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Las opiniones vertidas en este espacio son responsabilidad de sus autores.

Con papel de fumar

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Joaquín Copeiro y Mariano Morales

En las elecciones municipales de 1931, fue una gran coalición de partidos, la llamada Conjunción Republicano-Socialista, la que se hizo con los ayuntamientos en cuarenta y una capitales de provincia. Tal resultado acabó con el régimen monárquico y alumbró uno nuevo, la II República, que se consolidó con los resultados de las elecciones a Cortes Constituyentes de ese mismo año, que supusieron un triunfo arrollador de la citada Conjunción. Una unión, pues, de fuerzas progresistas, de fuerzas por el cambio de régimen, consiguió el objetivo de transformación.

En 1933, la ruptura de la Conjunción, y especialmente la que se produjo entre sus partidos de izquierda, y la fortísima campaña desplegada por la CNT a favor de la abstención, junto a la unidad política de las derechas, condujeron al triunfo de estas, con la consiguiente paralización de las reformas emprendidas por el Gobierno durante el bienio progresista.

En 1936, de nuevo la unidad de las fuerzas progresistas en torno al Frente Popular y la participación entonces de la CNT hicieron posible el triunfo electoral de sus candidatos.

Luego vinieron Franco, la guerra y los cuarenta años de dictadura. Y el reformismo de Adolfo Suárez y las primeras elecciones pasablemente democráticas. Pero sólo cuando de nuevo se unieron los progresistas, que en ese momento se identificaban con PSOE y PCE, la mayoría de los ayuntamientos más importantes del país dejaron de ser gobernados por el centro derecha. Eso allanó el camino para que el PSOE ganara las elecciones de 1982 con un programa socialdemócrata y con un lema electoral contundente: POR EL CAMBIO.

Si todos los ejemplos anteriores, en clave electoral, muestran la conveniencia de la unidad para lograr una victoria que posibilite un cambio político profundo, hay una lección ejemplar, por su grandeza moral, que apunta hacia el mismo objetivo: con miles de ejecutados y enterrados en cunetas entre sus filas, el PCE, en pleno franquismo, hizo un llamamiento a la reconciliación nacional para luchar contra la Dictadura y conseguir la Democracia. Esto facilitó años más tarde la  unidad y el entendimiento de las fuerzas antifranquistas, incluso con la llamada «derecha civilizada», que hicieron posible la Constitución del 78.

Y aquí nos andamos ahora, parece que sin aprender las lecciones de la historia, afrontando divididos unas elecciones que se nos antojan históricas en mayo, porque deberían inaugurar una etapa de auténtica democracia, donde el poder verdaderamente residiera en el pueblo. ¿De nuevo la ciudadanía va a permitir que frente a los parados, a los jóvenes emigrantes, a los excluidos sociales, a los niños desnutridos, a los estafados, a los dependientes y enfermos desatendidos, a las familias desahuciadas, frente a todo esto y más, vamos a permitir, decimos, que ganen las elecciones los servidores de los grandes bancos y de las multinacionales, los sumisos con la Troika, los corruptos y sus colegas, los manipuladores de los medios, y todo porque los progresistas «nos la cojamos con papel de fumar»? No puede ser que una forma jurídica (agrupación de electores o coalición de partidos…, y ¡para unas municipales!) sea el argumento de peso para trazar la línea roja que justifique el rechazo de la unidad; y eso por no hablar de «las incompatibilidades de caracteres» y «los líos» entre líderes y miembros de formaciones políticas con programas y objetivos afines, que no son sino asuntos muy menores comparados con el sufrimiento de la mayoría de la población.

¡Ya está bien! ¡Entendeos de una vez, compañeros de GANEMOS, de PODEMOS, de EQUO, de IU, y los demás!      

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