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Noviembre

Cementerio Pére Lachise en Paris FOTO: Europa Press

Miguel Ángel Curiel

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El cementerio de T. no tiene nombre. La mayoría de las tumbas miran al Oeste. El río pasa al lado. De los ojos vacíos de los muertos nace otra corriente de silencio hacia el mar, más pura y permanente que la del río, de esa manera ellos se duermen más tarde y su muerte está aún viva. La claridad del día poco daño puede hacerle ya a los ojos, la luz del fuerte ya no les deslumbra. El río pasa muy cerca de la tapia del mediodía y desde allí vira un poco hacia el Sur para volver a corregirse aguas abajo y tomar de nuevo su dirección original hacia el Oeste.

En este cementerio sin nombre se rompe la vieja tradición pagana de enterrar a los muertos de cara al sol naciente. En el de Père-Lachaise de Paris las tumbas y panteones no mantienen un orden especial, y las calles entre frondosos bosques de plátanos y grandes tilos son un laberinto que siempre te lleva a la vida. En él me perdí buscando la tumba de Modigliani. Allí había centenares de gatos gordos en estado semisalvaje a los que una anciana vestida de azul echaba mortadela. Ellos son la reencarnación de los que allí moran. Lo más normal es que te cague un pájaro en la cabeza mientras buscas la tumba de Jim Morrison.

“A un cementerio siempre debes acudir con un libro”

En el barrio más caro de París, a la Orilla Derecha del Sena, cerca de los Campos Elíseos, el pequeño cementerio de Passy tiene a la entrada una sala de espera climatizada. Durante mi estancia en Paris en el invierno del 95 solía ir a calentarme a aquella pecera azul. Con el Spleen de Baudelaire me calentaba las manos y los ojos, su espectro que me seguía a todos lados empañaba los grandes ventanales modernistas. En una de esas grandes ventanas escribí con el dedo “Sabemos que el espacio político es el de la mentira por excelencia” y un vigilante vestido de negro me echó fuera.

En aquel lugar está enterrado Bao Dai, el último emperador de Vietnam. En el de Sant Johannis en Nürnberg, al que acudí tantas veces mientras viví en la Ebertplatz 7, es un parque en el centro de la ciudad donde puedes sentarte en un banco de piedra a leer “In Hora Mortis”, de Thomas Bernhard, mientras los mirlos comen lombrices al lado de la tumba de Veit Stoß, cuyo ángel de piedra te mira desafiante.

A un cementerio siempre debes acudir con un libro. En Roma me perdí en el cementerio del Mediodía una mañana clara de mayo. Aquel lugar es una ciudad de muertos dentro de una ciudad de vivos. Cuando se estaba haciendo de noche, una señora muy mayor vestida de negro, a la que apenas vi el rostro, me guío hasta la salida. En la gran puerta de mármol miré hacia atrás y ya no estaba.

El mejor momento para pasear en noviembre es el que va de las tres de la tarde a las seis. Ir en busca del crepúsculo, del sol que se pierde. Hace unos días llegó a T. el exiliado húngaro Anasztáz Arany, traductor al húngaro de la poesía de Paul Celan y de Ossip Mandelstan, poetas ahora no muy bien vistos por el régimen fascista de Orban. Casi todas las tardes damos largos paseos peripatéticos después de comer siguiendo la línea del río. Estas discusiones de paseantes pueden tratar de cualquier tema. Es fácil detenerse por cualquier asunto.

En uno de esos paseos estuvimos jugando a entrelazar la metafísica de la muerte a la idea universal del mal, que es otra metafísica sin solución. El mal dijo Anasztáz es el bien sin las cordilleras de las palabras, es tan humana que se vuelve inhumana en el fragor de la existencia. Sus frases enigmáticas te llevan al mar. Una tarde, a lo tonto, llegamos hasta Calera, y para volver pedimos un taxi.

“Mí idea era encontrar un nombre para el cementerio de T”

En otro paseo salió el tema de los cementerios, le había comentado los días anteriores que tengo ya gran parte de mis muertos allí, y que odio las flores de plástico e ir a hablar con ellos. No quiero hablar de futbol con los hermanos de mi madre. Mí idea era encontrar un nombre para el cementerio de T. Que aquel espacio siguiera sin un nombre apropiado era un signo de pobreza, que lo dejaba aún más abandonado y poco atractivo a las visitas.

Siguiendo la orilla del Barrago, entre bosques de chopos amarillos dedicamos gran parte de la tarde a buscar un nombre, cosa que siempre se hace difícil. Los nombres de los cementerios deben remitir a un deseo, deben acoplarse sobre el lugar como un caparazón de luz no provocado, y no como algo accidental.

Anasztáz, que tiene ese gran sentido de humor húngaro, que es no tener humor, y solo una boca cruda, habló de las almas rabiosas que no son capaces de descansar en paz en ningún lugar, y que por eso vuelan como pájaros hacia el crepúsculo que nunca se cumple. Cementerio de los invisibles, pero en una ciudad tan banal como T. esto no se habría entendido, como otros nombres que iban saliendo y nos parecían acaso poco respetuosos, Cementerio de los pájaros, Casa de las presencias, Cementerio del río, pensando en un cementerio de agua junto a uno de tierra, o Cementerio del Oeste, más aséptico y amplio, y que remitía a una vocación crepuscular, sobre todo por su tapia de poniente, que era el lugar donde descansaban los fusilados en fosas comunes, y así, abierto a los inmensos espacios y la amplia llanura por la que se pierde el río, tenerlo como lugar de partida y no de llegada.

Siempre vamos a mirar más hacia el Oeste que al Este. El lugar gira para detenerse siempre en ese punto. El río te obliga a mirar hacia el Oeste, te obliga a seguirlo, a irte con el hacia una tierra inhóspita. La espera de la crecida puede resultar larga, y puede con mucha probabilidad que no ocurra, y si ocurriera alguna vez tú no lo habrías predicho. JAB dice que en este lugar del mundo nada ocurre, y que ese no ocurrir es una manera de ocurrir.

El río está quieto junto a cementerio sin nombre, que a su vez está quieto, y T. está quieta. Todos nos hemos detenido al chascar los dedos X. Paralizados, sin movimiento hablamos con otros que también se han quedado quietos, paralizados. La sensación es de angustia, pues para que te entiendan los que estaban a tu lado en ese momento, tienes que gritar, pero el grito es a su vez un grito sordo y apenas lo oyen los que están más cerca, así que intentas escribir un mensaje, pero tus manos quietas no se mueven; de esta manera sólo te queda mirar fijamente a los otros para decirles que lean al menos tus labios, y que si entienden lo que estás diciendo, lo trasladen de alguna manera para que le llegue al amigo.

Tus palabras sin ruido pasan por casi todos hasta que llegan a él o a ella, ¿Y habrán llegado como de verdad fueron dichas? Esa crecida nunca llega, en este lugar nada ocurre. Habrá un día en el que todos estemos muertos y todas las flores sean negras, y su perfume a mar seco inunde las estancias de las casas. Como me decía en su última carta del 1 de noviembre el poeta portugués Rogelio Admiral “Algas, sobre mi tumba sólo algas”

Estos versos, o epitafio, me llevaron directamente al Cementerio marino de Valery, del que sólo recuerdo la cita de Píndaro que abre el libro, “¡Oh! alma mía, no aspires a la vida inmortal, pero agota toda la extensión de lo posible”. En Lisboa el cementerio dos Prazeres está lleno de poetas desconocidos. Es un oasis de silencio en la ruidosa ciudad. Desde ese lugar se divisa el río en Alcántara. Es el último cementerio al Oeste. Desde el los muertos despiden al río muerto.

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