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Sobre este blog

Blog dedicado a la crítica cinematográfica de películas de hoy y de siempre, de circuitos independientes o comerciales. También elaboramos críticas contrapuestas, homenajes y disecciones de obras emblemáticas del séptimo arte. Bienvenidos al planeta Cinetario.

A favor y en contra de 'La gran ilusión', de Jean Renoir

Cartel original de 'La gran ilusión'

Alicia Avilés Pozo / Dolores Sarto

A favor: nuestros corteses enemigos

Hubo un tiempo en que las guerras crecieron junto con el cine. En pleno calentamiento de la Segunda Guerra Mundial, cuando la Alemania de Hitler ya entrenaba a sus SS, el estreno de 'La gran ilusión' (1937) contribuyó a generar un llamamiento al pacifismo desde el séptimo arte que de poco sirvió, como tampoco lo haría 'El gran dictador'. La ingenuidad, amabilidad y humanismo que destilaron estas películas no pudieron frenar una maquinaria belicista imparable durante todo el siglo XX y que hizo que al final futuros cineastas como Stanley Kubrick, Oliver Stone, Steven Spielberg o Clint Eastwood no tuvieran más remedio que llamar a la paz mostrando la otra cara, la del horror, la violenta, la inhumana.

Por eso resulta un placer exquisito rescatar esta obra maestra del gran maestro del cine francés Jean Renoir. Es probable que no sea su mejor película, pero supo retratar con honestidad y originalidad el resquebrajamiento geosocial europeo que inició la Primera Guerra Mundial. Mediante las andanzas de un grupo de oficiales franceses hechos prisioneros por los alemanes durante este conflicto, Renoir quiso enterrar las trincheras, y las escenas de batallas, que ya durante el cine mudo habían sido carne de espectáculo, y ofrecernos un conjunto de diálogos y personajes entrañables a ambos lados de la contienda.

De entre los rostros de Jean Gabin (oficial francés Marechal), Pierre Fresnay (capitán francés Boieldieu) y el asombroso Erich Von Stroheim (comandante alemán Von Rauffenstein), junto con un maravilloso casting de secundarios, este relato sobre la amistad y la búsqueda de la libertad deja ver una tesis histórica mucho más importante que la parodia, la sátira y el humor de muchas de sus situaciones: que la Gran Guerra fue también el comienzo del fin de la vieja Europa, de la aristocracia de los antiguos regímenes decimonónicos. “Si son oficiales, dígales que están invitados a comer”, propugna el comandante alemán poco después de haber derribado el avión francés en el que viajan los dos oficiales.

A partir de ahí, sabemos que no asistiremos a ningún fusilamiento ni tortura. Renoir, obsesionado siempre por los conflictos entre clases sociales, quiso que 'La gran ilusión' fuera también un canto a la naturalidad de las relaciones humanas, tendentes a la bondad, a la amabilidad y al buen trato. Los propios encarcelados nos dan la pista: “finjamos que esto es una situación divertida”. Puede que la historia les quitara la razón después a todos ellos, pero en aquellos momentos, considerar la posibilidad de que las piezas musicales (francesas y alemanas) de Joseph Kosma pudieran fundirse en una sola, y de que en algunos campos de prisioneros se tratara a los reos como corteses enemigos tampoco hace daño a los relatos de guerra.

Ya otros se han encargado de hacernos llorar. Mucha huella dejó esta pequeña utopía cuando más de un cuarto de siglo después, John Sturges rendiría homenaje a estos oficiales en 'La gran evasión', con un tono algo más crudo pero igualmente hilarante en una historia prácticamente idéntica.

Lo más sencillo es hacerle una transfiguración a su género. Al igual que los prisioneros hacen en la obra de teatro, conviene echarle un nuevo vistazo a 'La gran ilusión' recreándose tan solo en sus personajes, diálogos y deseos de fuga: el tesón humilde de Maréchal, el clasicismo heroico de Boeldieu, los grandes recursos de Rosenthal y el hastío, la bondad y la decadencia de Rauffenstein. Las breves palabras que los personajes de Fresnay y Von Stroheim intercambian tomando un café, probablemente uno de los mejores diálogos de la historia del cine, son el resumen de toda una era, el fin del mundo tal y como se conocía, cuando algunos hombres, viejos y sabios saben que morir es su mejor opción.

Hoy que los tambores de guerra siguen resonando cada día, y que nuevas formas de matar se multiplican como la mala hierba, no resulta anacrónico regresar al blanco y negro de los años 30. Entonces el mundo, como ahora, estaba herido por una crisis económica, y la humanidad también adolecía asustada e inamovible. El pacifismo que 'La gran ilusión' emana por cada fotograma es antiguo pero importable. Porque no sabemos qué hubiera sido de los tratados de paz sin las personas con imaginación, sin aquellos que estudian al poeta griego Píndaro entre los muros, que salivan con un buen arenque, que cuidan geranios sin esperanza, que fueron a la guerra por ser vegetarianos o que se enamoran de las viudas de guerra.

En contra: pecados de ingenuidad

Jean Renoir, uno de los creadores de cine más interesantes de todos los tiempos, acerca a los espectadores a una historia de corte humanista con fino sentido del humor y unos diálogos irónicos muy bien pergeñados. Narrada en un estilo elegante e inteligente, 'La gran ilusión' resulta, sin embargo, un tanto fría en su propuesta y pierde de vista esa conexión emocional intensa que, a modo de flechazo, sí logran otras películas clásicas del género, especialmente las comedias.

El film nos presenta a unos prisioneros que, durante la Primera Guerra Mundial, logran construir una especie de sociedad ideal alimentada por pequeñas ilusiones, que les hace olvidar deliberadamente el horror de la guerra. Los protagonistas, entre ellos, el teniente Maréchal (Jean Gabin) y el Capitán Boeldieu (Pierre Fresnay), se procuran una vida cómoda, se divierten y se imponen pequeños retos que les hacen soñar y tirar hacia adelante dentro de su cautiverio. Así, excavan un túnel albergando la descabellada esperanza de que lo van a terminar y comparten diariamente las delicias gastronómicas que le llegan a uno de los prisioneros aunque pertenezcan a diferentes clases sociales.

Por si fuera poco, cuentan con un cancerbero, el comandante Von Rauffenstein (fabuloso Erich Von Stronheim), que trata de respetar al máximo a sus prisioneros. Para ello, instaura, en la prisión, una especie de ‘Antiguo Régimen’ donde prevalecen con nostalgia los códigos de honor y de la disciplina justamente administrada. En ese universo ajeno a la guerra, hasta donde puede, todos tratan de hacerse la vida más fácil, vivir a hombros de una mentira con mucha cordura, hasta que la realidad acabe por imponer sus reglas y separarlos sin que, por otro lado, a los personajes parezca suponerles un verdadero trauma.

Y es que, sin ánimo de resultar blasfemos, 'La gran ilusión' peca de ingenuidad, en su tono general, aunque no tanto a través de sus personajes quienes parecen estar de vuelta de todo. Ellos dejan muy claro que son conscientes, en el fondo de su ser, de la realidad que viven, sin embargo, es el propio Renoir y su coguionista, Charles Spaak, los que parecen dejarse llevar por sus quimeras y anhelan, a través de las secuencias, una nueva civilización donde todos los hombres tengan cabida, donde todas las clases sociales puedan coexistir en un raro y antinatural equilibrio que les restaría identidad colectiva.

Y es un sueño maravilloso, pero que se contradice, porque la película también deja entrever demasiada melancolía hacia el viejo orden, hacia unos tiempos aristocráticos idealizados. Y así, a veces, parece añorar unos ideales rancios que chirrían un tanto con los tradicionales emblemas revolucionarios franceses, en concreto con las ideas de fraternidad y de igualdad apoyadas también por el film, de manera incondicional, en una contradicción no tan bien avenida.

En ese baile de opuestos, por otro lado, ni la amistad ni la camaradería se ponen realmente a prueba durante la película. O si se hace, se queda en un mero ejercicio de estética, en una pose elitista o en una disyuntiva fácilmente resuelta que apenas deja sentir el desafío que conlleva adoptar una decisión difícil. El sacrificio del capitán flautista, ante todo un caballero, es buen ejemplo de ello. Y es que el tono monocorde sarcástico, que recorre la película, no la deja casi respirar naturalidad.

Es cierto que no es necesario ser tremendista, ni mostrar los dramas que ya muestran, en demasía, las películas con trasfondo bélico, sobre todo si estamos ante una comedia, pero también es cierto que los personajes no pueden pasarse casi dos horas de metraje en una especie de club social, puesto que, en algún momento, puede asomar el tedio o comenzar a oler a impostura. La película quizás habría necesitado algo más de contraste, alguna sombra, para que el espejismo, esa ‘gran ilusión colectiva’ que experimentan los personajes y, con ellos, todos los espectadores durante su visionado, nos alcanzara de lleno.

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