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Ciencia Crítica pretende ser una plataforma para revisar y analizar la Ciencia, su propio funcionamiento, las circunstancias que la hacen posible, la interfaz con la sociedad y los temas históricos o actuales que le plantean desafíos. Escribimos aquí Fernando Valladares, Raquel Pérez Gómez, Joaquín Hortal, Adrián Escudero, Miguel Ángel Rodríguez-Gironés, Luis Santamaría, Silvia Pérez Espona, Ana Campos y Astrid Wagner.

Desigualdad, esnobismo y extinción de especies: cómo destruye la naturaleza el capitalismo desregulado

Corzo Ibérico de Castilla-La Mancha

A menudo se dice que la lucha contra la destrucción de la biodiversidad y contra la emergencia climática tiene que ser socialmente justa o no tendrá éxito. Esta afirmación suele basarse no solo en argumentos éticos, sino en razonamientos pragmáticos – si los sectores más desfavorecidos no pueden acceder a los cambios necesarios en sus bienes, recursos o estilo de vida sin renunciar a su bienestar, su salud o su mera supervivencia, lucharán contra estos cambios con todas sus fuerzas. Pero hay un motivo aún más importante: el elitismo y la desigualdad que el capitalismo desregulado genera, y sobre los que se sostiene, son uno de los principales destructores de la biodiversidad del planeta y de su capacidad para resistir los brutales cambios que está causando ya el cambio climático.

Uno de los ejemplos más claros del impacto del elitismo y la desigualdad en la biodiversidad fue evidenciado por el trabajo del economista Fran Courchamp. El proceso, que en el alambicado lenguaje académico se denomina “efecto Allee antropogénico”, es relativamente sencillo. La teoría económica estándar predice que la explotación de especies silvestres nunca debería causar su extinción, ya que conforme una especie se va haciendo más rara, el coste de encontrar individuos aumenta hasta hacer su explotación improductiva. Por desgracia, los modelos matemáticos de Courchamp dejaban claro que la predisposición humana a darle un valor exagerado a la rareza causa la explotación desproporcionada de las especies raras, hasta conducirlas a la extinción. Esta predicción es extraordinariamente alarmante, ya que la retroalimentación positiva entre explotación y rareza haría que cualquier especie rara esté condenada a la extinción, por el mero hecho de serlo. Y lo es, sobre todo, cuando la predilección por la rareza va más allá de hacer que los costes crecientes no desanimen a los compradores: cuando la rareza en sí misma es la que hace a la especie más deseable, la demanda aumenta conforme la especie se desliza hacia la extinción, haciendo esta prácticamente inevitable.

Algunos ejemplos de este comportamiento son realmente ilustrativos. Tal es el caso del alca gigante (Pinguinus impennis), que llegó al borde de la extinción por la caza excesiva y el cambio climático, pero recibió la puntilla por el desmedido interés de los coleccionistas europeos, que pagaron cantidades cada vez más desorbitadas por hacerse con una piel o un ejemplar disecado. En 1844, una expedición que buscaba esta presa para venderla después en Dinamarca, localizó en un islote de Islandia a la última pareja en su nido y la mató, extinguiendo la especie.

Courchamp y su equipo dedicaron sus esfuerzos a comprobar tanto las premisas como las consecuencias de su modelo con ejemplos de la vida real. Y por desgracia, durante la última década, se ha documentado ampliamente su aplicabilidad a la explotación de especies silvestres por el ser humano. Esta aplicabilidad incluye la captura de fauna salvaje para fines gastronómicos (como el consumo de caviarque está conduciendo a la extinción a las 27 especies de esturión que hay en el mundo), medicinales o afrodisiacos (como el cuerno de rinoceronte o las escamas de pangolín), y ornamentales o recreativos (compra de mascotas o visitas a zoos), así como el tráfico de fauna y flora silvestre.

El ejemplo más claro de la situación descrita por el modelo de Courchamp es, probablemente, la caza de trofeos. En la caza de ungulados (ciervo, cabra, jabalí, etc.) para trofeo, el tamaño y forma del trofeo son los mayores determinantes de su valor - y, por tanto, del gasto que el cazador hace para conseguirlo. Este gasto puede ser desorbitado. Analizando datos de precios de trofeos de 202 taxones de ungulados, Courchamp y su equipo demostraron que, después de descontar el efecto del tamaño del trofeo, los cazadores estuvieron dispuestos a pagar el doble por las especies más raras (más propensas a la extinción) que por las más comunes. Algo similar ocurría con la caza de grandes felinos (leones, panteras, linces, etc.): el número de individuos cazados aumentó (a veces, exponencialmente) mientras las poblaciones caían, el precio de los trofeos aumentó con el nivel de protección de la especie, y el aumento de los esfuerzos de conservación hizo aumentar (en lugar de disminuir) el esfuerzo de caza.

Este tipo de efectos hace netamente ineficientes los mecanismos de mercado como métodos de conservación de especies. Pero es interesante fijarse en por qué – ya que tanto el motivo (la predilección por la rareza, como generadora de estatus) como el mecanismo (la posibilidad de pagar cantidades desproporcionadas de dinero por esos símbolos de estatus) están directamente relacionadas con la desigualdad y con el culto a la acumulación de riqueza. No hay que olvidar que, aunque la sociedad se acabó escandalizando cuando nuestro monarca gastó cantidades obscenas de dinero cazando elefantes en lo peor de la crisis, es misma sociedad había considerado normal hasta entonces que tanto la familia real como otras élites económicas, políticas y judiciales tuvieran acceso a ese tipo de privilegios “exclusivos”. O la frecuente asociación (en revistas, películas y otros transmisores de cultura popular) de los trofeos de caza con el lujo y la ostentación. Aunque a muchos nos resulte totalmente ajeno, existe un mundo paralelo en el que tener una mano de gorila como cenicero o una piel de oso como alfombra se entiende como un signo de sofisticación y poder.

Sin embargo, cada vez es más frecuente que los ciudadanos de todos los países reaccionen airados ante ejemplos de millonarios que alardean de matar especies raras, algunas en el borde de la extinción. La sociedad empieza a percibir esas acciones como lo que son: el abuso de poder de quienes aprovechan su enorme riqueza para tomar algo que, en cuanto a su carácter de patrimonio amenazado por dichas prácticas, nos pertenece a todos. La obscenidad que representa la muerte a sangre fría de animales perfectamente inocentes e inofensivos, para jactarse de la exclusividad que representan dichos actos (esto es, como mera demostración de poder - económico o de otro tipo), ha contribuido también a elevar esa indignación.

Puesta en esta perspectiva, la creación de un “museo de la caza de trofeos” basado en la colección del empresario Marcial Gómez Sequeira, anunciada recientemente por el presidente de Extremadura Guillermo Fernández Vara, representa un grave error que envía a la ciudadanía el mensaje equivocado. Aun defendiendo la gran importancia y valor educativo que tienen las salas de animales disecados de los museos de ciencias de todo el mundo, a nadie le parecería aceptable que éstos enviaran expediciones de caza a recolectar ejemplares en pleno siglo XXI. De igual manera, dedicar recursos públicos a crear y mantener un museo que loe la figura y legado de alguien que dedicó su extensa fortuna a recorrer el mundo cazando centenares de especies – muchas de ellas raras o amenazadas, representaría un doble y terrible reconocimiento: a la brutal desigualdad de la sociedad franquista y postfranquista, que nuestro país no acaba de conseguir sacudirse, y a la destrucción ecológica que ésta causó – y sigue causando.

Aunque la indignada reacción popular al hacerse pública la noticia hizo recular al alcalde de Olivenza, la mera consideración de esta iniciativa es un indicador muy preocupante de los retos a los que nos enfrentamos, como sociedad, si queremos salir airosos de la emergencia ambiental y climática que ya tenemos encima.

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