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Bob Dylan y el pan con chocolate

Alfons Cervera

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Lo leí mientras andaba lejos. Casi un mes rodando por una Francia abocada al abismo el año próximo: elegir entre la derecha extrema y la extrema derecha. Allí todo el mundo me preguntaba por lo que pasa aquí con el Partido Socialista. La respuesta es sencilla: los dos socialismos -el francés y el español- pueden encontrar la ruina ahogados en sus propias renuncias y traiciones. Aún entienden menos por qué se mantiene en pie el Valle de los Caídos. Yo tampoco lo entiendo. Y se quedan de piedra cuando dices que España es el segundo país del planeta -después de Camboya- con más desaparecidos. Y tampoco se explican que un PP chapoteando la mierda hasta las cejas sea el partido que siga ganando las elecciones. O sea, no entienden nada porque es muy difícil de entender desde la lejanía lo que está pasando en este país cada vez con más cicatrices que el monstruo de Frankenstein.

La única noticia amable la dieron una mañana en la televisión: Bob Dylan era el nuevo Premio Nobel de Literatura. No me lo creía. Pero como era un canal de noticias ininterrumpidas, la volvieron a repetir en varias ocasiones. Era verdad. Enseguida pensé lo que mucha gente empezaría a decir al conocer esa noticia: ¿no había otro nombre que se mereciera más el premio? Y así fue. Y así sigue siendo. Entre bromas y veras las opiniones han ido desfilando por los medios, muchas veces cuestionando la elección de la Academia Sueca. Yo siempre he tenido un candidato claro: Juan Marsé. Y después, tal vez, Philip Roth o Don DeLillo. Nunca pensé que se lo darían a Dylan. Y cuando lo escuché esa mañana, casi se me atraganta el pan de chocolate (aquí, más o menos, napolitana), que es mi dulce preferido cuando desayuno en los hoteles de aquellas tierras. Me vi a mí mismo soltando una exclamación: ¡bien, joder, bien! Y me acordé de la cubierta de The Freewheelin’, donde aparecen juntos, como helados de frío él y su novia de entonces Suze Rotolo. No entendía ni papa de inglés y sigo sin entender ni papa de inglés. Una vez hasta compré Tarántula, un libro suyo en ese idioma y empezaba a entender algo de sus canciones con diccionarios y cuando alguien empezó a traducir himnos de los sesenta como Blowin’ in the wind, que cantaban Peter, Paul and Mary no sé si antes que el mismo Dylan. También he de decir que no sólo no tenía ni idea de inglés sino que cuando leía algunas de sus traducciones seguía sin entender nada: a veces porque las traducciones eran de juzgado de guardia y otras porque sus letras estaban construidas por imágenes más propias de los poetas simbolistas que por un letrista de folk-rock. Nunca dejé de amar a Bob Dylan. Bueno sí. Cuando de repente se convirtió al catolicismo y hasta le hizo una canción al Papa. O eso creo. Aunque los últimos discos no me interesaran demasiado, ahí están, al lado de los más antiguos. Ahora hay en las estanterías una mezcla de viejos vinilos más rayados que la cabeza de Brian Wilson, el genio de los Beach Boys, y los CDs desde que los vinilos se convirtieron en los bisontes de Altamira.

Cuando cayó en mis manos The Freewheelin’, recuerdo que por la insistencia amiga y cabezona de Pere Bessó escribí para la revista Múrice, que él dirigía, el primer poema de mi vida: Homenaje a una historia de amor. Era la de Dylan con Suze Rotolo, cuando creo que él se puso un seudónimo para ver si se hacía famoso: Blind Boy Grunt. Pero tampoco se comió una rosca. Y de fondo, en ese primer poema, la letra de unas de las canciones que más he escuchado entre las suyas: Botas de cuero español. No sé cuántos libros hay en casa sobre la vida de Dylan y sus canciones. No sé cuántas veces habré escuchado discos como Nashville Skyline, Blonde on Blonde y Bringing It all Back Home, que si no me equivoco fue el primero en que electrificó su música para disgusto y abucheos de sus fans educados en el folk. Pero no traicionó a esos fans y aún menos a su maestro Woody Guthrie. Sacó adelante, con la misma maestría de siempre, las historias que hablaban de cosas importantes, de lo que llamaríamos “temas sociales”, cuando poca gente lo hacía desde los escenarios de la música allá por los sesenta. Me hace gracia un detalle: en su primer disco, titulado sencillamente Bob Dylan, está la versión más horrible que ustedes puedan escuchar de una de las canciones que más quiero (seguramente la que más): The house of the rising sun. Él mismo se dio cuenta cuando escuchó la versión de Eric Burdon y The Animals unos años después. Normal que de ese disco apenas se vendieran unos pocos miles de ejemplares. Una encuesta de la Revista Rolling Stone afirmó -no hace mucho- que Like a Rolling Stone era la mejor canción de todos los tiempos. Yo le tengo una especial querencia a Blood on the Tracks, y a una de las canciones incluidas en ese disco: If you see her, say hello. Ya se sabe que ante una obra tan larga y de tanta envergadura cada cual tendrá sus preferencias.

Aquella mañana francesa me alegró escuchar que a Bob Dylan le habían concedido el Nobel de Literatura en medio de tanta mierda que nos ahoga en vida. Me vinieron a la cabeza las preguntas francesas sobre su derecha extrema y su extrema derecha, sobre el Valle de los Caídos y la infamia que aún corroe nuestra memoria democrática, sobre el suicidio del socialismo francés y el español a golpe contra sus bases de renuncias y traiciones. Puedo comprender que los “puristas” de la literatura se cabreen, aunque a algunos de esos puristas lo que les habría gustado es que el Nobel se lo hubieran dado a ellos o a algunos de sus escritores preferidos. Yo pensé sólo una cosa: si no se lo han dado a Juan Marsé, qué bien que se lo hayan dado a Bob Dylan. ¡Qué bien, joder, qué bien!

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