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Sobre este blog

No sabemos muy bien adónde vamos, nunca lo hemos sabido, aunque a veces hemos creído que sí. Pero hasta aquí hemos llegado y desde aquí partimos cada día para intentar llegar a algún otro sitio, procurando no perder la memoria y utilizando el sentido crítico a modo de brújula. La historia —es decir, los que se apropien de ella— ya dirá la suya, pero mientras tanto nos negamos a cerrar los ojos y a dejar de usar la palabra para decir la nuestra. En legítima defensa.

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No sabem ben bé a on anem, mai no ho hem sabut, encara que de vegades hem cregut que sí. Però fins ací hem arribat i des d’ací partim cada dia per a intentar arribar a algun altre lloc, procurant no perdre la memòria i utilitzant el sentit crític a tall de brúixola. La història —és a dir, els que se n’apropiaran—ja dirà la seua, però mentrestant ens neguem a tancar els ulls i a deixar de fer servir la paraula per a dir la nostra. En legítima defensa.

La caricatura

Donald Duck, Der Fuehrer’s Face (1942)

Joan Dolç

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A falta de libro o lluvia detrás de la ventana, cuando uno está en una sala de espera no hay mejor distracción que observar al prójimo. Se adquieren así habilidades seguramente inútiles pero eventualmente provechosas. Sin ir más lejos, si estás esperando a que te arranquen un diente o te llamen para embarcar en un avión al que le tienes pánico. Sirven para olvidarse de uno mismo y de su inmediato destino. Supuestamente también sirven para leer los signos que nos manda el mundo exterior, pero eso más vale tomárselo como parte de una ficción. Da mucho de sí imaginar a quien espera ese que lleva sentado dos horas ante una taza vacía, qué asunto relaciona a los miembros de un determinado grupito, la historia que hay detrás de un rostro cualquiera o qué aspecto tendrá dentro de veinte años. También puede resultar interesante imaginar no ya el oficio real de una persona, sino el que encaja con su físico y su lenguaje gestual. Y una vez la imaginación se ha calentado podemos pasar a mayores, como, por ejemplo, tratar de adivinar quién te donaría un riñón en caso necesario y quién echaría a correr alegando haberse dejado el grifo abierto.

En estas cosas tropiezas invariablemente con los clichés que Hollywood ha creado y que hemos ido asumiendo poco a poco. Cara con marcas de viruela y mirada al biés, malvado; mujer sensual y segura de sí misma, villana; permanente expresión alelada y las rodillas juntas, buena persona; sujeto expansivo, entrado en carnes, tipo feliz. Y no nos costaría cambiar todos esos estereotipos por determinadas especies si jugáramos a sustituir la fauna humana por otras del reino animal: Disney hace tiempo que nos proporcionó todas las pistas necesarias. La sobreexposición a la ficción ha hecho que pensemos como directores de casting de películas de género. Si imagináramos estar dentro de una, sin dudar demasiado adjudicaríamos a uno el papel de banquero, a otra el de cliente pánfilo, al de más allá el de delincuente, a otra el de policía, y a la que está al lado, el de quien recibe un tiro solo para que la acción avance. Y seguramente nos equivocaríamos, porque el reparto de papeles en la vida real suele contravenir las convenciones narrativas, por mucho que haya quien se empeñe en imitar a todas horas a Keanu Reeves, a Scarlett Johansson o a Paco Martinez Soria.

Más difícil lo tendríamos si imagináramos que ese espacio público en el que estamos se transformara de repente en un campo de concentración y tratáramos de adivinar quienes serían los verdugos y quienes las víctimas. En eso andamos bastante despistados. Parece como si todo estuviera dispuesto para que no seamos capaces de reconocer la maldad y la bondad a simple vista. Hay que recordar el socorrido comentario que se escucha cuando aparece un asesino entre el vecindario: «Parecía buena persona». Y también la sorpresa que causa ver que el héroe que ha rescatado a una viejecita de un balcón en llamas es un subsahariano sin papeles. En ambos casos nos maravillamos como si se hubiera producido un hecho que contraviene la lógica, y lo único que contraviene son nuestros prejuicios. También hay quien se sorprende cuando ve que el votante de ultraderecha no responde a la idea que tenía de él. Del mismo modo que cuesta ver a los peligrosos ultraizquierdistas que, a decir de algunos, se propagan como una plaga bíblica y amenazan con subvertir el sistema.

A nazis y fascistas los desdibujaron cuidadosamente los medios de comunicación de masas a lo largo del siglo XX. Particularmente con los nazis, Hollywood llevó a cabo un meticuloso lavado de imagen haciendo creer que hacía justo lo contrario. Pretendiendo denostarlos, película a película fueron creando una caricatura improbable. Improbable no porque no respondiera a lo que fueron e hicieron, sino porque ocultaba su verdadero aspecto y el modo como cada uno de ellos llegaba a asumir el ideario nacionalsocialista y a contribuir a su materialización. La industria mediática hizo esto, en primer lugar, para distanciarse del leviatán con el que el establishment norteamericano había coqueteado hasta principios de los cuarenta. Inglaterra también había hecho manitas con el nazismo hasta 1939, y por eso Chaplin, británico, no lo tuvo fácil cuando en 1938 puso en marcha su proyecto de El gran dictador y prematura e involuntariamente inauguró el género. Las democracias occidentales, y especialmente el país que salió hegemónico de aquel trance, borró sus huellas como un indio en una película de vaqueros. En el momento en que los nazis fueron declarados enemigos, comenzaron a dibujarlos con un trazo cada vez más grueso, como monstruos de una sola pieza, como el envés de Estados Unidos y sus valores liberales. Y lo hicieron también porque esa cortina de humo permitía que pasara desapercibido el botín de guerra bautizado como Operation Paperclip. Se llevaron al otro lado del Atlántico a todos los científicos que pudieron, más de 1600, muchos de los cuales habían formado parte de la cúpula del Partido Nazi. Les concedieron la ciudadanía y los pusieron a trabajar para el gobierno. Vivieron el estilo de vida americano en pleno auge político y militar de aquel país sin dar el cante, integrados entre sus vecinos, homenajeados a veces públicamente, como en el caso de Wernher Von Braun —el inventor de los V-2, nada menos—, y sin parecerse, ni por un momento, a esas parodias que Hollywood no ha cesado de recrear hasta ahora mismo. Esas parodias los volvieron invisibles. A ellos y a los que vivían en Argentina, en Brasil, o aquí mismo, plácidamente protegidos por Franco.

Hubo otra cinematografía, mucho más modesta, que intentó abordar la materia con honestidad, por mucho que fuera con un inevitable sesgo ideológico. Las películas que sobre el nazismo hizo la DEFA en la República Democrática Alemana aportan un contrapunto valioso a la visión hollywoodiense, entre otras cosas porque se hizo desde dentro, tratando de comprender con sinceridad un fenómeno que les afectaba íntimamente. Los asesinos están entre nosotros, El pan nuestro de cada día, Rotación o El consejo de los dioses, rodadas entre 1946 y 1950, son algunas de las obras que se ocupan del asunto en caliente y desde una perspectiva genuinamente alemana, y que resultan totalmente recomendables para entender cómo el fascismo llega a anidar dentro de una sociedad y cuál es su verdadero aspecto. Proyectan una imagen del fenómeno mucho más completa y matizada que el grosero retrato que nos han servido machaconamente, década tras década, y que de tanto mirarlo nos ha dejado ciegos. Por supuesto, la mayoría de esas películas no llegó hasta nosotros en su momento, y ahora solo son accesibles a través de cierto tipo de webs gracias al esfuerzo de abnegados «piratas».

El mito del nazi como monstruo monolítico pareció desmoronarse de repente cuando en 1960 se celebró el juicio de Eichmann. Al rebufo de la fábula, el fiscal israelí arremetió contra un esperpento que no se correspondía con el tipo de asesino que estaba en el banquillo. Fue cuando Hannah Arendt puso de relieve que el mal formaba parte de la mecánica que hace funcionar al conjunto de la sociedad, algo que luego certificaron los experimentos de Stanley Milgram y otros. Pero todavía hay quien se resiste a aceptar que en este caso la vida no imite al arte y tanto las conclusiones de Arendt como las de Milgram siguen siendo cuestionadas. La parodia maniquea siguió perfeccionándose y sus efectos perniciosos siguen haciendo su efecto. No cabe duda de que, si se diera el caso, hay entre nosotros gente dispuesta a atender todas las necesidades que un estado totalitario requeriría. En un supuesto así, aparecerían a nuestro alrededor Lagerkommandants, supervisores y Kapos en cantidades más que suficientes, y surgirían de nuestro entorno como las setas en otoño. Pero ni lo son todos los que lo parecen ni todos los que lo son lo parecen, de ahí la dificultad de anticiparnos a ese hipotético escenario haciendo un casting imaginario con parientes, amigos, conocidos, saludados y observados. Lo que nos convierte en unos comparsas particularmente vulnerables.

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No sabemos muy bien adónde vamos, nunca lo hemos sabido, aunque a veces hemos creído que sí. Pero hasta aquí hemos llegado y desde aquí partimos cada día para intentar llegar a algún otro sitio, procurando no perder la memoria y utilizando el sentido crítico a modo de brújula. La historia —es decir, los que se apropien de ella— ya dirá la suya, pero mientras tanto nos negamos a cerrar los ojos y a dejar de usar la palabra para decir la nuestra. En legítima defensa.

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No sabem ben bé a on anem, mai no ho hem sabut, encara que de vegades hem cregut que sí. Però fins ací hem arribat i des d’ací partim cada dia per a intentar arribar a algun altre lloc, procurant no perdre la memòria i utilitzant el sentit crític a tall de brúixola. La història —és a dir, els que se n’apropiaran—ja dirà la seua, però mentrestant ens neguem a tancar els ulls i a deixar de fer servir la paraula per a dir la nostra. En legítima defensa.

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