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Fiasco y agravio, fase 1

El presidente de la Generalitat Valenciana, Ximo Puig, acompañado de la subdirectora general de Epidemiología, Herme Vanaclocha.

Adolf Beltran

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Fue una decepción, un fiasco. La Comunidad Valenciana no pasó inicialmente en bloque a la fase 1 de desescalada en el estado de alarma por la pandemia. Solo lo hicieron 10 de los 24 departamentos en los que se estructura su servicio de salud. Todas las áreas metropolitanas, Alicante y Elche, València y Castellón, quedaron una semana más en la fase 0. Y Ximo Puig, que había dado casi por hecho el cambio, se enfadó mucho. Por razones aparentemente evidentes.

Puig se quejó de que los datos valencianos de la evolución de la COVID-19 eran mejores que los de otras comunidades autónomas que sí que pasaron de fase, de que se habían cambiado las reglas del juego a medio partido al introducir a última hora un nuevo parámetro y de que el ministerio no había dado explicaciones. “Ni un papel, ni un documento”, exclamó.

Los datos de contagiados, hospitalizados y fallecidos, en efecto, eran más moderados, proporcionalmente, que los registrados por ejemplo en el País Vasco, que sí pasó en bloque a la fase 1, aunque con algunas restricciones. También estaban garantizadas la capacidad de hospitalización y la disposición de unidades de cuidados intensivos  en los hospitales valencianos. Pero por puro sentido común la desescalada se basa en lo que Fernando Simón ha descrito como la “detección precoz del virus”, que exige generalizar las pruebas a los sospechosos de contagio con síntomas leves. Y la sanidad vasca, con la mitad de población, multiplicaba por cinco al sistema de salud valenciano en el número de pruebas PCR realizadas en atención primaria.

La de Puig fue una decepción legítima, ya que su equipo pensó realmente que se cumplían las condiciones para pasar de fase, hecho del que tendrían que hacer alguna lectura autocrítica. Pero no hizo como la presidenta madrileña, la inefable Isabel Díaz Ayuso, que pidió pasar contra el criterio de la responsable de epidemiología de su gobierno, dimitida por ello. Como la mayoría en España, de unos colores políticos o de otros, excepción hecha de la ultraderecha de Vox y del PP de Madrid, en cuyo ánimo pesa más combatir sin tregua al adversario político que cualquier responsabilidad cívica o consideración sensata sobre la salud pública, el presidente valenciano no pretendía actuar a las bravas. Solo había suscitado unas expectativas excesivas que se vieron frustradas.

Y no reaccionó bien. Optó por el victimismo durante unos días, hasta que asumió implícitamente lo que había sucedido cuando propuso de nuevo el paso a la fase 1 de los 14 departamentos restantes, incluso con algunas limitaciones sobre reuniones públicas que al final no se han aplicado, tras un refuerzo perceptible de la capacidad de hacer tests a los sospechosos de contagio en atención primaria. Si en el periodo más duro de la pandemia los hospitales fueron el escenario central de la lucha contra el coronavirus, los centros de salud y los ambulatorios son ahora la primera línea de seguridad en el regreso escalonado a una normalidad amenazada.

Presionado por sectores empresariales ansiosos de retomar la actividad económica, el presidente valenciano, que ha trabajado con intensidad contra la crisis, se enfrentó a un Gobierno de su propio partido cuando precisamente menos motivos tenía. La Comunidad Valenciana, al menos una parte, solo ha tenido que esperar una semana hasta demostrar que está suficientemente asegurado su sistema de rastreo de contagios en los departamentos con más densidad de población y una movilidad más alta.

Por tanto, el Ministerio de Sanidad, con su equipo de expertos, actuó bien al aplazar inicialmente el paso a una fase de mayor actividad en diversos territorios. Pero tener razón no basta. En una situación de emergencia extrema, un Gobierno democrático ha de ser elocuente en sus explicaciones. Y el Gobierno de Pedro Sánchez y Pablo Iglesias es deficitario en ese terreno. Es más, adolece de cierta incapacidad para compartir sus decisiones, un defecto que no puede disculparse sin más por la mayor responsabilidad que soporta. Lo demostró la ministra de Hacienda, María Jesús Montero, que tuvo la torpeza de incendiar otro agravio cuando no se habían apagado los rescoldos del primero.

El portavoz de Compromís, Joan Baldoví, le reclamó en el Congreso que el reparto de los 16.000 millones no reembolsables que el Gobierno destinará a las comunidades autónomas para hacer frente a la crisis, un tipo de fondo inédito hasta ahora, se haga por criterios de población y no abunde en la injusta distribución de recursos de un modelo de financiación autonómica caducado que, sin embargo, todavía está en uso.

A Montero le pudo una cierta impaciencia y le salió el reflejo de apartar al que estorba; “No inventemos problemas que no existen”. Y Compromís se enfureció bastante. Fue un mal paso del Gobierno, paradójico en una ministra que ha reconocido sin ambages que la Comunidad Valenciana es la peor financiada y que eso debe corregirse con la reforma del sistema. Por eso su ministerio puntualizó que no se refería a la deficiente financiación valenciana al hablar de “problema inexistente”, sino al reparto de los 16.000 millones. Y tramitó enseguida el envío a Valencia de más de 1.500 millones del Fondo de Liquidez Autonómico (FLA) extraordinario, que suele desbloquearse en julio.

La reacción de Compromís, uno de los aliados más estables del Gobierno hasta ahora y que comparte pacto en la Generalitat Valenciana con el PSOE y Unidas Podemos, ha sido ruidosa. “A día de hoy, el Gobierno no tiene el voto de Compromís, categóricamente”, advirtió su único diputado en el Congreso. La formación valencianista trata de hacer visible un problema que no puede ser considerado un estorbo en la gestión del estado de alarma, precisamente porque forma parte de las carencias que hay que paliar a la espera de resolver la reforma definitiva de la financiación autonómica.

Ocurre que una deficiente financiación de la sanidad valenciana que se arrastra desde la transferencia de unas competencias mal dotadas, y que se enmascaraba en los años de bonanza gracias a otros ingresos, abre cada año un agujero de 1.300 millones de euros en las cuentas de la Generalitat Valenciana, que va acumulando deuda. Eso afecta, por tanto, a sus posibilidades de reforzar el sistema de salud cuando más falta hace. No es un asunto menor, en absoluto.

Se equivoca Compromís, sin embargo, si considera realmente dejar de apoyar el estado de alarma. La lógica del problema tiene que ver con el reparto de los 16.000 millones que aspira a condicionar, con la elaboración de los presupuestos y hasta con el cumplimiento del pacto de investidura, un negociado más idóneo para ponerse serios, pero es difícil explicar que no se apoye la estrategia de defensa de la salud pública sin tener una alternativa, por legítima que sea la preocupación financiera.

En las actitudes de los partidos ante el mantenimiento del estado de alarma ha habido muchas incongruencias. No es la menor la de Junts per Catalunya, que ha votado siempre en contra pese a que el presidente de la Generalitat, Quim Torra, ha demostrado, para sorpresa de algunos, una prudencia notable al no pretender que Barcelona y su área metropolitana pasaran sin más a una nueva fase de desescalada. En este caso, cuando se jugaba la salud de los catalanes, Torra no ha optado por la provocación. Ser responsable es la mejor forma de defender el autogobierno. Esquerra Republicana, por su parte, se desmarcó de las medidas extraordinarias del Gobierno para hacer frente a la COVID-19 sin que su actitud se entienda bien todavía. Ahora parece que busca volver a formar parte de la mayoría.

La crisis del coronavirus es una prueba de carga inesperada para el incompleto federalismo español, que aún así se ha revelado imposible de obviar con todas sus disfunciones, pero también con toda la cohesión territorial que genera. Las múltiples conferencias de presidentes son el ejemplo más evidente de que la gestión política debe compartirse. Lo llaman cogobernanza. Y se nota la falta de práctica en el Gobierno central y en los ejecutivos autonómicos. Pero el futuro pasa por engrasar ese mecanismo.

Seguramente es este uno de esos momentos que aprovechan los estadistas para hacer avanzar sus sociedades. Y en este caso lo fundamental no es el mando único sino la implicación de todos los niveles de gobierno, la capacidad de compartir el poder para que cada uno esté a la altura de sus responsabilidades, con sus discrepancias y sus errores, sus reivindicaciones y sus disgustos.

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