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Ciencia Crítica pretende ser una plataforma para revisar y analizar la Ciencia, su propio funcionamiento, las circunstancias que la hacen posible, la interfaz con la sociedad y los temas históricos o actuales que le plantean desafíos. Escribimos aquí Fernando Valladares, Raquel Pérez Gómez, Joaquín Hortal, Adrián Escudero, Miguel Ángel Rodríguez-Gironés, Luis Santamaría, Silvia Pérez Espona, Ana Campos y Astrid Wagner.

Catedráticos sin experiencia docente ni de gestión

La universidad pública pierde más de 77.000 alumnos desde 2012

Como casi cada año, este verano hemos vuelto a ser testigos de un nuevo coro de críticas a la Agencia Nacional de Evaluación de la Calidad y Acreditación (ANECA), el organismo encargado de mejorar la gestión de la calidad en las Universidades españolas. Durante varias semanas, la ANECA ha acaparado titulares y noticias. Todos tirando piedras contra ella porque una serie de buenos investigadores no han recibido la acreditación para catedráticos. Tono de escándalo y desesperanza en afectados y periodistas. Propuestas de revisión de los procedimientos, o incluso de cierre, de la Agencia y estupor en los que están fuera de nuestras universidades públicas. Sí, es cierto, no parece razonable lo que ha ocurrido, y podemos concluir que hay que revisar y mejorar los procedimientos de evaluación. Pero tampoco se puede dejar de reconocer lo que las acreditaciones han supuesto para un tejido universitario que, tras cuarenta años de franquismo, estaba profundamente afectado por los tan ibéricos vicios del nepotismo, la endogamia y el provincianismo académico. ¡Memoria, por favor!

Debe ser como el mito del escorpión, va en nuestra naturaleza picar y, en este caso, olvidar de dónde venimos y lo que el sistema de acreditación ha supuesto. El sistema actual de evaluación está plagado de problemas, sin duda. Pero debemos recordar por qué se lanzó y cuál era el desierto que exigió a gritos algo similar a lo que tenemos con la ANECA. Y debemos también reconocer que la mayoría de esos problemas no proviene sino de la inercia del sistema anterior, el mismo que trataba de corregir, y que se puso rápidamente en movimiento para descafeinar cada incremento de exigencia que iba tratando de incorporar la Agencia. Y que reformar la ANECA o suprimirla no va a solucionar los tres principales problemas del sistema español de contratación del profesorado universitario: la burocratización, la incoherencia legislativa y la endogamia.

El sistema de acreditación simplemente proponía dar una etiqueta de reconocimiento a aquellos trabajadores del ámbito universitario que presentasen hechos objetivos para que se les reconociera su desempeño, superando unos mínimos bien definidos. De esta manera se trataba de evitar lo que había sido la norma hasta entonces, y el camino para desarrollar una carrera en la universidad española de mediados del siglo XX: la pleitesía, la lealtad, el respeto irracional al maestro (lo sentimos, pero casi siempre eran hombres) y su resultado más fácil de detectar y que sigue poniendo en pie de guerra a toda la sociedad: la endogamia casi absoluta. Un sistema que tejía una red de dependencias que garantizaba el futuro profesional de los que aceptaban las reglas del juego y que convertía (y aun convierte) a nuestra universidad en una de las peores del llamado mundo desarrollado.

Visto en perspectiva, la propuesta de acreditación era muy sencilla. Para poder presentarte a cualquier plaza tanto de contratado como de funcionario, había primero que superar unos mínimos que evaluaba una agencia externa con unas métricas bien definidas y que otorgaba una especie de “certificado de calidad” que había que presentar a la hora de concursar. Esto supuso un cambio revolucionario. Algunas áreas de conocimiento, especialmente las científicas, estaban bien preparadas para abordar el reto porque en su dinámica ya se comenzaban a reconocer de forma generalizada los méritos que se tenían en cuenta ahí fuera; pero en muchas áreas, la mayoría diríamos, esas métricas estaban muy alejadas de esos mínimos básicos.

El sistema obligó a que la gente tuviera que estar acreditada. Simple y contundente. El contrato sólo podría ir a gente acreditada, no podría ser tan exasperante como antes. Al menos tendría que tener unos mínimos y alguien externo lo evaluaría. Se olvida ahora que este tipo de pequeños logros fue lo que ayudó a que nuestra universidad cambiase de forma muy positiva y que comenzasen a moverse cosas en algunas áreas extremadamente recalcitrantes en su quehacer.

Y, si, claro que hubo disfunciones. Las métricas no eran todo lo explícitas que a uno le hubiera gustado y en la evaluación había espacio para la interpretación, lo que produjo algunos errores flagrantes, que llevaron a buenos profesionales de la universidad a verse excluidos del sistema. En buena parte, se debió a que el sistema se apoyó en la estructura burocrática disponible en ese momento: la posesión por parte del candidato de los denominados tramos de investigación (sexenios en la jerga), un sistema para obtener un complemento económico de productividad científica, diseñado para identificar un umbral mínimo de desempeño pero que no diferencia con precisión a quienes superan apenas ese umbral de quienes lo superan con creces. Esto hizo que, en algunos casos, la acreditación fuera una simple cuestión de antigüedad. Y conforme la ruptura del dique impuesto por la endogamia iba haciendo el acceso a la universidad cada vez más competitivo, más insuficiente se reveló este criterio.

Por supuesto que el sistema necesita ser modificado y hay mucho espacio en ese sentido que no ha sido completado por los últimos responsables de la agencia. Para ser catedrático es necesario tener experiencia en los tres pilares básicos de la actividad académica: investigación, claro que sí, pero también gestión y, sobre todo, docencia. Pero no parece justo exigir un desempeño excelente en los tres a la vez. No cabe duda de que somos finitos y que dedicar tiempo a uno de estos pilares, limita el alcance y desarrollo de los otros. Es posible que un excelente investigador deba de ser reconocido con la acreditación, aunque no tenga mérito en los otros pilares; pero también, un docente sin investigación o un gestor universitario de buen hacer. Difícil de resolver, con el sistema actual. Pero no tanto si vamos incorporando los criterios que usan las universidades de los países de nuestro entorno: una evaluación más detallada, progresiva y objetiva de la calidad científica; una evaluación objetiva de la calidad docente, que no se base exclusivamente en la acumulación de años sino en una combinación de evaluaciones por alumnos, peers y evaluadores especializados; y una evaluación más equilibrada de la actividad de gestión (que, por cierto, se incluye ya en los méritos reconocibles para los sexenios).

Si nuestras universidades y nuestro tejido académico estuvieran bien engrasados, lo lógico sería ceder esa responsabilidad a instituciones como la ANECA. Pero, no nos engañemos, buena parte de nuestros docentes e investigadores a duras penas pasarían un examen externo de calidad y muchos departamentos son auténticos desiertos científicos. Y son precisamente esos departamentos los que tienden a perpetuar un funcionamiento inaceptable mediante el amaño de contratos y oposiciones y, en suma, la endogamia. En esas condiciones parece necesario mantener un sistema de acreditación externo. Aunque se produzcan errores como los puestos sobre la palestra por la prensa.

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