Verdad y diversidad, en defensa de la política
Si sostienes que el valenciano y el catalán son la misma lengua es que simpatizas con los independentistas catalanes. Por lo visto, resulta imposible asumir algo que resulta obvio sin que seas sospechoso de adoctrinamiento, de pancatalanismo o de traición. Si aceptas que valenciano y catalán son la misma lengua no puedes ser un buen valenciano ni un buen español.
Candidatos como María José Català, que aspira a la alcaldía de Valencia por el PP, o Toni Cantó, que pretende ser presidente de la Generalitat Valenciana por Ciudadanos, llevan estos días la radicalización anticatalanista del discurso de la derecha española a posiciones de los tiempos de la transición. Algo poco sorprendente en el caso de Cantó, dado lo escueto de su bagaje, y más extraño en quien fue consellera de Cultura y Educación en la época posterior a Francisco Camps y última portavoz del gobierno de Alberto Fabra.
Da igual que el punto de partida no sea verdad. La Acadèmia Valenciana de la Llengua, un organismo oficial cuya independencia fue blindada por ley en tiempos precisamente del PP para apartar la identidad lingüística del debate político, lo deja claro con una definición que debería bastar: el valenciano es una “lengua romànica hablada en la Comunitat Valenciana, así como en Cataluña, las Islas Baleares, el departamento francés de los Pirineos Orientales, el Principado de Andorra, la franja oriental de Aragón y la ciudad sarda de L'Alguer, lugares donde recibe el nombre de catalán”.
Orgullosos de la denominación de valenciano para nuestro idioma, no tendríamos por qué caer por ello en la burda manipulación que niega la realidad de una lengua común con fines “secesionistas” de supuesta españolidad. Pero de eso hace la derecha el leit motiv de una excitada y vieja estrategia electoral que ahora se alimenta del abundante combustible visceral suministrado por el no menos excitado y dogmático independentismo catalán. Y Cantó denuncia en Valencia una inexistente imposición lingüística del valenciano; el expresidente balear José Ramón Bauzà deja sus cargos por la poca verosímil deriva “catalanista” del PP insular; Pablo Casado se permite apuntar que el Gobierno debería fijar los porcentajes de enseñanza del valenciano por encima del Estatuto de Autonomía y la Generalitat, y hasta un vigilante de seguridad de Fitur se siente legitimado para recriminar a la vicepresidenta Mónica Oltra que hable en valenciano con un colaborador. Parece que si utilizas una lengua hispánica que no sea el castellano dejas de ser español.
Con la mirada puesta en la extrema derecha, como si no existiesen ciertas leyes, ni el bloque de constitucionalidad (tan constitucionalistas que son), el PP y Ciudadanos han puesto en marcha una subasta para ver quién se muestra más intolerante. El mensaje de fondo es que da igual lo que se ha avanzado en la vertebración de nuestra democracia y en la convivencia en la diversidad, y que da igual la verdad.
Decía Hannah Arendt, que estudió de cerca los orígenes del totalitarismo, que la política desligada de la verdad se corrompe desde dentro. Defensora de una esfera pública rica en sus debates, sabía que hechos y opiniones forman parte de la política. “Los hechos y las opiniones, aunque deben mantenerse separados, no son antagónicos, ya que pertenecen al mismo campo”, aseguraba. “Los hechos dan forma a las opiniones, y las opiniones, inspiradas por pasiones e intereses diversos, pueden divergir ampliamente y aun así ser legítimas mientras respeten la verdad factual. La libertad de opinión es una farsa si no se garantiza la información objetiva y no se aceptan los hechos mismos”.
El virus de la extrema derecha, que siempre estuvo entre nosotros bajo cierto control, como el de la gripe, no se ha vuelto ahora peligroso por la radicalidad de su programa involucionista y lo reaccionario de sus objetivos, sino por la simplificación de lo complejo y el menosprecio del necesario contraste de información, por la reducción maniquea de la diversidad y el odio a lo plural, que surge del miedo a la libertad. Es cierto que el debate democrático adolece de vicios inherentes como el sectarismo, el cinismo, la demagogia y la exageración. ¡Cuidado cuando se desentiende de la verdad!