva que nos ofrece la complejidad es un paso adelante de una ciencia que necesariamente se vuelve interdisciplinar, mientras transita hacia su madurez intelectual. Es un camino intermedio entre un mundo simple y aburrido, gobernado por leyes cuyo conocimiento lo hacían predecible, y otro mundo estrafalario, sin causalidad, donde nada podría ser descrito ni predicho. Este camino medio es el que nos permitirá, si aparcamos el pánico a no conocer con certeza las consecuencias de nuestras acciones, explorar la esencia de una naturaleza que existe en continua evolución creativa, de un universo del que no somos meros observadores, sino parte integrante.

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