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Sobre este blog

No sabemos muy bien adónde vamos, nunca lo hemos sabido, aunque a veces hemos creído que sí. Pero hasta aquí hemos llegado y desde aquí partimos cada día para intentar llegar a algún otro sitio, procurando no perder la memoria y utilizando el sentido crítico a modo de brújula. La historia —es decir, los que se apropien de ella— ya dirá la suya, pero mientras tanto nos negamos a cerrar los ojos y a dejar de usar la palabra para decir la nuestra. En legítima defensa.

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No sabem ben bé a on anem, mai no ho hem sabut, encara que de vegades hem cregut que sí. Però fins ací hem arribat i des d’ací partim cada dia per a intentar arribar a algun altre lloc, procurant no perdre la memòria i utilitzant el sentit crític a tall de brúixola. La història —és a dir, els que se n’apropiaran—ja dirà la seua, però mentrestant ens neguem a tancar els ulls i a deixar de fer servir la paraula per a dir la nostra. En legítima defensa.

El dilema

Roland Topor, 1974.

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Chistopher Hitchens —periodista, ensayista, ateísta e incansable polemista (muy especialmente consigo mismo), cuya muerte prematura ayudó a consolidar su leyenda—, cuenta en sus memorias (Hitch-22, 2010) cómo una frase pronunciada en 1975 por su amigo Colin MacCabe, a la sazón miembro del Partido Comunista de Gran Bretaña —en aquellos momentos Hitchens era trotskista—, le abrió los ojos sobre una cuestión que hacía tiempo que le venía atormentando. Fue mientras ambos le oían decir a Mario Soares en un mitin que la revolución portuguesa tenía que distanciarse tanto de Kissinguer como de Brézhnev. «A veces la gente equivocada puede seguir la línea correcta», dijo MacCabe refiriéndose al «tibio» socialdemócrata luso. «Entonces —añade Hichens— pensé que [MacCabe] decía más de lo que pretendía, y experimenté el comentario como una especie de emancipación de la preocupación, que todavía me asaltaba a veces, de que al adoptar alguna posición fuera de la línea oficial me podía encontrar “en la cama”, como solía decirse, con elementos indeseables. Es bueno desechar ese tipo de chantaje moral y grillete mental lo antes posible».

La reflexión de Hitchens puede servir de consuelo y ayuda a todo aquel que, aquí y ahora, siente una desazón similar cuando sus razonamientos lo alejan del consenso imperante entre quienes siempre ha considerado sus afines. Como el desasosiego que sintió en 1978 cuando, aunque el posibilismo aconsejaba otra cosa, fue de los que se negaron a votar a favor de una constitución llena de trampas y se vio en el mismo lado de las urnas que los franquistas más recalcitrantes, que no los más listos. Los motivos por los que unos y otros eran contrarios a la carta magna eran diametralmente opuestos, pero a vista de canario parecían lo mismo. Y si una década más tarde nos hubieran dado la oportunidad —que no nos la dieron—, también se habría negado a votar afirmativamente el Tratado de la Unión Europea, aunque solo fuera para denunciar que había sido construida sobre unas bases puramente mercantilistas y una total ausencia de espíritu social, que es algo que ninguna de las revisiones posteriores ha enmendado. Por no hablar de la obligada permanencia en la OTAN a modo de chantaje. ¿Tendría que haber votado incondicionalmente aquel tratado, solo para que no pareciera que estaba alineado con el rancio nacionalismo españolista de un Sánchez Dragó, pongamos por caso? ¿O hizo bien en desechar «ese tipo de chantaje moral y grillete mental» y votar (o no votar) en conciencia, animado por sus propias razones?

El asunto tiene un correlato, que también resulta inquietante, en la coincidencia de gustos que se da a veces en los asuntos culturales. Te parece imposible que, a fulanito, quien consideras que es tu perfecta antítesis, le guste la misma sonata, la misma película o el mismo libro que a ti. Te cuesta creer que hayáis visto, oído o leído lo mismo. ¿Y si lo has interpretado todo al revés? Suele pasar sobre todo con las obras literarias de ficción, y más, cuanto más anfibológica es su prosa. Con los ensayos es más difícil que ocurra, porque el autor está obligado a utilizar datos contrastados y a hacer afirmaciones más o menos categóricas. No pocas veces uno, proclive al ensayismo diletante, se pregunta por qué en vez de eso no desarrollaría la afición al tropo, o aquella habilidad para el dibujo que todos alababan cuando era pequeño. Hace poco, El Roto publicó una viñeta en la que solo figuraba esta frase: «Dibujo censurado por mí mismo de una idea que no me atreví a pensar» ¿Qué idea? Cada uno puede conjeturar lo que quiera, aunque ese no es el asunto, el asunto es la intimidación del pensamiento. Comprendo y comparto tu angustia, querido Roto, pero así cualquiera, te lo digo con envidia. Porque tratar de explicarse con mil palabras es bastante más complicado y difícilmente resultará tan sugerente.

La cosa se fue poniendo chunga a finales de los sesenta, cuando empezó a hacer fortuna aquello de que «lo personal es político». Sonaba hasta cierto punto razonable, pero al insolente Hitchens le pareció desde el principio «una expresión letal», «una chorrada siniestra», tal vez porque se percató muy pronto de que la consigna estaba derivando rápidamente en: «lo personal es lo político». Fue cuando todas las causas comenzaron a hacerse identitarias, narcisistas y moralistas, hasta llegar a la saturación actual. Como explica Mark Lilla (El regreso liberal, 2017), hasta ese momento acostumbrábamos a levantar la mirada de nuestra situación particular para, a partir de ella, enfrentarnos con las fuerzas profundas que dan forma a la historia. Y de repente, la mirada se volvió hacia el interior de cada uno de nosotros y dejamos de percibir todo lo que no afectaba a nuestra identidad. «La retórica resentida y fragmentadora de la diferencia» (Lilla) acaparó el pensamiento político y la acción «revolucionaria». Se produjo una desmovilización masiva bajo la apariencia de todo lo contrario. Y desde entonces la izquierda no ha hecho más que recular, ir de derrota en derrota hasta casi dejar de existir. A veces da la impresión de que sigue ahí, pero no hay que fiarse de las apariencias.

No cabe duda de que si empezamos a prescindir de los grilletes mentales que nos impiden decir lo que no nos atrevemos a pensar, algunos confundirán nuestra voz con los regüeldos fascistoides de una ultraderecha que cada vez se siente más crecida gracias, entre otras cosas, al abandono por parte de las fuerzas progresistas de reivindicaciones no personales, no tribales, de aquello que antiguamente englobaban expresiones como «interés general» o «bien común», pero habrá que arriesgarse a ello. Máxime cuando muchos ciudadanos (sin necesidad de más credenciales) están ahora mismo intentando recuperar la iniciativa en cuestiones fundamentales, tarde y a la desesperada. Los diversos procesos privatizadores, especialmente el que está acabando con la sanidad pública, el expolio de las pensiones, la precariedad laboral o el insoportable incremento de la desigualdad no se combaten con borrufalla. Porque la que no regüelda, no tiene problemas de identidades grupales y no para de avanzar a la chita callando mientras se entretiene escuchando nuestro popurrí de relatos y viendo como nos desgastamos haciendo frente a las provocaciones de sus peones, es la derecha económica, que es, parece que lo hayamos olvidado, la madre y el padre de todos los fascismos. 

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No sabemos muy bien adónde vamos, nunca lo hemos sabido, aunque a veces hemos creído que sí. Pero hasta aquí hemos llegado y desde aquí partimos cada día para intentar llegar a algún otro sitio, procurando no perder la memoria y utilizando el sentido crítico a modo de brújula. La historia —es decir, los que se apropien de ella— ya dirá la suya, pero mientras tanto nos negamos a cerrar los ojos y a dejar de usar la palabra para decir la nuestra. En legítima defensa.

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No sabem ben bé a on anem, mai no ho hem sabut, encara que de vegades hem cregut que sí. Però fins ací hem arribat i des d’ací partim cada dia per a intentar arribar a algun altre lloc, procurant no perdre la memòria i utilitzant el sentit crític a tall de brúixola. La història —és a dir, els que se n’apropiaran—ja dirà la seua, però mentrestant ens neguem a tancar els ulls i a deixar de fer servir la paraula per a dir la nostra. En legítima defensa.

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