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Buenas gentes

Chus Villar

Hiela la sangre pensar que este seis de enero tantos niños encontrarán sus zapatitos vacíos, y que el siete, y el ocho, y el nueve… tendrán que imaginar lo que lleva dentro el pan con pan que su madre les ofrece como cena, como nos muestra el potente mensaje del anuncio televisivo. Porque, claro, la mala costumbre de comer, de vestirse y de tener un techo que tiene la infancia se da todos los días, y no sólo en Navidad, pero hay símbolos de inocencia, de felicidad y de ilusión que llevamos grabados en la mente de ese niño que fuimos y que nos acompaña en algún lugar del corazón.

A muchos les parecía que eso de la pobreza era algo que pasaba fuera, en lejanas y estériles tierras africanas, o en ese pasado nuestro que algunos ancianos aún vivos recuerdan: la guerra, la posguerra, comer peladuras de patata, las cartillas de racionamiento…En 1937, en pleno conflicto civil, Miguel Hernández, expresaba como nadie la sensación de la ilusión renovada y derrotada del día de Reyes: “Por el cinco de enero, cada enero ponía mi calzado cabrero a la ventana fría. Y encontraban los días, que derriban las puertas, mis abarcas vacías, mis abarcas desiertas”. Era difícil imaginar hace unos años (aunque algunos, tomados por agoreros, ya lo advertían) que volveríamos a revivir estas escenas en blanco y negro de tantos compatriotas sin techo, pasando hambre, buscando en la basura, pasando frío por no poder pagar la factura de la luz, o mendigando en un programa televisivo para poder pagar tratamientos cuyo coste atenta contra el más básico sentido de la humanidad.

Al hilo de los versos del poeta de Orihuela vemos dos ejemplos de cosas que no cambian con los años, una mala y otra buena. Hernández refleja con claridad que su sueño incumplido de dejar de ser vestido por la pobreza y lamido por el frío, de que el día seis de enero el mundo entero fuera una juguetería, tenía un culpable: “Ningún rey coronado tuvo pie, tuvo gana para ver el calzado de mi pobre ventana. Toda la gente de trono, toda gente de botas se rió con encono de mis abarcas rotas”.

Yo no sé si estos Reyes de ahora, que ponemos en el trono los ciudadanos pero que se comportan como si su poder emanara de un ente divino, también se ríen de la desgracia de las buenas gentes de este país. Me gusta pensar que cuando echan la cabeza en la almohada algunas veces la mojan con el salado líquido del remordimiento o del propósito de enmienda, aunque ejemplos tan nauseabundos como el caso Cooperación, donde se investiga el desvío de fondos para la solidaridad a fines personales no dejan mucho espacio a la esperanza en lo que a ciertos elementos de nuestra especie se refiere. Se ve que algunos entendieron la historia de Robin Hood al revés y roban a los pobres para dárselo a los que van sobrados.

En cualquier caso, sigo creyendo que el ser humano es superior a las mezquindades de algunos de sus miembros. Como dijo Gandhi, “no debemos perder la fe en la humanidad que es como el océano: no se ensucia porque algunas de sus gotas estén sucias”. Y con esta idea está relacionada la enseñanza, en positivo, del poema de Miguel Hernández: los versos se publicaron el 2 de enero de 1937 en la revista Ayuda, del Socorro Rojo, una organización de ayuda social organizada por la Internacional Comunista, al igual que desde el bando franquista se había puesto en marcha el Auxilio Social. Pretendía el escritor alicantino con sus estrofas, dentro de su fase de “poesía urgente”, colaborar con la campaña de donativos y juguetes para la infancia en plena guerra.

Hoy, si hacemos el paralelismo con esta sociedad valenciana a la que tanto se fustiga con la crítica acerca de su pasividad, vemos que en realidad esta Comunidad quizás no tiene “lo que se merece”, pues la empatía con sus semejantes es la que ha hecho que la solidaridad crezca y que desde 2008 se dispare el voluntariado y la creación de proyectos solidarios. En la Comunidad Valenciana hay casi 1.700 entidades no lucrativas y sólo en los dos primeros meses de 2011 se inscribieron 50 organizaciones de ayuda social, más del doble que en 2009. Además, más de 204.000 personas realizan labores de voluntariado.

Lo decía el responsable del Banco de Alimentos de Valencia recientemente en una radio: contra el pronóstico que las ONG hacían, esta brutal crisis no ha acentuado la individualidad ni el sálvese quien pueda, sino el hoy por ti y mañana por mí, bajo el convencimiento de que esto no es algo que siempre le pasa a otro, sino que nadie está a salvo de un gigante ciego y sediento de oro, rodeado de reyezuelos palmeros de su crueldad, que va repartiendo hachazos entre niños, ancianos, dependientes y enfermos sin recursos.

Por todo esto, y contra lo que pueda parecer, hay mucho de contestación en este crecimiento de la empatía, en esta forma muchas veces silenciosa de combatir contra el intento del poder de crear hombres y mujeres anulados, personas que despojadas de lo básico, heridas de muerte en sus derechos laborales, coartadas por ley en sus manifestaciones públicas de indignación, sean los perfectos zombis del sistema. Ayudar al otro, con el convencimiento de la solidaridad y no de la caridad, es lo mismo que decir, con Henley, que el ser humano es el único capitán de su alma, o recitar, con Miguel Hernández:

“Cierra las puertas, echa la aldaba, carcelero.

Ata duro a ese hombre: no le atarás el alma.

Son muchas llaves, muchos cerrojos, injusticias:

no le atarás el alma.“

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